La Romana (21 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

Pero vi que mi atrevimiento no le disgustaba; sólo que le costaba aceptarlo. Era un hombre poco valeroso y le gustaba sobre todo estar siempre en regla. Pero las infracciones a la regla lo atraían porque se las permitía pocas veces.

—Al fin y al cabo, tienes razón —observó al poco tiempo con una sonrisa entre mortificada y complacida mientras probaba con la mano el colchón—. Aquí se está bien... Mejor que en mi cuarto.

—¿No te lo había dicho?

Nos sentamos en el borde de la cama.

—Gino —le dije echándole los brazos al cuello—, imagínate lo bonito que será cuando tengamos una cama para los dos... No será como ésta pero será nuestra.

Ignoro por qué hablaba así. Probablemente porque sabía con certeza que todas esas cosas eran ya imposibles y me gustaba pincharme a mí misma allí donde más me dolía el alma. Él dijo:

—Sí... sí...

Y me besó.

—Yo sé la vida que me gusta —proseguí con aquel cruel sentido de describir una cosa perdida para siempre—. No una casa tan bella como ésta... Me bastarían dos habitaciones y la cocina, pero con todas las cosas de mi propiedad y limpia como un espejo... Y vivir tranquilos en ella, y los domingos pasear juntos... Comer juntos, dormir juntos... Imagínate, Gino, lo hermoso que será.

No dijo nada. A decir verdad, yo no me conmovía al decir todo aquello. Me parecía estar recitando un papel, como un actor en el escenario. Por eso mismo era más amargo, porque aquel papel tan frío, tan exterior, que no despertaba en mi ánimo la más lejana participación, aquel papel había sido realmente el mío diez días antes. Entre tanto, mientras hablaba, Gino iba desnudándome con impaciencia y una vez más, igual que en el momento de subir a su coche, me di cuenta de que me gustaba aún y pensé con triste despecho que mi cuerpo estaba siempre dispuesto a aceptar el goce, mucho más que mi ánimo, tan distante ya, a hacerme tan bondadosa y dispuesta al perdón. Gino me acariciaba y besaba y bajo aquellas caricias y aquellos besos, sentí que mi mente se confundía y que el placer de los sentidos se imponía a la reluctancia del corazón.

—Me haces morir —murmuré por fin con sinceridad dejándome caer de espaldas sobre el lecho.

Más tarde metí las piernas entre las sábanas y él hizo lo mismo.

Yacimos juntos bajo la colcha de encaje de aquella cama suntuosa, que nos llevamos hasta la barbilla. Sobre nuestras cabezas aparecía suspendido una especie de baldaquino del que pendían en derredor unos velos blancos y vaporosos. Toda la alcoba era blanca, con ligeros y largos cortinajes en las ventanas, hermosos muebles bajos a lo largo de las paredes, espejos redondos, objetos brillantes de vidrio, de mármol y de metal. Las sábanas, finas y delgadas, eran como una caricia y en cuanto me movía un poco el colchón cedía blandamente despertando en mí un hondo deseo de sueño y de descanso. Desde el baño, por la puerta abierta, llegaba tranquilo y parlanchín el rumor del agua que caía en la bañera. Yo sentía un gran bienestar y ningún rencor contra Gino.

Aquél me pareció un momento apropiado para decirle que lo sabía todo porque estaba segura de que iba a decírselo con suavidad, sin una sombra de resentimiento.

—Así, pues, Gino —dije al cabo de un largo rato con tono acariciador —, tu mujer se llama Antonietta Partini.

Gino debía estar medio dormido, porque tuvo un violento sobresalto, como si alguien le hubiera dado de pronto un golpe en un hombro.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Y tu hija se llama María, ¿no es así?

Él hubiera querido protestar, pero me miró y comprendió que hubiera sido inútil. Teníamos los dos la cabeza sobre la misma almohada, los rostros muy próximos y yo le hablaba casi sobre su boca.

—¡Pobre Gino! —proseguí—. ¿Por qué me has dicho tantas mentiras?

Gino contestó con violencia:

—Porque te amaba.

—Si verdaderamente me amabas, hubieras debido pensar que cuando descubriera la verdad sufriría mucho... Pero no has pensado en eso, ¿eh, Gino?

—Te amaba —repitió—. Perdí la cabeza y...

—¡Basta! —le interrumpí—. En el primer instante me disgusté mucho... Nunca pensé que fueras capaz de engañarme, pero ahora ya está hecho... No hablemos más del asunto, y ahora voy a bañarme.

Retiré las sábanas, salí de la cama y fui al cuarto de baño. Gino se quedó donde estaba.

La bañera estaba llena de agua muy caliente, azulada, grata a la vista entre todas aquellas mayólicas blancas y entre tantos grifos brillantes. Me puse de pie en la bañera y poco a poco fui metiéndome en el agua. Tendida en el fondo, cerré los ojos. De la alcoba no llegaba rumor alguno. Gino debía de estar rumiando mi revelación y seguramente trataba de trazar apresuradamente un plan para no perderme. Sonreí pensando en él, perdido en el gran lecho matrimonial, con aquella noticia todavía en plena cara, como una bofetada. Pero sonreí sin malignidad, como sonreímos ante una cosa cómica que no nos afecta en absoluto, porque, como ya he dicho, no sentía ningún rencor contra él y por el contrario, conociéndolo ahora tal como era, casi me parecía sentir una especie de afecto. Después lo oí andar por la sala. Probablemente estaba vistiéndose. Al cabo de un rato apareció en la puerta del cuarto de baño y me miró con ojos de perro apaleado, como si no se atreviera a entrar.

—Entonces, no volveremos a vernos —dijo con voz apagada tras un largo silencio.

Comprendí que me amaba verdaderamente, aunque a su manera y no tanto como para que le repugnara el hecho de engañarme. Me acordé de Astarita y pensé que también éste me amaba a su manera. Mientras me enjabonaba un brazo le contesté:

—¿Por qué no vamos a vernos más? Si no hubiera querido verte, no habría venido... Nos veremos, pero con menos frecuencia que antes.

Al oír estas palabras pareció recobrar ánimos. Y entró en el baño:

—¿Quieres que te enjabone? —preguntó.

No pude menos de pensar en mi madre. También ella, después de alguna renuncia de su autoridad, se mostraba llena de consideración. Le dije secamente:

—Si quieres... la espalda, donde no puedo llegar.

Gino cogió el jabón y la esponja, me puse de pie y me enjabonó toda la espalda. Yo me miraba en un largo espejo que estaba precisamente ante el baño y creí ser aquella señora a la que pertenecían todas aquellas cosas. También ella se pondría de pie como yo y una doncella, una pobre muchacha semejante a mí, la enjabonaría y lavaría, procurando no arañarle la piel. Pensé que debía de ser muy grato que otra persona lo hiciera sin tener que usar una sus propias manos: una estaría de pie, quieta, inerte, mientras la otra se afanaría en frotarla con cuidado y servilismo. Volvió a mi mente el pensamiento de la primera vez que estuve en la villa y pensé que sin mis trapos, desnuda, valía tanto como la dueña de Gino. Pero mi destino, injustamente, había sido distinto. Enfadada dije a Gino:

—Basta... Basta...

Él cogió una toalla. Yo salí de la bañera y me la puse alrededor del cuerpo. Quiso abrazarme, tal vez para ver si lo rechazaba, y yo, erguida y envuelta en la toalla, dejé que me besara en el cuello. Después se puso a frotarme todo el cuerpo, en silencio, desde los tobillos hasta el pecho, con cuidado y habilidad, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, y cerré los ojos, pensando nuevamente que yo era la dueña y él la doncella. Gino interpretó mi pasividad como consentimiento y de pronto noté que en vez de frotarme estaba acariciándome. Entonces lo rechacé, dejé caer la toalla de mi cuerpo desnudo y seco y, caminando de puntillas con los pies descalzos, pasé a la alcoba. Gino se quedó en el baño vaciando la bañera.

Me vestí apresuradamente y después anduve por la estancia contemplando los diversos objetos. Me detuve ante el tocador, lleno de piezas de tortuga y oro. En un extremo vi, entre cepillos y frascos de perfume, una polvera de oro. La cogí y la contemplé detenidamente. Pesaba mucho, parecía oro macizo. Era cuadrada, llena de rayas y, en el broche del cierre, tenía engarzado un gran rubí. No sentía tanto una tentación como el descubrimiento. Ahora lo podía hacer todo, incluso robar. Abrí mi bolso y metí dentro la polvera que, con su pesa, cayó al fondo, entre las monedas y las llaves de casa. Al cogerlo experimenté una complacencia sensual, no muy distinta de la que sentía con el dinero que me daban mis amantes. A decir verdad, no sabía qué hacer de una polvera tan preciosa, que desde luego no encajaba ni con mis vestidos ni con la vida que llevaba. No la usaría nunca, estaba segura de ello. Pero, robándola, me pareció obedecer a la lógica que determinaba los sucesos de mi vida. Pensé que cuando se ha hecho la casa hay que poner también el tejado.

Gino volvió a la alcoba y con un escrúpulo servil puso en orden la cama y todo lo que le pareciera fuera de su sitio.

—¡Vaya! —le dije con desprecio al verle mirar en derredor, una vez acabado su trabajo, para asegurarse de que todo estaba en su sitio acostumbrado—. La dueña no notará nada... Esta vez no te echarán.

Noté en la cara de Gino una mueca de pesar al oír mis palabras; y sentí remordimiento por haberlas dicho, porque eran malignas y no tenían ninguna sinceridad.

No dijimos una sola palabra mientras bajábamos por la escalera interior de la casa, ni después, en el jardín, al subir al coche. Hacía tiempo que había anochecido y cuando el automóvil empezó a correr por las calles de los barrios elegantes, como si hubiera estado esperando a aquel momento, me puse a llorar dulcemente. Ni yo sabía por qué lloraba y, sin embargo, la amargura era grande. No estoy hecha para disimular mis desilusiones y mis accesos de cólera, y durante toda la tarde, por más que me había esforzado en aparecer serena, la desilusión y la cólera habían sellado más de un acto y de una palabra mía. Por primera vez, sollozando, sentí un verdadero resentimiento contra Gino por haberme llevado, con su traición, a experimentar unos sentimientos que me disgustaban, que no encajaban en mi carácter. Pensé que siempre había sido suave y buena y que quizá no volvería a serlo desde aquel momento, y este pensamiento me llenó de desesperación. De todo corazón hubiera querido preguntar a Gino: «¿Por qué has hecho todo esto? ¿Cómo podré olvidarlo y no pensar más en ello?» Pero guardé silencio, sorbiéndome las lágrimas y moviendo de vez en cuando la cabeza para que saltaran de los ojos, como se hace con una rama para arrancarle las frutas más maduras. Casi no me di cuenta de que íbamos atravesando toda la ciudad. Después, el automóvil se detuvo, bajé y tendí la mano a Gino, diciéndole:

—Te llamaré por teléfono.

Él me miró con una esperanza que se mudó en estupor cuando vio mi cara llena de lágrimas. Pero no tuvo tiempo de hablar porque, con un gesto de saludo y una sonrisa forzada, me alejé.

Capítulo IX

Y así, la vida volvió a girar para mí siempre en el mismo sentido y con idénticas figuras, como los tiovivos de Luna-Park que veía cuando era niña desde las ventanas de mi casa y me metían tanto júbilo en el corazón con sus luces deslumbrantes.

También en los tiovivos las figuras son pocas y siempre las mismas. Al son de una música estridente, tintineante y lamentosa, se ve pasar el cisne, el gato, el automóvil, el caballo, el trono, el dragón y el huevo, siempre los mismos durante toda la noche. Igualmente empezaron de nuevo a girar a mi alrededor las figuras de mis amantes. Aunque fueran nuevos, se parecían a los primeros. Volvió Giacinti de Milán, trayéndome unas medias de seda como regalo, y durante unos días lo vi cada noche. Después Giacinti volvió a marcharse y vi nuevamente a Gino, una o dos veces por semana. Las demás noches iba con otros hombres que encontraba por la calle o que Gisella me presentaba. Los había jóvenes, menos jóvenes y viejos; algunos, simpáticos que me trataban con cortesía, y otros, desagradables que me consideraban como un objeto de compraventa. Pero, en resumidas cuentas, como había decidido no aficionarme a ninguno, en el fondo era siempre el mismo cantar. Nos encontrábamos por la calle o en el café, algunas veces íbamos a cenar y después corríamos a mi casa. Allí nos encerrábamos en mi habitación, hacíamos el amor, hablábamos un poco y después el hombre pagaba y se iba y yo volvía a la sala, donde encontraba a mi madre que me esperaba. Si tenía hambre, cenaba, y después me acostaba.

En algunas ocasiones, si todavía era temprano, salía otra vez a la calle en busca de otro hombre. Pero también pasaban días enteros sin ver a ninguno y me quedaba en casa sin hacer nada. Me había hecho muy perezosa, de una indolencia triste y voluptuosa en la que parecía desahogarse el hambre de descanso y de tranquilidad, no sólo mía sino también de mi madre y de toda la gente siempre fatigada y siempre pobre. A veces, sólo la vista de la caja de nuestros ahorros vacía conseguía echarme de casa y pasear por las calles del centro en busca de compañía, pero muchas veces mi pereza era más fuerte y prefería que Gisella me prestara el dinero o que mi madre fuera a las tiendas a comprar a crédito.

Y sin embargo, no puedo decir que aquella vida me disgustara realmente. Pronto me di cuenta de que mi inclinación por Gino no tenía nada de particular ni era única, pues, en el fondo, casi todos los hombres me gustaban por algún motivo. No sé si esto les sucede a todas las mujeres que hacen el mismo oficio que yo o si indica la presencia de una vocación especial; sólo sé que cada vez experimentaba un estremecimiento de curiosidad y de esperanza y que pocas veces sufría una decepción. De los jóvenes me gustaban los cuerpos longuilíneos, delgados, todavía adolescentes, los gestos torpes, la timidez, los ojos acariciantes, la frescura de labios y de cabellos; de los maduros me gustaban los brazos musculosos, los pechos amplios y llenos, aquel no sé qué de macizo y poderoso que la virilidad pone en los hombros, en el vientre y en las piernas, y por último hasta los viejos me gustaban, porque el hombre, a diferencia de la mujer, no está ligado a la edad y aun en la vejez conserva su atractivo o adquiere otros de un género peculiar.

Cambiar cada día de amante me permitía distinguir a simple vista cualidades y defectos, con aquella observación exacta y penetrante que se adquiere sólo a través de la experiencia. Además, el cuerpo humano era para mí una fuente inagotable de misteriosa e irascible complacencia, y más de una vez me sorprendí escrutando con los ojos o acariciando con las puntas de los dedos los miembros de mis compañeros de una noche, como si más allá de las relaciones superficiales que nos unían quisiera descubrir el significado de su atractivo y explicarme a mí misma por qué me sentía tan atraída a ellos. Pero procuraba disimular todo lo posible aquella atracción porque aquellos hombres, en su vanidad siempre despierta, hubieran podido interpretarla por amor y pensar que estaba enamorada de ellos, cuando en realidad el amor, por lo menos tal como ellos lo entendían, no tenía nada que ver con mi sentimiento que, a lo sumo, se parecía a la reverencia y al estremecimiento que experimentaba antes al realizar ciertos actos religiosos en la iglesia.

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