Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—Tenía asuntos importantes que atender —respondió Astinus con una voz que parecía provenir de un pozo sin fondo.
—Me han informado de que has sido perturbado por un extraño evento. —El Señor de Palanthas se sonrojó incómodo—. Acepta mis disculpas, ignoro cómo pudieron encontrar a un hombre en semejante estado en la escalinata de tu biblioteca. Si nos lo hubieras comunicado habríamos retirado su cuerpo sin necesidad de armar tanto revuelo.
—No me ha causado ninguna molestia —repuso Astinus, lanzando una mirada de soslayo a Laurana—. El asunto se ha tratado como merecía, y ahora ya está resuelto.
—Pero ¿qué me dices de los despojos? —preguntó Amothus con un leve balbuceo—. Comprendo lo penoso que ha de resultarte, pero existen ciertas medidas sanitarias promulgadas por el Senado y quiero estar seguro de que todo se ha llevado del modo más conveniente.
—Quizá sea mejor que os deje —declaró fríamente Laurana, e hizo ademán de incorporarse—. Volveré cuando haya concluido esta conversación.
—¿Cómo? ¿Deseas irte cuando hace sólo unos minutos que estás aquí? —El Señor de Palanthas la observó a través de una extraña nebulosa.
—Creo que nuestra charla ha incomodado a la princesa elfa —comentó Astinus—. Su raza, como sin duda recordaréis, profesa una gran veneración a la vida. La muerte no se discute entre ellos de una manera tan cruda.
—¡Oh, por todos los dioses! —Amothus se ruborizó y se apresuró a levantarse para tomar su mano—. Te ruego que nos disculpes, querida. Mi negligencia ha sido abominable. Siéntate de nuevo, te lo suplico. Sirve un poco de vino a la Princesa —ordenó a un criado, que al instante llenó la copa de Laurana.
—Cuando yo he entrado hablabais de las Torres de la Alta Hechicería. ¿Qué sabes de ellas? —interrogó Astinus a la muchacha. A la vez que sus ojos la traspasaban hasta penetrar en su alma.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Laurana al sentir tan punzante mirada, de modo que sorbió un trago en un intento de tranquilizarse.
—Lo cierto —tartamudeó, arrepentida por haber mencionado el tema —es que preferiría que abordáramos el asunto que nos ha reunido. Estoy segura de que los generales desean volver cuanto antes junto a sus tropas y yo...
—¿Qué sabes de las Torres? —repitió Astinus.
—N-no mucho —balbuceó Laurana, asaltada por la súbita sensación de que había vuelto a la escuela y debía enfrentarse a su maestro Tenía un amigo, es decir, un conocido que se sometió a las Pruebas en la Torre de Wayreth, pero...
—Supongo que te refieres a Raistlin de Solace —la atajó, imperturbable, el historiador.
—¡En efecto! —respondió Laurana con sobresalto—.¿Cómo...?
—Soy cronista, joven Princesa. Saberlo forma parte de mi trabajo. y ahora voy a contarte la historia de la Torre de Palanthas, no sin antes advertirte que no debes considerarlo una pérdida de tiempo... porque su historia, Lauralanthalasa, está estrechamente ligada a tu destino. —Ignorando su ahogada exclamación de asombro, hizo un gesto imperativo a uno de los generales—. Abre esa cortina, está obstruyendo una de las más bellas panorámicas de la ciudad como, según creo, apuntaba la Princesa antes de mi llegada. Esta es pues la historia de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
»Debo iniciar mi relato aludiendo a las llamadas Batallas Perdidas. Durante la Era del Poder, cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar empezó a sobresaltarse ante las sombras, bautizó sus temores con un nombre concreto: ¡magos! Le espantaban tanto ellos como sus vastos poderes. No los comprendía y, por consiguiente, se convirtieron en una amenaza.
Fue fácil alzar al populacho contra los magos. Aunque respetados por todos, nunca inspiraron excesiva confianza, en primer lugar porque admitieron entre sus filas a representantes de los tres poderes del universo: los Túnicas Blancas del Bien, los Túnicas Rojas de la Neutralidad y los Túnicas Negras del Mal. A diferencia del Príncipe de los Sacerdotes, ellos supieron ver que el mundo sólo conservaba su equilibrio merced a la existencia de las tres Ordenes y que perturbarlo era abrir la puerta a la destrucción.
El pueblo se reveló pues contra los magos. Las cinco Torres de la Alta Hechicería fueron, por supuesto, sus primeros objetivos, ya que era en su seno donde se hallaba concentrado el poder de la Orden y también era en estas Torres donde los jóvenes aspirantes pasaban las Pruebas, o al menos aquéllos que osaban intentarlo. Has de saber que las distintas fases que las configuraban eran arduas o, lo que es peor, arriesgadas. El fracaso sólo podía entrañar un resultado: ¡la muerte!»
—¿La muerte? —repitió Laurana incrédula—. En ese caso Raistlin...
—Puso en juego su vida para someterse a la Prueba, y casi pagó tan alto precio. Sin embargo, eso ahora no viene al caso. Debido a la severa, o cabría decir mortífera, penalización que se imponía a quienes fracasaban empezaron a propagarse ciertos rumores sobre las Torres de la Alta Hechicería. En vano intentaron los magos explicar que no eran sino centros docentes donde los candidatos arriesgaban su vida de manera voluntaria, así como lugares donde guardaban sus libros de encantamientos, sus pergaminos y sus instrumentos arcanos. Nadie los creyó. Se divulgaron entre las gentes historias de negros rituales y sacrificios, alimentados por el Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos para satisfacer sus propios propósitos.
»Llegó al fin el día de la rebelión y, por segunda vez en la historia de la Orden, los Túnicas se reunieron. La primera vez habían creado los Orbes de los Dragones que contenían las esencias del bien y del mal, vinculadas por la neutralidad. Luego cada uno siguió su camino hasta que, aliados por una misma amenaza, se congregaron de nuevo para proteger su mundo.
»Los magos optaron por destruir dos de las Torres antes que permitir que la muchedumbre las invadiera y se entremetiera en asuntos que escapaban a su entendimiento. La demolición de estas dos Torres produjo sendas hecatombes en las regiones vecinas y asustó al Príncipe de los Sacerdotes, pues quedaba una en Istar y otra en Palanthas. La tercera, situada en el Bosque de Wayreth, no inquietaba a nadie por hallarse alejada de cualquier núcleo urbano.
»Decidió entonces el Príncipe de los Sacerdotes proponer un trato a los magos, en un acceso de aparente magnanimidad. Si abandonaban las dos Torres que aún quedaban en pie, les permitiría retirarse en paz, así como trasladar sus documentos e ingenios a la Torre de Alta Hechicería de Wayreth. Aunque a regañadientes, su ofrecimiento fue aceptado.»
—¿Por qué no lucharon los magos? —interrumpió Laurana—. He visto a Raistlin y a Fizban cuando se enfadan, y no quiero imaginar qué serían capaces de hacer unos hechiceros realmente poderosos.
—Cierto, pero hay algo que no has considerado. Tu joven amigo Raistlin quedaba exhausto siempre que invocaba sus hechizos, aunque sólo fueran encantamientos menores. Y, además, cuando se utiliza uno se borra de la memoria para siempre a menos que se revise el libro y se estudie de nuevo. A los magos del más alto nivel les ocurre lo mismo. Es así como los dioses nos protegen de criaturas que, de otro modo, llegarían a ser demasiado poderosas y aspirarían incluso a la divinidad. Los magos necesitan dormir, hallar ocasiones para concentrarse, pasar sus días en continuo estudio. ¿Cómo podían resistir a un asedio masivo? Y, por otra parte, no deseaban destruir a su propio pueblo.
»Todas estas razones los impulsaron a acceder a los deseos del Príncipe de los Sacerdotes. Incluso los investidos con la Túnica Negra, indiferentes al populacho, comprendieron que acabarían por ser derrotados y quizá se perdería la magia para un mundo futuro. Así que se retiraron de la Torre de la Alta Hechicería de Istar, y poco después el Príncipe decidió ocuparla. Acto seguido le llegó el Turno a esta mole que ves frente a ti, la de Palanthas. Pero la historia de esta Torre está preñada de horrores.»
Astinus, que había relatado aquellos sucesos con una voz monótona, desprovista de emoción, asumió, de pronto, una actitud solemne y acaso ominosa.
—Recuerdo bien aquel día —prosiguió más para sí mismo que para su callada audiencia—. Los magos me trajeron sus libros y pergaminos para que los custodiase en la biblioteca, ya que tenían más documentos de los que podían trasladar a la Torre de Wayreth. Sabían que yo los guardaría como un tesoro. Muchos de los libros de hechizos eran antiguos e ilegibles, pues habían sido protegidos con encantamientos especiales cuya Clave se había perdido. La Clave...
Astinus enmudeció, absorto en sus reflexiones. Pero pasados unos minutos suspiró, como para desechar negros pensamientos, y continuó.
—Los habitantes de Palanthas se congregaron en tomo a la Torre cuando el sumo dignatario de la Orden, el Mago de la Túnica Blanca, cerró sus delicadas puertas de oro con una llave de plata. El Señor de Palanthas lo contemplaba sin poder contener su ansiedad, y todos sabían que pretendía mudarse a sus estancias como había hecho su predecesor, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Sus ojos escudriñaban la Torre animados por la irrefrenable ambición de descubrir las maravillas, tanto benévolas como perversas, que según los rumores encerraba.
—De todos los insignes edificios de Palanthas —murmuró Amothus—, la Torre de la Alta Hechicería era el más espléndido. Ahora, sin embargo...
—¿Qué ocurrió? —preguntó Laurana sintiendo un creciente frío a medida que la noche se enseñoreaba de la sala, y deseosa de que alguien ordenara a los sirvientes encender las velas.
—El Mago extendió la mano para entregar la llave de plata al Señor de la ciudad cuando, de pronto, un hechicero de Túnica Negra apareció en una de las ventanas de los pisos superiores —continuó Astinus con voz cavernosa y triste—. Todos enmudecieron presas del pánico, y él proclamó en medio del silencio: «Estas puertas permanecerán cerradas, y las estancias que guardan vacías, hasta el día en que llegue el Amo del Pasado y del Presente investido de un nuevo poder.» El perverso mago se lanzó entonces al aire, cayendo sobre la verja, y en el instante en que las púas de oro y plata traspasaron sus vestiduras sumió a la Torre en una maldición. Su sangre formó un charco en el suelo, a la vez que las metálicas puertas se retorcían y se tomaban negras. La refulgente mole alba y rojiza también se ensombreció hasta asumir un gris ceniciento, antes de que sus negros minaretes se desmoronasen.
»El Señor de Palanthas se apresuró a huir con el gentío y, en el día de hoy, no hay nadie que haya osado acercarse aún a la Torre de Palanthas. Ni siquiera los kenders —Astinus esbozó una leve sonrisa— que a nada temen en este mundo. Tan poderosa es la maldición que mantiene alejados a todos los mortales...»
—Hasta que regrese el Amo del Pasado y el Presente —repitió Laurana.
—¡Aquel hombre estaba loco! —exclamó despreciativo lord Amothus—. Ningún hombre posee el dominio del tiempo, a menos que tú, Astinus, tengas ese don.
—¡En absoluto! —protestó el cronista con un tono tan cavernoso que todos lo miraron sorprendidos—. Yo recuerdo el pasado y registro el presente, pero no pretendo ejercer control sobre ellos.
—Eso corrobora mi opinión sobre aquel pobre demente —declaró el Señor encogiéndose de hombros—. y ahora estamos obligados a soportar una visión tan ofensiva como la Torre porque nadie accede a vivir en su proximidad ni a acercarse lo bastante para derruirla.
—Creo que destruirla sería una injusticia —replicó Laurana con tono amable, al mismo tiempo que contemplaba la Torre a través de la ventana—. Pertenece a este lugar.
—En efecto, joven Princesa —apostilló Astinus sin cesar de taladrarla con sus penetrantes ojos.
Las sombras de la noche fueron acumulándose mientras, hablaba el cronista. Pronto la Torre quedó envuelta en penumbra, en una negrura que aún destacaba más por oposición a las luces que se encendían paulatinamente en el resto de la ciudad. Parecía que Palanthas quería rivalizar con el fulgor de las estrellas, si bien Laurana no pudo evitar el pensar que aquel redondo espacio de tinieblas siempre estaría presente en el ánimo de todos.
—¡Cuán triste y trágico! —susurró la Princesa, sintiéndose forzada a hablar porque Astinus no dejaba de escudriñarla—. Y ese contorno oscuro que he visto revolotear, atrapado en la verja... —se interrumpió, asaltada por un súbito temor.
—Loco de atar —insistió Amothus en lóbrega actitud—. Suponemos que son los restos del cuerpo del mago suicida, pero nadie se ha acercado lo suficiente como para comprobarlo.
Laurana se estremeció. Sujetándose con las manos su dolorida cabeza, comprendió que el siniestro relato que acaba de oír invadiría sus sueños durante muchas noches y deseó no haberle prestado atención. ¡Estrechamente ligado a su destino! Enfurecida, desechó tal pensamiento. Al fin y al cabo no importaba, no tenía tiempo para estas cavilaciones. Su destino ya se auguraba bastante sombrío sin necesidad de agregarle el aditamento de una historia surgida del mundo de las pesadillas.
Astinus, que parecía haber leído sus reflexiones, se levantó de manera abrupta y ordenó que encendieran más luces.
—El pasado se ha perdido —apuntó con frialdad, prendida su mirada de Laurana. Tu futuro te pertenece. Y tenemos mucho trabajo que completar antes de que amanezca.
Al mando de los caballeros de Solamnia.
—En primer lugar deseo leer un comunicado del Comandante Gunthar, que recibí hace escasas horas. —El Señor de Palanthas extrajo un pergamino de los pliegues de sus vestiduras de lana, finamente tejidas, y lo desplegó sobre la mesa para alisarlo. Apartó entonces la cabeza, enfocando su vista a una cierta distancia, en un intento de descifrarlo.
Laurana, convencida de que se trataba de la respuesta a un mensaje suyo que había instado a Amothus para que lo enviara dos días antes, se mordisqueó el labio con impaciencia.
—Está algo rasgado —se disculpó el Señor de Palanthas—. Los grifos que tan amablemente nos han facilitado los caballeros elfos —distinguió con una inclinación de cabeza a Laurana, quien respondió a la diferencia refrenando el impulso de arrancarle el documento de las manos— no han aprendido a transportar estos pergaminos sin arrugarlos y romperlos. ¡Ah, ahora lo entiendo! «Del Comandante Gunthar a Amothus, Señor de Palanthas. Saludos.» Es un hombre encantador —comentó, levantando la mirada—. Estuvo aquí el año pasado durante las Fiestas de Primavera que, por cierto, se celebrarán dentro de tres semanas, querida. Quizá quieras honrarnos con tu asistencia.