La Romana (2 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

Ella contestó con cierta vaguedad:

—Es una gente con mucha palabrería, pero de dinero, nada...

Una chica tan guapa como tú debe ir siempre con señores.

—¿Qué señores...? Yo no conozco a ningún señor.

Me miró y, con más vaguedad aún, concluyó:

—Por ahora, puedes hacer de modelo... Más adelante, veremos... Una cosa trae otra.

Pero había en su cara una expresión reflexiva y ávida que casi me asustó. Aquel día no le pregunté nada más.

Por lo demás, las recomendaciones de mi madre eran superfluas porque yo entonces era muy seria, debido en parte a mi misma juventud.

Después de aquel pintor, encontré otros y pronto fui bastante conocida en el ambiente de los estudios. Debo decir que, en general, los pintores eran casi todos bastante discretos y respetuosos, aunque es verdad que hubo más de uno que no me ocultó sus sentimientos. Pero a todos los rechacé con tanta dureza que pronto me hice una reputación de virtud huraña.

He dicho que los pintores eran casi siempre bastante respetuosos. Supongo que esto se debía, sobre todo, a que su objeto no era hacerme la corte, sino pintarme y dibujar mi cuerpo, y dibujando y pintando me veían, no con ojos de hombre, sino de artista, igual que si fuera una silla o un objeto cualquiera. Estaban acostumbrados a las modelos y mi cuerpo desnudo, aunque joven y procaz, les hacía poca impresión, como les ocurre también a los médicos. Pero los amigos de los pintores me producían, a veces, cierto embarazo. Entraban y se ponían a conversar con el artista. Y yo me daba cuenta en seguida de que, por muy despreocupados que fingieran estar, no podían apartar sus ojos de mi cuerpo. Otros eran más descarados y empezaban a vagar adrede por el estudio a fin de mirarme a su gusto por todas partes. Fueron aquellas miradas, además de las oscuras alusiones de mi madre, las que despertaron mi coquetería y, al mismo tiempo, me dieron conciencia de mi belleza y del provecho que de ella podía sacar. Y al cabo de algún tiempo, no sólo me habitué a las indiscreciones de los visitantes, sino que no pude menos que experimentar cierta complacencia al sorprender alguna turbación en ellos o alguna desilusión si los veía realmente indiferentes. De esta manera, a través de la vanidad, pasé insensiblemente a pensar que, como decía mi madre, en cuanto quisiera, podría mejorar mi situación sirviéndome de mi belleza.

Pero en aquella época yo pensaba sobre todo en casarme. Mis sentidos no se habían despertado aún y los hombres que me miraban mientras posaba, no suscitaban en mi ánimo sentimiento alguno, fuera del de la vanidad. Entregaba a mi madre todo el dinero que ganaba y cuando no posaba me quedaba con ella en casa ayudándola a cortar y coser camisas, nuestro único medio de subsistencia desde que había muerto mi padre, que era ferroviario.

Vivíamos en un pequeño apartamento, en el segundo piso de una casa larga y baja, construida precisamente para los empleados de ferrocarriles cincuenta años antes. La casa se alzaba junto a un paseo suburbano al que daban sombra unos plátanos. A un lado había una hilera de casas semejantes a la nuestra, todas iguales, de dos pisos, con las fachadas de ladrillos sin enjalbegar, doce ventanas, seis en cada piso, y una puerta en medio, y en el otro lado, entre torre y torre, se desanudaban las murallas de la ciudad, que, en aquel lugar, estaban intactas y abarrotadas de matorrales. Se abría una puerta en la muralla a pocos metros de nuestra casa.

Junto a la puerta, pegado a la muralla, había un parque de atracciones que, en verano, encendía sus luces y dejaba oír sus músicas. Desde mi ventana podía ver un poco de través las guirnaldas de bombillas de colores, los techos embanderados de los pabellones y la multitud que se apretujaba en torno a la puerta, bajo las ramas de los plátanos. Oía a menudo y distintamente las músicas y por las noches solía quedarme oyéndolas y soñando despierta. Me parecía que llegaban de un mundo inalcanzable, al menos para mí, y ese sentimiento me lo reforzaban la angustia y las sombras de mi habitación. Era como si toda la población se hubiera reunido en el parque de atracciones y sólo faltara yo. Hubiera querido levantarme e ir, pero no me movía de la cama y las músicas seguían sonando impertérritas toda la noche y me hacían pensar en una privación definitiva por no sabía qué culpas que ignoraba haber cometido.

A veces, oyendo aquellas músicas, llegaba a llorar por la amargura de sentirme excluida. Entonces era muy sentimental y cualquier cosa, una desatención de una amiga, un reproche de mi madre, una escena conmovedora en el cine, bastaba para hacerme derramar unas lágrimas. Es posible que nunca hubiera experimentado ese sentimiento de un mundo feliz y prohibido si mi madre no me hubiera mantenido durante mi infancia tan alejada de aquel parque de atracciones como de cualquier otra diversión. Pero la viudez de mi madre, su pobreza y, sobre todo, su hostilidad para con las distracciones de las que su suerte había sido tan avara, no me permitieron poner los pies en el parque de atracciones ni en ningún otro lugar de diversión hasta mucho más tarde, cuando ya era muchacha y mi carácter estaba formado. Probablemente se debe a esto que toda la vida haya experimentado una sospecha de estar excluida del mundo alegre y brillante de la felicidad. Sospecha de la que no consigo liberarme en ningún momento, ni siquiera cuando estoy segura de ser feliz.

Ya he dicho que entonces pensaba sobre todo en casarme y ahora puedo explicar cómo se me ocurría este pensamiento. La calle del barrio suburbano en la que se alzaba nuestra casa penetraba un poco más arriba en una zona menos pobre. En vez de las alargadas y bajas casas de los ferroviarios que parecían cansados y polvorientos vagones de tren, surgían numerosos chalets rodeados de jardines. No eran lujosos, pues en ellos habitaban empleados y pequeños comerciantes, pero, comparados con nuestra sórdida casa, daban la sensación de una vida más desahogada y alegre. Ante todo, eran distintos el uno del otro y no mostraban los desconchados, los renegridos y las grietas que en mi casa y en las otras como la mía hacían pensar en un antiguo desamor de sus habitantes, y después, los pequeños pero espesos jardines que los rodeaban sugerían la idea de una celosa intimidad, apartada de la confusión y de la promiscuidad de la calle. En cambio, en mi casa la calle estaba por todas partes: en el amplio zaguán, que parecía un almacén para guardar mercancías, en la escalera ancha, sucia y desnuda, y hasta en las habitaciones cuyos muebles desvencijados y amontonados hacían pensar en los ropavejeros que, para venderlos, los exponen así en las aceras.

Una noche de verano, paseando con mi madre por la ancha calle, vi por la ventana de uno de aquellos chalets una escena familiar que me quedó grabada en la memoria y me pareció responder totalmente a la idea que yo tenía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero limpia, empapelada con papel floreado, un aparador y una lámpara en el centro, suspendida sobre la mesa preparada para la cena. Alrededor de la mesa, cinco o seis personas y entre ellas, creo, tres niños entre los ocho y doce años. En medio de la mesa, una sopera y la madre, de pie, sirviendo la sopa en los platos. Parecerá extraño, pero de todas aquellas cosas la que más me sorprendió fue la luz de la lámpara en el centro o, mejor aún, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que los objetos asumían con aquella luz.

Más tarde, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción que debía proponerme como objetivo vivir un día en una casa como aquélla, tener una familia como aquélla y alumbrarnos con aquella luz que parecía revelar la presencia de muchos afectos tranquilos y seguros.

Muchos pensarán que mis aspiraciones eran modestas. Pero hay que tener en cuenta mis condiciones de entonces. A mí, nacida en la casa de los empleados del ferrocarril, aquella villa me hacía el mismo efecto, probablemente, que a los habitantes de la villa que yo envidiaba podrían hacerles las casas más ricas y grandes de los barrios acomodados de la ciudad. Así, cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los demás.

Por su parte, mi madre hacía grandes proyectos para mí, pero me di cuenta en seguida de que eran proyectos que excluían toda clase de vida que se pareciera a la que yo deseaba. Mi madre pensaba, en resumidas cuentas, que con mi belleza podía aspirar a cualquier clase de éxito, pero no a convertirme en una mujer casada, con una familia, como las demás. Éramos muy pobres y mi hermosura se le presentaba como la única riqueza de que disponíamos, y, como tal, no únicamente mía, sino también suya, aunque no fuera más, como ya he dicho, porque había sido ella la que me había traído al mundo. Yo habría de servirme de esta riqueza de acuerdo con ella, sin ninguna consideración a las conveniencias, para mejorar nuestra situación. Probablemente se trataba, sobre todo, de una falta de imaginación. En una situación como la nuestra, la idea de aprovechar mi hermosura era lo primero que podía ocurrírsele a cualquiera. Mi madre se detuvo en esa idea y no volvió a separarse de ella.

Entonces yo tenía una imagen muy imperfecta de los proyectos de mi madre. Pero, incluso más tarde, cuando ya los conocí claramente, nunca me atreví a preguntarle por qué, con semejantes ideas en la cabeza, ella se había conformado con tanta pobreza, casada con un ferroviario. He comprendido por diversas alusiones que la causa del fracaso de mi madre fui yo precisamente, con mi nacimiento imprevisto y no deseado. En otras palabras, yo había nacido por casualidad, y mi madre, no habiendo tenido el valor de impedir mi nacimiento (como, de escucharla, debía haber hecho), se vio obligada a casarse con mi padre y a aceptar todas las consecuencias de semejante matrimonio.

Muchas veces, aludiendo a mi venida al mundo, repetía mi madre: «Tú has sido mi ruina», frase que, al principio, me resultaba oscura y me producía dolor, y cuyo significado pude comprender más tarde. Aquellas palabras querían decir: «Sin ti, no me hubiera casado y ahora iría en coche.» Se comprende que, pensando así sobre su propia vida, no quisiera que su hija, mucho más bonita que ella, cometiera los mismos errores y fuera a tropezar con el mismo destino. Y aun hoy, que puedo ver las cosas con suficiente perspectiva, no me atrevo a asegurar que estuviera equivocada.

Para mi madre, tener una familia había querido decir pobreza, servidumbre y pocos goces pronto finalizados con la muerte de su marido. Era natural, si no justo, que considerara la vida honesta y familiar como una desventura y que estuviera ojo avizor para que yo no me dejara seducir por los mismos espejismos que la habían perdido a ella.

A su modo, mi madre me quería mucho. Por ejemplo, cuando empecé a acudir a los estudios de pintores, me hizo un par de vestidos, uno de dos piezas, falda y bolero, y el otro, de una sola pieza. A decir verdad, hubiera preferido un poco de ropa interior, pues cada vez que tenía que desnudarme me avergonzaba el mostrar mi ropa interior burda, gastada y con frecuencia poco aseada, pero mi madre opinaba que por debajo podía ir de cualquier modo, que lo que importaba, sobre todo, era que me presentara bien.

Escogió dos telas baratas, de dibujos y colores brillantes, y ella misma cortó los vestidos. Pero como era camisera y nunca había hecho de costurera, por más que puso todo su empeño se equivocó en los dos vestidos. Recuerdo que el de una sola pieza hacía un pliegue en el escote por el que se me veía el pecho y así tuve que llevar siempre un imperdible. El otro, de dos piezas, tenía el bolero tan pequeño que la cintura, el pecho y las muñecas quedaban fuera; en cambio la falda era demasiado ancha y hacía unos pliegues horribles en el vientre. A mí me pareció todo muy bien, ya que hasta entonces aún había vestido peor, con unas falditas que dejaban al descubierto los muslos, y unos jerseys y unos chales que eran dignos de verse.

Mi madre me compró también un par de medias de seda. Hasta entonces, siempre había llevado calcetines hasta media pierna, con las rodillas al descubierto. Estos regalos me llenaron de alegría y de orgullo. No me cansaba de admirarlos y de pensar en ellos y andaba por la calle tiesa y con mucho cuidado, como si llevara un vestido precioso de una gran firma, y no aquellos andrajos.

Mi madre pensaba siempre en mi porvenir y no pasó mucho tiempo sin que empezara a mostrarse descontenta de mi oficio de modelo. Según ella, ganaba muy poco y, además, los pintores y sus amigos eran gente pobre y en los estudios no había esperanza de conseguir alguna amistad útil. De pronto, se le metió en la cabeza que yo podría ser bailarina. Estaba siempre llena de ideas ambiciosas, mientras yo no pensaba, como he dicho antes, más que en una vida tranquila, con un marido y unos hijos. La idea de la danza se le ocurrió al recibir un encargo del director de una compañía de variedades que se exhibía, entre dos películas, en el escenario de un cine del barrio. No es que creyera que la profesión de bailarina fuera muy productiva en sí, pero, como repetía a menudo: «Una cosa trae la otra», y, mostrándose en un escenario, había siempre la posibilidad de encontrar algún señor.

Un día, mi madre me dijo que había hablado con aquel director y que él la había animado a llevarme a verlo. Fuimos por la mañana al hotel en el que se alojaba el director con toda la compañía. Recuerdo que el hotel era un palacio viejo y enorme próximo a la estación. Era casi mediodía, pero los pasillos estaban todavía oscuros. El tufo del sueño, incubado en cien habitaciones, llenaba el aire y cortaba el aliento. Recorrimos varios de aquellos pasillos y, por fin, encontramos una especie de antesala oscura en la que tres bailarinas y un músico sentado ante un piano hacían ejercicio en aquella penumbra como si estuvieran en el escenario. El piano estaba en un rincón, junto a la puerta de vidrios esmerilados del retrete y en el rincón opuesto había un gran montón de sábanas sucias.

El músico, un viejo macilento, tocaba de memoria y, según me pareció, como pensando en otra cosa o tal vez durmiendo. Las tres bailarinas eran jóvenes y se habían quitado los corpiños, quedándose sólo con la falda, con el pecho y los brazos desnudos. Se cogían unas a otras por la cintura y cuando el pianista tocaba, avanzaban juntas hacia el montón de sábanas sucias, levantando las piernas, haciéndolas oscilar primero a la derecha y después a la izquierda y, por último, con un gesto provocativo que en aquel sitio oscuro y mezquino parecía extraño, volviéndose y moviendo con fuerza las nalgas.

Al mirarlas y sentirlas llevar el ritmo con los pies, con un ruido fuerte y sordo en el suelo, sentí que me faltaba el ánimo. Realmente, sabía que por largas y fuertes que tuviera las piernas no había en mí ninguna disposición para la danza. Con otras dos amigas mías había recibido ya algunas lecciones de baile en una escuela de mi barrio. Ellas, al cabo de poco tiempo, sabían ya seguir el ritmo y mover las piernas y las caderas como dos bailarinas expertas, pero yo me arrastraba como si de cintura para abajo fuera de plomo. Estaba segura de no ser como las otras chicas; sentía en mí algo de pesado y macizo que ni la música conseguía soltar. Además, las pocas veces que había bailado, al sentir que un brazo me ceñía la cintura me venía una especie de languidez y abandono, de manera que, en vez de mover las piernas, no hacía más que arrastrarlas.

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