La reina oculta (50 page)

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Authors: Jorge Molist

Llegamos a Narbona en búsqueda de respuestas a nuestras preguntas y ahora las teníamos. De alguna forma, nuestra misión, la razón para estar juntos, había dejado de existir y comprendí que el viaje a Cabaret para recuperar los documentos sustraídos por la Dama Loba no era más que una excusa. Quizá Hugo tuviera motivos para ir, porque era caballero de Sión, pero Guillermo no. La única razón de Guillermo era su amor por mí, un amor que le forzaba a luchar contra los suyos, a traicionar al legado papal. Por un tiempo, su entrega, su pasión, lo convirtió en mi favorito. Pero Hugo, del que llegué a dudar, estaba más solícito que nunca y no ocultaba los celos desesperados que a veces le arrebataban. Me declaraba su devoción siempre que podía mostrando ahora tanto cariño o más que su rival.

Sólo quedaba algo por hacer; que yo tomara partido por uno de ellos. Una dama con dos galanes paseándose por la ensangrentada tierra occitana era un absurdo; aquello no podía continuar. Debía decidirme, de lo contrario, quizá terminaran por matarse al primer envite. Pero me tranquilizaba pensar que ese peligro quedaba atrás; habíamos pasado demasiado juntos. De cuando en cuando, se decían uno al otro: «Lamentaré mataros cuando lo haga», y la respuesta sonriente era: «Fatuo catalán; seré yo quien os mate», pero yo sabía que bromeaban, que eran camaradas y que había mucho de hermanos entre ellos.

Pero era incapaz de decidirme. Guillermo suplicaba para que le acompañara a su país. Me decía que renunciaría a su carrera eclesiástica, que allí estaría segura, que todo lo suyo era mío y que si algún temor me quedaba, nos iríamos a Tierra Santa. Hugo quería llevarme a Cataluña, al castillo de su padre en Mataplana. Me aseguraba que allí sería reina, que era lugar de trovadores y que todos me cantarían. Yo sonreía diciendo que primero debíamos recuperar los documentos perdidos, pero en realidad nada me importaban; era una excusa para no renunciar a uno de ellos.

A veces miraba a Hugo y pensaba que era él. Había sido mi primer amor y jamás dejó de serlo. Mi corazón aún se aceleraba cuando a veces nos rozábamos sin pretenderlo y me invadía una gran ansia por besarle, por abrazarle, por unir mi cuerpo al suyo.

Pero allí estaba Guillermo y su presencia evitaba que me decidiera por el de Mataplana, porque la devoción que me ofrecía el franco, el amor que me manifestaba era infinito. Le había temido y odiado al conocerle, pero, poco a poco, otros sentimientos me vencieron. Lo nuestro fue creciendo, incluso superando, a ratos, lo de Hugo. Me sentía confusa, muy confusa.

Y así me debatía sumida en mis pensamientos. Debía decidirme. Pero ¿por cuál? En realidad deseaba que aquel tiempo de los tres juntos no terminara nunca, que fuera infinito. Vivíamos una época horrible donde el diablo y la muerte cabalgaban juntos, arrasando campos y ciudades, pero para mí era el tiempo del amor. Yo no lo había querido así. Pero así era.

Hacíamos nuestro camino, tranquilos, sin prisa. Acampábamos en los lugares más bellos, a veces sólo unos momentos, para la contemplación: en las orillas de los remansos del Aude, en los prados, en los bosques donde los rayos del sol se filtraban a través de las hojas aún verdes de los árboles... La guerra había dejado de existir para nosotros y, al poco de detenernos, sonaban las vihuelas y la guitarra, cantábamos, reíamos, gozábamos de nuestra compañía y del momento efímero.

Pero con frecuencia, al igual que las primeras señales de otoño, que daba ya noches frías y alguna hoja amarillenta, nos topábamos con las huellas de la tragedia que tan ajena queríamos suponer. En ocasiones, era el encuentro macabro de un cadáver que llevaba semanas insepulto; otras, simples noticias que nos transmitían los caminantes.

Fueron unos mercaderes escoltados por una potente tropa, para protegerse de los muchos desesperados que aún rondaban los caminos, quienes nos lo dijeron.

El legado papal Arnaldo había excomulgado de nuevo al conde de Tolosa.

No por anticipada, la noticia dejó indiferentes a mis caballeros. Hugo se indignó, lamentándose de la naturaleza traidora del abad del Císter, que, habiendo derrotado al vizconde Trencavel, atacaba ahora al conde de Tolosa con la excusa de que no había cumplido con sus compromisos de Saint Gilles, sin haberle dado tiempo para hacerlo, ya que, hasta hacía pocos días, éste estuvo junto a los cruzados.

—El arte de la guerra —comentó Guillermo con una sonrisa.

—Sí, una jugada maestra de traición —repuso Hugo iracundo.— Pero no tiene nada que ver con Dios, con el Dios que Arnaldo dice representar.

—¿Hay alguna guerra de Dios? —quise saber.

Me miraron en silencio. Aún les sorprendía al intervenir en conversaciones políticas.

—No lo sé —repuso Hugo al fin.— Pero hay guerras justas. Y ésta es muy injusta.

—La cruzada sigue y eso no le gustará a vuestro rey Pedro —dijo Guillermo con un tonillo irónico.

—¿Os dais cuenta de que quiere terminar con todos los caballeros de Sión de los que conoce su identidad? —insistió el de Mataplana.

—¿Y ése es el motivo de la excomunión? —interrogué.

—¿Cuál si no?

Y la pregunta quedó en el aire, sin respuesta.

Aquellos días hermosos terminaron bruscamente. Estábamos a poco menos de un día de camino de Cabaret cuando un trino, que resultó no ser de un pájaro, alertó a Hugo.

—Nos están vigilando —dijo.

—¿Quién? —inquirió Guillermo.

—Son rastreadores de Peyre Roger de Cabaret. Nuestro amigo debe de estar preparando algo.

Yo sentí aprensión, pero mis dos caballeros, quizá aburridos de tanta música y paz, se mostraron excitados. Se fueron hacia un grupo de matojos cercanos a un bosque y consiguieron localizar al falso pájaro. Conocidos de Cabaret, el hombre no tuvo inconveniente en indicarles por dónde la partida de su señor trotaba.

Fuimos a su encuentro y, cuando Peyre Roger y los suyos vieron a Hugo y al Caballero del Ruiseñor, nos recibieron con grandes muestras de alegría. Eran unos veinticinco jinetes que venían muy contentos. Acababan de asaltar una unidad de aprovisionamiento de los cruzados y llevaban con ellos un buen botín en caballos, armas y vituallas.

—Nuestros exploradores han localizado, a un par de millas en dirección a Carcasona, otra presa interesante —nos dijo el de Cabaret después de los saludos.— Os invitamos a uniros a nosotros. Echábamos en falta a Hugo de Mataplana y a su amigo el Caballero del Ruiseñor.

Ambos aceptaron encantados y Guillermo quitó el cuero que cubría su escudo para que el ruiseñor rojo, representado elevando su pico para cantar, se mostrara de nuevo.

Me hicieron quedar con dos escuderos que no entraban en combate porque vigilaban el botín y se despidieron de mí sin ni siquiera darme la mano para no delatar mi condición. Y se fueron felices, bromeando, dejándome con una angustia infinita.

Troté hasta una colina cercana para verles más tiempo, pero al poco desaparecieron por el camino. Después, mientras vigilaba el caballo cargado con los legajos, contemplé melancólica a la silenciosa guitarra y a la vihuela callada, sujetas encima de los fardos.

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«Sun cheval brochent, laiset curre a esforz vait le ferir li quens quanque il pout.»

[(«Espolea su caballo, da rienda suelta a su fuerza, corre a herirle todo cuanto pueda.»)]

La Chanson de Roland, XCIII

Hugo confiaba en el buen criterio militar de Peyre Roger de Cabaret, pero se dijo que aquella correría les llevaba muy cerca de Carcasona. Eran una docena de jinetes que protegían un carromato tirado por mulas, y el asalto se inició con una persecución.

—No me gusta. Debiéramos haberles emboscado en lugar de correr tras ellos —le dijo a Guillermo.

No supo si éste le oyó debido al fragor de la carga y a que ambos tenían el yelmo calado.

Los caballeros cruzados huyeron adelantándose al carro y los de Cabaret, al alcanzar el vehículo, ordenaron a los conductores que lo detuvieran. Fue entonces, al parar éste, cuando los cueros que cubrían la carga cayeron mostrando algo parecido a una pequeña fortificación de madera y, protegidos detrás de ella, una docena de soldados.

Estaban provistos de ballestas y picas, y de inmediato asaetearon a los caballeros occitanos. Al mismo tiempo, los perseguidos giraron sus monturas cargando contra ellos.

—¡Maldita sea! Me lo figuraba —murmuró Hugo entre dientes.— ¡Es una trampa!

Pero era demasiado tarde para dar la vuelta. La vanguardia, con Peyre Roger, Guillermo y Hugo al frente, chocó, lanza al ristre, contra los jinetes cruzados con estrépito de hierros y gritos. Mientras, los caballeros de Cabaret que iban atrás intentaban acabar con los ballesteros protegidos en su castillete de madera dentro del carro, pero éstos les mantenían a raya con sus picas. Algunos caían asaetados mientras intentaban derribar a los soldados a sablazos. Hugo, después de un intercambio de golpes con su oponente, logró herir en un brazo al hombre, que, rehuyendo el combate, clavó espuelas y escapó.

Vio que Guillermo había derribado al suyo y le gritó:

—Debiéramos retirarnos ahora que podemos —su voz resonaba dentro de la celada.— Están a punto de llegar los suyos emboscados.

—Tenéis razón —repuso el Caballero del Ruiseñor.

Pero fue entonces cuando oyeron un griterío a su espalda y Hugo supo que era demasiado tarde. Peyre Roger ordenó cargar contra los que llegaban y, dando la vuelta, tuvieron que cruzar por donde se luchaba contra el carro fortificado. En la carga, Hugo vio que los recién llegados les superaban en número, pero el choque fue inmediato, sin tiempo para reaccionar. Ya estaba enzarzado en la lucha cuando vio el león rampante de los Montfort luciendo en un escudo y túnica. Pensó que no podía ser Simón, pero que con toda probabilidad sería su hijo Amaury.

Habían caído en una trampa. La incursión acabaría en un trágico fracaso, pero Hugo se dijo que, si mataba al heredero del usurpador del vizcondado, la convertiría en una gran victoria. El de Montfort intercambiaba mandobles con uno de los de Cabaret.

Hugo lo tenía cerca. Decidió jugarlo todo a un solo envite. Clavó espuelas a su destrer y lo lanzó sobre Amaury. Con la espada alzada, encontró el hueco y le descargó con todas sus fuerzas un golpe mortal en el cuello.

—¡No! —oyó.

Y en el último instante, en lugar de hundirse su arma en el cuerpo del enemigo, sintió con un gran estruendo el fortísimo impacto de hierro chocando contra hierro. Era Guillermo, que con su espada había detenido la suya. La reacción de Amaury fue muy rápida. Su oponente recibió el ataque de otro cruzado y eso le permitió revolverse y cambiar de lado y dio con su zurda un tremendo tajo a su propio primo, sin saber quién era y sin darse cuenta de que le acababa de salvar la vida.

Mientras Guillermo se desplomaba, Amaury soltó un alarido de victoria al advertir que había derribado al famoso Caballero del Ruiseñor.

—¡Huyamos de aquí! —gritó el de Cabaret.

Hugo vio a varios caballeros cruzados que rodeaban a Amaury de Montfort celebrando su éxito. Comprendió que había perdido la oportunidad de terminar con él y apenado, se unió a la cuña que formaban los de Peyre Roger y, abriéndose paso a mandobles, rompieron las filas cruzadas en busca del camino a Cabaret, el refugio inexpugnable de la Montaña Negra.

Fue sólo entonces cuando Hugo se percató de la tragedia. Atrás dejaba a su compañero, su rival, pero más que nada a su amigo. Y notó sus ojos llenándose de lágrimas, pensando que jamás volverían a bromear, a competir cantando, a correr aventuras, a reír juntos. Sintió una terrible tristeza y un rencor profundo hacia Amaury, que tan mal pagaba a quien le salvó la vida. Él era el símbolo de lo que los cruzados representaban, de su crueldad, de su fanatismo, de la rapiña, de la destrucción que sembraban en Occitania.

Dio un tirón de bridas y frenó su caballo.

—Hugo, ¿qué hacéis? —inquirió Peyre Roger deteniendo su montura mientras los supervivientes de la partida continuaban en su huida.

Pero Hugo apenas escuchaba. Su vista buscaba a Guillermo. Vio su cuerpo y al ruiseñor rojo tendidos en el suelo, rodeado de enemigos, y se preguntó si de verdad estaba muerto y si algo podría hacer todavía por él.

—Lo siento por vuestro amigo y por los nuestros que han caído —insistió el de Cabaret,— pero venid con nosotros, rápido, en cualquier momento saldrán a perseguirnos, son muchos más. La venganza deberá esperar.

Pero el de Mataplana observaba la celebración, los parabienes de los cruzados a Amaury y vio como éste, rodeado de los suyos, descendía del caballo y se quitaba la celada. Los cruzados querían ver el rostro al famoso Caballero del Ruiseñor. Entonces, se dio cuenta de que aún tenía una posibilidad de cargar y decapitar de un tajo al hijo de Montfort. Estaba desprotegido y quizá fuera aquélla la única oportunidad de vengar a su amigo. Y dirigió su caballo de vuelta al campo de batalla.

—Hugo, ¡no seáis loco! —le gritó Peyre Roger.— ¡Venid conmigo! Es un suicidio.

Quizá podáis entrar en ese círculo, pero nunca saldréis.

Pero el caballero, con el corazón encogido de pena y las lágrimas corriendo por sus mejillas, no le escuchaba. Poco a poco, puso al trote su destrer y otra vez desenfundó la espada.

—¡Por Dios, qué hermosa locura! —se dijo Peyre Roger notando sus propios ojos húmedos.— Que Jesucristo os acoja en su seno, buen amigo.

Su instinto le pedía acompañar a Hugo, pero su razón le hablaba de su responsabilidad sobre su gente. Giró el caballo y lo puso al galope para alcanzar a los suyos, mientras rezaba por el catalán.

Iniciando el galope, Hugo supo que no había marcha atrás, vio el hueco por donde entrar y la cabeza que quería cercenar. También supo que Peyre Roger de Cabaret tenía razón; eran demasiados. Si cargaba dentro de aquel círculo, jamás saldría vivo.

Amaury consiguió al fin quitarle la celada al Caballero del Ruiseñor y se encontró con el rostro lívido de su querido primo. La vida se le escapaba a chorros por la herida del cuello. Se arrodilló y lo sostuvo sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Después de unos cuantos susurros, un silencio sepulcral se abatió sobre los caballeros cruzados. Todos le reconocieron, era su camarada.

—Te quiero, primo —musitó Guillermo mirando con ojos ya vidriosos a Amaury.

Este se quedó inmóvil. Ni siquiera oía el golpeteo de los cascos del destrer avisándole de que su verdugo se acercaba. La mirada del de Montmorency quedó fija en el cielo. Amaury supo que acababa de morir y un aullido de dolor infrahumano surgió de su garganta hasta casi romper sus cuerdas vocales. Jamás había sentido una pena tan grande, una culpa tan horrenda. Notaba que el infierno ardía en su pecho, que deseaba poder dar su propia vida a cambio de retroceder en el tiempo, aunque fuera sólo por un momento, y cambiar aquel destino injusto y terrible.

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