La prueba

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

 

En La prueba los gemelos se separan. Uno de ellos cruza la frontera y el otro se queda en un país alejado de la guerra pero dominado por un régimen autoritario. Sólo y privado de una parte de si mismo, Lucas, el que permanece, quiere consagrarse a hacer el bien. Cuando Claus vuelve junto a su hermano descubre que cualquier acto de generosidad viene condicionado por la maldad.

Agota Kristof

La prueba

CLAUS Y LUCAS - 2

ePUB v1.1

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02.05.12

Título original francés:

La preuve © Editions du Seuil, 1988

© Traducción: Ana Herrera Ferrer, 2007

1

De vuelta a casa de la abuela, Lucas se acuesta junto a la cerca del jardín, a la sombra de los arbustos. Espera. Un vehículo del ejército se detiene ante el edificio del guardia de frontera. Bajan unos militares y dejan en el suelo un cuerpo envuelto en una lona de camuflaje. Un sargento sale del edificio, hace una señal y los soldados apartan la lona. El sargento silba.

—¡Identificarlo no será plato del gusto de nadie! ¡Hay que ser imbécil para intentar pasar esa puta frontera, y en pleno día además!

Un soldado dice:

—La gente debería saber que es imposible.

Otro soldado añade:

—Los de por aquí ya lo saben. Los que lo intentan son los que vienen de otros sitios.

El sargento dice:

—Bueno, vamos a ver al idiota de enfrente. A lo mejor sabe algo.

Lucas entra en la casa. Se sienta en el banco de rincón de la cocina. Corta pan, pone una botella de vino y un queso de cabra encima de la mesa. Llaman a la puerta. Entran el sargento y un soldado.

Lucas dice:

—Les esperaba. Siéntense. Tomen vino y queso.

El soldado dice:

—Con mucho gusto.

Coge un poco de pan y queso. Lucas le sirve vino.

El sargento pregunta:

—¿Nos esperabas? ¿Por qué?

—He oído la explosión. Después de las explosiones siempre vienen a preguntarme si he visto a alguien.

—¿Y no has visto a nadie?

—No.

—Como de costumbre.

—Sí, como de costumbre. Nadie viene a anunciarme su intención de atravesar la frontera.

El sargento se ríe. Él también toma un poco de vino y queso.

—Podrías haber visto rondar a alguien por aquí, o por el bosque.

—No he visto a nadie.

—¿Y si hubieses visto a alguien, nos lo dirías?

—Si digo que sí, no me creería.

El sargento se vuelve a reír.

—A veces me pregunto por qué te llaman el idiota.

—Yo también me lo pregunto. Simplemente, sufro de una enfermedad nerviosa a causa de un traumatismo psíquico de la infancia, durante la guerra.

El soldado pregunta:

—¿Qué es eso? ¿Qué dice éste?

Lucas le explica:

—Tengo la cabeza un poco tonta por los bombardeos. Me pasó de niño.

El sargento dice:

—Tu queso está muy bueno. Gracias. Ven con nosotros.

Lucas les sigue. Mostrándole el cuerpo, el sargento pregunta:

—¿Conoces a este hombre? ¿Le había visto alguna vez?

Lucas contempla el cuerpo dislocado de su padre.

—Está completamente desfigurado.

El sargento dice:

—Se le puede reconocer también por las ropas, los zapatos, o incluso por las manos o el pelo.

Lucas dice:

—Lo único que veo es que no es de este pueblo. Su ropa no es de aquí. Nadie lleva una ropa tan elegante en nuestro pueblo.

—Muchas gracias. Eso ya lo sabíamos. Nosotros tampoco somos idiotas. Lo que te pregunto es si le has visto en alguna parte.

—No. En ninguna parte. Pero veo que le han arrancado las uñas. Ha estado en prisión.

El sargento afirma:

—No se tortura en nuestras prisiones. Lo curioso es que lleva los bolsillos completamente vacíos. Ni siquiera una foto, ni una llave, ni una cartera. Sin embargo, debería llevar encima su documento de identidad, e incluso un salvoconducto para poder entrar en la zona fronteriza.

Lucas dice:

—Lo habrá tirado en el bosque.

—Es lo que yo pienso también. No quería que le identificasen. Me pregunto a quién quería proteger así. Si, por casualidad, al buscar setas, encuentras algo, nos lo traerás, ¿verdad?

—Desde luego, sargento.

Lucas se sienta en el banco del jardín, apoya la cabeza en la pared blanca de la casa. El sol le ciega. Cierra los ojos.

—¿Y qué debo hacer ahora?

—Lo mismo que antes. Hay que continuar levantándose por la mañana, acostándose por la noche, y hacer lo que sea necesario para vivir.

—Será muy largo.

—Quizá toda una vida.

Los gritos de los animales despiertan a Lucas. Se levanta, va a ocuparse de ellos. Da de comer a los cerdos, a las gallinas, a los conejos. Va a buscar las cabras al borde del río, las lleva consigo y las ordeña. Lleva la leche a la cocina. Se sienta en el banco de rincón y se queda allí sentado hasta que cae la noche. Entonces se levanta, sale de casa, riega el huerto. Hay luna llena. Cuando vuelve a la cocina, come un poco de queso y bebe un poco de vino. Vomita sacando la cabeza por la ventana. Arregla la mesa. Entra en la habitación de la abuela y abre la ventana para airearla. Se sienta delante del tocador y se mira en el espejo. Más tarde, Lucas abre la puerta de su habitación. Mira el enorme lecho. Vuelve a cerrar la puerta y se va al pueblo.

Las calles están desiertas. Lucas camina deprisa. Se para ante una ventana iluminada, abierta. Es una cocina. Una familia está a punto de cenar. Una madre y tres niños se sientan en torno a la mesa. Dos chicos y una chica. Comen sopa de patata. El padre no está. Quizá esté trabajando, o en la prisión, o en un campo. O bien no ha vuelto de la guerra.

Lucas pasa por delante de los cafés ruidosos, donde, hacía poco tiempo, tocaba a veces la armónica. No entra y continúa su camino. Toma las callejuelas sin iluminar del castillo, y después la callecita oscura que lleva al cementerio. Se queda ante la tumba del abuelo y la abuela.

La abuela murió el año anterior de un segundo ataque cerebral.

El abuelo murió hace muchísimo tiempo. La gente del pueblo dice que fue envenenado por su mujer.

El padre de Lucas ha muerto aquel mismo día, intentando atravesar la frontera, y Lucas no conocerá jamás su tumba.

Lucas vuelve a su casa. Con la ayuda de una cuerda sube al desván. Allí arriba, un jergón, una vieja manta militar, un cofre. Lucas abre el cofre y coge un cuaderno grande de colegial, y escribe algunas frases. Vuelve a cerrar el cuaderno y se acuesta en el jergón.

Por encima de él, iluminados por la luna a través del tragaluz, se balancean, colgados de una viga, los esqueletos de la madre y del bebé.

La madre y la hermanita pequeña de Lucas murieron por culpa de un obús, cinco años atrás, unos días antes del final de la guerra, allí mismo, en el jardín de casa de la abuela.

Lucas está sentado en el banco del jardín. Tiene los ojos cerrados. Un carro tirado por un caballo se detiene ante la casa. El ruido despierta a Lucas. Joseph, el horticultor, entra en el jardín. Lucas le mira:

—¿Qué quieres, Joseph?

—¿Que qué quiero? Hoy es día de mercado. Llevo esperándote desde las siete.

Lucas dice:

—Te pido perdón, Joseph. Había olvidado en qué día estábamos. Si quieres, podemos cargar la mercancía ahora mismo.

—¿Estás de broma? Son las dos de la tarde. No he venido a cargar, sino a preguntarte si todavía quieres que venda tu mercancía. Si no, deberías decírmelo. Me da lo mismo. Lo hago por hacerte un favor.

—Pues claro, Joseph. Es que, sencillamente, me he olvidado de que hoy era día de mercado.

—No te has olvidado sólo hoy. Te olvidaste también la semana pasada, y la anterior.

—¿Tres semanas? No me había dado cuenta.

Joseph menea la cabeza.

—A ti no te van bien las cosas. ¿Qué has hecho con tus verduras y tu fruta desde hace tres semanas?

—Nada. Pero creo que he regado el huerto todos los días.

—¿Lo crees? Vamos a ver.

Joseph va detrás de la casa, hacia el huerto, y Lucas le sigue. El horticultor se inclina hacia los arriates y exclama:

—¡Madre de Dios! ¡Pero si has dejado que se pudra todo! ¡Mira esos tomates por el suelo, esas judías demasiado gordas, esos pepinos amarillos, y las fresas negras! ¿Estás loco o qué? ¡Desperdiciar así una buena mercancía! ¡Merecerías que te colgaran o te fusilaran! Los guisantes se han perdido este año, y todos los albaricoques. Las manzanas y las ciruelas igual las podemos salvar. ¡Tráeme un cubo!

Lucas le lleva un cubo y Joseph empieza a recoger las manzanas y las ciruelas caídas entre la hierba. Le dice a Lucas:

—Coge otro cubo y recoge todo lo que está podrido. A lo mejor se lo comen tus cerdos. ¡Dios mío! ¡Los animales!

Joseph se precipita al corral y Lucas le sigue. Joseph dice, secándose la frente:

—Gracias a Dios, no se han muerto todos. Dame un rastrillo que limpio un poco. ¡Es un milagro que no te hayas olvidado de dar de comer a los animales!

—No se dejan. Gritan en cuanto tienen hambre.

Joseph trabaja durante horas, y Lucas le ayuda, obedeciendo sus órdenes.

Cuando el sol cae, entran en la cocina.

Joseph exclama:

—¡Que el diablo me lleve! Nunca había olido nada semejante. ¿Qué es eso que apesta tanto?

Mira a su alrededor y ve un enorme cubo lleno de leche de cabra.

—La leche se ha agriado. Llévate esto de aquí y échalo en el río.

Lucas le obedece. Cuando vuelve, Joseph ya ha aireado la cocina, ha lavado las baldosas. Lucas baja a la bodega y sube con una botella de vino y tocino.

Joseph dice:

—Hace falta pan con esto.

—No tengo.

Joseph se levanta sin decir nada y va a buscar una hogaza de pan a su carro.

—Toma. He comprado después del mercado. Ahora ya no lo hacemos en casa.

Joseph come y bebe. Pregunta:

—¿Tú no bebes? Y tampoco comes. ¿Qué ocurre, Lucas?

—Estoy muy cansado. No puedo comer.

—Estás muy pálido, por debajo del moreno de la cara, y no tienes más que la piel encima de los huesos.

—No es nada. Ya se me pasará.

—Ya me parecía a mí que te pasaba algo raro en la cabeza. Debe de ser cosa de alguna chica.

Joseph le guiña el ojo.

—Conozco a la juventud. Pero me sabría muy mal que un chico tan guapo como tú se dejase por culpa de una chica.

Lucas dice:

—No es por culpa de una chica.

—¿Entonces por qué es?

—Pues no lo sé.

—¿Que no lo sabes? Entonces, habrá que ir a un médico.

—No te preocupes por mí, Joseph, ya se arreglará.

—Nada de ya se arreglará... Descuidas el jardín, dejas que la leche se agrie, no comes, no bebes, y crees que todo puede continuar así.

Lucas no responde.

Al irse, Joseph dice:

—Escucha, Lucas. Para que no te olvides más del día de mercado, me levantaré una hora antes y vendré a despertarte, y cargaremos juntos las verduras y la fruta y los animales para vender. ¿Te parece bien?

—Sí, muchas gracias, Joseph.

Lucas da otra botella de vino a Joseph y le acompaña hasta el carro.

Al arrear a su caballo, Joseph grita:

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