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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (28 page)

D. J. hizo un gesto con la barbilla.

—No son más que elucubraciones de nuevo. Tal vez tenían planeado desde el principio enviar a todas las fuerzas especiales, y Hernández es el que está en el complot.

—Da igual —dijo Todd—. No podemos estar especulando, podríamos decantarnos por la opción equivocada.

D. J. seguía meneando la cabeza.

—De todas formas no nos lo dirían.

—Entonces ¿crees que esperarán a ver cómo salen las cosas? —dijo Ruth. Seguro. Ya estuvieran en la conspiración el equipo de las fuerzas especiales o Hernández y sus marines, no les importaba que Ruth tuviera la conciencia tranquila.

Querían mantener sus opciones abiertas hasta el último minuto, y no podían confiar en ella ni cometer un error.

En cualquier caso, sabía que James tendría problemas. ¿Cárcel? ¿Exilio? Ruth sólo empezaba a entender su sacrificio. Sin embargo, si aquella misión era un fracaso, todos los soldados podrían volver a Leadville, limpios de polvo y paja.

Ella, D. J. y Todd lo pasarían peor tratando de demostrar su inocencia. De hecho, sería mejor provocar un enfrenta— miento entre las dos mitades de su escolta, y quedarse en el Oeste.

Era una idea peligrosa. Aunque ganaran los soldados que estaban de su lado, podrían matarlos luego por convertirlos en marginados.

Ruth volvió a la parte delantera del avión y escogió un asiento desde donde se veía una cuña de cielo por la puerta abierta de la cabina de los pilotos. Forzó una sonrisa, al tiempo que pensaba que el accidente de la
Endeavour
era preferible a aquel vuelo. Por lo menos había sido rápido. Su ansiedad se reflejaba en el constante baile de sus dedos y su mente.

Abajo, fuera de aquella estructura de metal, reinaba un ambiente sólo ligeramente menos peligroso que el vacío del espacio. La zona letal se extendía sin interrupción desde Utah hasta las montañas de California, seguía al oeste y cubría un tercio del planeta, perfecto y absoluto, excepto por los picos volcánicos de Hawai, y acababa en las alturas de Nueva Guinea y Taiwan, que se elevaban al otro lado del Pacífico.

El avión tembló y giró a la izquierda. Ruth soltó un grito cuando el avión inclinó el morro. Sólo eran turbulencias. Volvieron a estabilizarse, y casi todos los hombres le dijeron algo amable, le sonrieron o le hicieron un gesto. Ruth ni siquiera podía mirarlos a los ojos, se maldecía en silencio.

No era una buena candidata para salvar el mundo, maldita sea.

El aterrizaje transcurrió sin incidentes. El avión rebotó una vez, un impacto estremecedor seguido de un arco rápido que hacía palpitar el estómago, pero Ruth consiguió no volver a quedar en ridículo.

Luego rodaron por la pista durante quince minutos. Fue exasperante. ¿Adónde podían ir allí? El avión se movía muy despacio y se paró tres veces. Hernández la obligó a permanecer en el sitio. Dijo que iban a retroceder y girar para ponerse en posición de despegue. Ruth movía las piernas. Por fin los pilotos se sintieron satisfechos, y los dos soldados de las fuerzas especiales fueron a bajar las compuertas traseras. De nuevo Hernández le indicó que se quedara quieta. Ella olió los pinos y la tierra en cuanto abrieron el avión.

Hernández ya había consultado por radio con el piloto de las fuerzas aéreas y los cinco miembros de las fuerzas especiales de la avioneta, que habían aterrizado cuarenta minutos antes. Informaron de que todo había ido como esperaban, sin trucos, ni trampas, sólo un puñado de supervivientes malnutridos. Aun así, a Ruth le ordenaron que no se alejara de los marines.

Algún instinto se disparó en Ruth cuando salió a la luz del sol. Al principio culpó a Hernández de aquella paranoia, pero entonces D. J. dijo:

—La cima del mundo, ¿eh?

Era eso. En Leadville el horizonte próximo de cimas gigantes creaba la ilusión de estar protegido. Allí sólo estaba el cielo pálido. Se encontraban en el punto más alto, y las vistas parecían infinitas. Al oeste, bajo el sol de la tarde, la tierra descendía en un laberinto serpenteante de crestas, precipicios y laderas curvas.

Las zonas habitables de California eran poco más que una cadena de motitas. El Parque de Yosemite ofrecía varias parcelas grandes no muy lejos de allí, pero aquella cima parecía estar sola por encima de la barrera. Ruth paseó la mirada de un lado a otro de la maraña de barrancos y oscuros bosques de debajo mientras se dirigía con Hernández hacia los marines.

Nadie sabía de dónde había salido Sawyer. Aunque aquella elevación de roca del sur, al otro lado del valle, asomaba por encima de los tres mil metros, su superficie no parecía mayor que dos o tres campos de fútbol.

Los neumáticos del C-130 habían dejado líneas oscuras del frenazo en el asfalto de la carretera, muy cerca de la única estructura a la vista. Era un error mirar con anhelo atrás, al avión. En aquella montaña no había árboles, pero vio un cúmulo de rocas que no había rozado el ala de estribor por cuestión de centímetros, y tenían que volver a pasar por ahí para despegar.

En sus orígenes el edificio era una cabaña de dos habitaciones con una chimenea baja. Era antigua, tal vez de los años cincuenta. Habían agregado otra habitación unos años antes, y una moderna antena se erguía a un lado de la chimenea. Otras incorporaciones recientes consistían en un armazón de dos por cuatro cubierto con lonas. Ruth también vio tres entoldados bajos de plástico claro. Invernaderos.

Cinco adultos y un chico estaban juntos, alejados de la cabaña, en la carretera, con el mismo número de miembros de las fuerzas especiales vestidos de camuflaje y un hombre de las fuerzas aéreas vestido de gris azulado. Los dos grupos no se mezclaron. Los soldados sostenían rifles de asalto, los cañones apuntaban al suelo.

Ruth frunció el ceño. ¿De verdad era así como pensaban tratar a aquella gente, como ganado?

—Flanqueadla —dijo el marine que estaba a su lado. La orden funcionó como un conjuro. El movimiento hizo que ella desviara la vista de nuevo hacia los invernaderos. Vio dos siluetas que se escondían, una de ellas sacó el brazo, y los soldados levantaron las armas...

Una mujer en la carretera gritó:

—¡Lindsey, por Dios, no!

Su pánico estridente se perdió enseguida entre voces masculinas.

—¡Sólo son niños!

—Niños...

—Bajad las armas —ordenó Hernández—. Por el amor de Dios.

Los marines que rodeaban a Ruth bajaron los rifles al oír la risa de una niña, clara y entrecortada.

—¡Lindsey! —chilló la mujer. La niña salió al aire libre, les apuntó con su palo y dijo «pam, pam, pam» antes de agacharse detrás de los bloques de hormigón de un invernadero.

Ruth la contempló, incluso después de que Todd le diera un suave codazo y hubieran reanudado la marcha. Al parecer la niña tenía nueve o diez años, llevaba un chubasquero amarillo que le colgaba como una bolsa de basura de cien litros. Era obvio que estaba encantada con los soldados.

Ruth meneó la cabeza y sonrió. Sentía una emoción demasiado compleja en su interior para expresarla con palabras, pero aquella niña era una esperanza. Era el futuro. Llegado el caso, la humanidad se recuperaba de cualquier cosa. Los seres humanos tenían una enorme capacidad de adaptación.

Los soldados la separaban de los seis californianos mientras Hernández se presentaba. Ruth se quedó tras los dos miembros de las fuerzas especiales. Cinco de los seis, dos mujeres, dos hombres y un chico, estaban demacrados y sucios. Normal. El último hombre la dejó helada.

Tenía la cara y el cuello acribillados por un sarpullido de ampollas y picotazos que le deformaban la barba negra, viejas cicatrices mezcladas con fragmentos grandes en curación y marcas que sangraban. Tenía el sufrimiento reflejado en sus ojos oscuros, y Ruth creyó ver culpa. Era alguien que había ayudado a diezmar un planeta entero, fuera por accidente o no. La expiación no estaba a su alcance. Había pagado un precio terrible, intentaría hacer más, siempre quedaría sumido en su dolor... y aun así el sentimiento de Ruth no era de odio, ni siquiera una repugnancia primitiva. Era de respeto. De intimidación.

—Señor Sawyer —dijo, y le tendió la mano.

Tenía los dedos ásperos y nudosos, pero su sonrisa era frágil.

—No —contestó—. Me llamo Cam.

22

—Me llamo Ruth —le dijo la mujer, que le sostuvo la mano durante un instante más. Aunque fuera por demostrarle algo a él o a sí misma, Cam agradecía el esfuerzo.

Sabía que era un monstruo y que sus manos eran lo peor. Tenía el meñique derecho corroído hasta el hueso en la primera articulación, y la piel del tejido cicatrizado casi le impedían doblar ese dedo. Los daños nerviosos le habían arrebatado el sentido del tacto también en el anular, de manera que no podía agarrar bien.

—Viniste con Sawyer... —dijo Ruth, en voz baja, con cuidado, pero su mirada de inteligencia era implacable.

Uno de los otros civiles protestó, un chico moreno con la barbilla ancha y un hoyuelo. El hombre levantó las cejas en señal de impaciencia.

—¿Dónde está el señor Sawyer? ¿Está bien?

—Está durmiendo —dijo Cam—. Por lo menos estaba durmiendo.

—¡Durmiendo!

El oficial, Hernández, tuvo más tacto.

—Tenemos que verlo, hermano. —«Hermano.»

Cam sintió que volvía a esbozar una sonrisa. Aquellas tres sílabas evocaban tanto de lo que había perdido...

—Vamos a esperar unas horas, ¿de acuerdo? Está mejor cuando ha descansado.

Hernández miró el sol y luego la cabaña.

—De verdad —dijo Cam—. No tiene un buen día.

—De acuerdo. —Hernández se volvió hacia uno de los soldados vestidos con uniforme de camuflaje—. Capitán, ¿por qué no les preparamos a esta gente una buena comida y vemos si podemos ofrecerles atención médica?

Hollywood se llamaba Eddie Kokubo. Edward. Ésa fue su única mentira. La cima podría haberlos abastecido a todos sin problemas, y la gente de allí tenía ganas de ayudar, estaban ansiosos por ver caras nuevas, reconstruir algo parecido a una comunidad.

Cam recobró la conciencia en su casa, bajo la luz amarilla y brillante de una linterna. Oía el desdichado sollozo de una mujer entre su propia agonía. Cam sólo tenía espacio en su mente para una pizca de comprensión y el terror confuso y recurrente a que se lo comieran.

Estuvo a la deriva en aquel lugar durante días, salía a la superficie con irregularidad, pero tenía ganas de escapar de sí mismo.

Ochenta y una horas después de alcanzar la altura deseada, se despertó cuando le estaban cambiando los vendajes, solo en una cama de verdad. El doctor Anderson se parecía tanto a como se lo había imaginado por las descripciones de Hollywood que se olvidó de que no se conocían. A sus cuarenta y tantos años, canoso, Anderson no tenía sobrepeso, pero sus mejillas ovaladas y los dedos regordetes le daban un aire de satisfacción, reforzado por sus lentos movimientos. Su esposa, Maureen, era menos amable, una pelirroja con arrugas en la frente y junto a la nariz puntiaguda.

—Doctor An... —dijo Cam.

Maureen dio un respingo al oírle hablar con aquella voz ronca. Anderson se limitó a detenerse y luego levantó la mirada desde el pie izquierdo de Cam.

—Estás despierto —le contestó, para darle ánimos.

Así transcurrieron otras dos semanas, Anderson lo cuidaba con frases pausadas y caldo, luchaba contra la llegada de la fiebre con cantidades sensatas de aspirinas y compresas frías de usar y tirar irreemplazables. Casi medio metro cuadrado de la piel de Cam estaba lacerada, tenía heridas que supuraban, y Anderson lo mantenía aislado por miedo a infecciones.

También querían ver si él y Sawyer contaban la misma historia. Le preguntaban un poco cada vez. La mayoría de las veces Anderson aceptaba su versión, pero Maureen probaba para encontrar incoherencias, con los ojos verdes como el jade, y su estado resultó ser una perfecta excusa para evitar responder demasiado rápido. Desviaba la mirada o respiraba hondo, sin necesidad de fingir dolor o cansancio lo pensaba todo lo mejor que podía hasta que estaba seguro de tener claras sus medias verdades.

Él y Sawyer eran los únicos que podían hablar.

Hollywood se había desangrado en una hora, y a su lado ahora había dos tumbas más. Jocelyn Colvard y Alex Atkins también habían llegado a rastras aquella noche, demasiado tiempo después de que Cam y Sawyer arrastraran a Hollywood hasta la barrera. Jocelyn había muerto al instante de un derrame cerebral, pero Atkins duró casi siete días, murmuraba, tosía, en un estado de coma inquieto que dio paso a una muerte agónica.

Cam nunca sabría cómo había caído Jim Price. La vida no era como la televisión, donde se libraba un duelo cara a cara, perfecto e inevitable, entre el bueno y el malo. En su situación, ni siquiera se distinguía cuál de ellos era el bueno.

Price debió de quedarse clavado en algún lugar demasiado al este en lo alto del valle. Después de todo, salir en coche de Woodcreek había sido una elección equivocada, y Price y el resto habían muerto por tomarla.

Sawyer, como siempre, tenía razón incluso en los casos extremos. La poca gente que quedaba en aquella montaña había oído el tiroteo del valle. Supuso que había buenos y malos, y, al cargar a Hollywood con ellos, Cam y Sawyer se habían ganado su amistad y su confianza.

Dijeron que se habían peleado porque Price tenía planeado convertirse en una especie de rey. Él y sus partidarios habían asaltado una armería de Woodcreek, ellos les hicieron frente pese a ser menos, y sus amigos murieron por su culpa. Erin, Manny, Bacchetti.

Maureen se ablandó cuando Cam describió los días que Hollywood había pasado con ellos.

—Así que Eddie al final consiguió que alguien lo llamara así —dijo ella. Bajó la mirada al suelo y ofreció a Cam sus historias para ayudarle en su curación.

En la habitación contigua, Sawyer gemía y gritaba, despertaba a Cam con su alboroto constante, pero la empatia de Cam estaba reservada a los fallecidos y a aquella gente buena y generosa.

Sawyer merecía sufrir.

Eddie Kobuko había inventado buenas razones para meterse en el mar invisible, pero Maureen creía que su primera y principal motivación había sido un desengaño. Eddie simplemente no había encajado allí. Los cuatro adultos eran parejas casadas, el más joven tenía treinta y tres años, y el mayor de los niños, sólo once. Había otro hombre, pero durante la primera primavera había sucumbido a un problema hepático, y ninguno de los otros que habían llegado tambaleándose a aquella montaña al principio de la plaga había durado más de una semana, destrozados por las heridas internas.

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