La selección (4 page)

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Authors: Kiera Cass

Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico

—Sé que no te atrae la idea, pero he pensado que podía proponerte un trato, a ver si cambias de opinión.

Aquello me llamó la atención. ¿Qué podía ofrecerme?

—Tu padre y yo hablamos anoche, y decidimos que ya tienes edad de trabajar sola. Tocas el piano tan bien como yo y, si practicas un poco más, prácticamente no cometerás errores al violín. Y tu voz, bueno, estoy convencida de que no hay una mejor en toda la provincia.

Sonreí, aún algo dormida.

—Gracias, mamá. De verdad.

De todos modos, trabajar sola no era algo que me atrajera especialmente. No veía cómo iba a tentarme con aquello.

—Bueno, eso no es todo. Puedes aceptar trabajos para ir sola… y puedes quedarte la mitad de lo que ganes —añadió, con una especie de sonrisa forzada.

Los ojos se me abrieron de golpe.

—Pero solo si te presentas a la
Selección
.

Ahora empezaba a sonreír abiertamente. Sabía que con aquello me ganaría, aunque supongo que se esperaba algo más de resistencia. Pero ¿cómo iba a resistirme? ¡Ya estaba decidida a firmar, y ahora además podría ganar algo de dinero para mí!

—Ya sabes que lo único que puedo hacer yo es firmar, ¿verdad? No puedo hacer que me escojan.

—Sí, lo sé. Pero vale la pena intentarlo.

—Vaya, mamá —exclamé, sacudiendo la cabeza, aún sorprendida—. De acuerdo, rellenaré el impreso hoy mismo. ¿Dices en serio lo del dinero?

—Por supuesto. De todos modos, antes o después tendrás que ir por tu cuenta. Y te irá bien tener que hacerte responsable de tu dinero. Eso sí, no te olvides de tu familia, por favor. Seguimos necesitándote.

—No os olvidaré, mamá. ¿Cómo iba a olvidarte, con todo lo que me riñes? —le guiñé un ojo, se rió y con ello quedó sellado el pacto.

Me di una ducha mientras intentaba asimilar todo lo que había ocurrido en menos de veinticuatro horas. ¡Solo con rellenar un impreso conseguiría la aprobación de mi familia, haría feliz a Aspen y ganaría un dinero que nos iría muy bien a él y a mí para poder casarnos!

A mí no me preocupaba tanto el dinero, pero Aspen insistía en que necesitábamos tener unos ahorros. El papeleo costaba dinero, y queríamos dar una fiestecita con nuestras familias tras la boda, aunque fuera pequeña. Yo me imaginaba que no tardaríamos demasiado en ahorrar lo necesario en cuanto decidiéramos que estábamos preparados, pero Aspen quería más. Quizá, si por fin me ganaba un dinero, Aspen confiaría más en que saldríamos adelante.

Tras la ducha me arreglé el pelo y me puse una pizca de maquillaje para celebrar la ocasión; luego me fui al armario y me vestí. No es que hubiera muchas opciones. Casi todo lo que tenía era beis, marrón o verde. Tenía algunos vestidos más bonitos para cuando trabajábamos, pero estaban irremediablemente confinados en el fondo del armario. Así eran las cosas. Los Seises y los Sietes vestían casi siempre con ropa vaquera o con algo resistente. Los Cincos usaban ropas más bien sosas, ya que los artistas lo cubrían todo de manchas, y los cantantes y bailarines solo necesitaban un vestuario especial para sus actuaciones. Las castas más altas podían vestirse de caqui y con ropa vaquera de vez en cuando, para variar, pero siempre dándole a sus modelos un aire especial. Como si no fuera bastante con que pudieran tener prácticamente lo que quisieran, convertían nuestras necesidades en lujos.

Me puse mis pantalones cortos color caqui y el blusón verde —con mucho las ropas de día más sugerentes que tenía— y repasé mi aspecto en el espejo antes de dirigirme al salón. Me sentía como… guapa. Quizá fuera la emoción de aquel día lo que hacía que me viera así.

Mamá estaba sentada a la mesa de la cocina con papá, tarareando. Ambos levantaron la vista y me miraron un par de veces, pero sus miradas no podían molestarme.

Cuando cogí la carta, me sorprendí un poco. Qué papel más elegante. Nunca había tocado uno igual, grueso y con una fina textura. Por un momento su peso me impresionó y me recordó la magnitud de lo que estaba haciendo. Dos palabras me asaltaron la mente: «¿Y si…?».

Pero ahuyenté aquella idea y me puse manos a la obra.

No tenía gran complicación. Puse mi nombre, mi edad, mi casta y mis datos de contacto. Tenía que decir la altura y el peso, el color del cabello, de los ojos y de la piel. Me pude dar el lujo de escribir que hablaba tres idiomas. La mayoría hablaba al menos dos, pero mi madre insistió en que aprendiéramos francés y español, ya que esas lenguas aún se usaban en algunas zonas del país. También me resultaban útiles para el canto. Había muchas canciones preciosas en francés. Teníamos que indicar el nivel de estudios, en el que había muchísimas variaciones, porque solo los Seises y los Sietes iban a colegios públicos y seguían una educación estructurada en cursos propiamente dichos. Yo ya casi había completado mi educación. En el apartado de habilidades especiales, puse el canto y todos los instrumentos que tocaba.

—¿Crees que la capacidad de dormir hasta mediodía cuenta como habilidad especial? —le pregunté a papá, intentando poner tono de duda existencial.

—Sí, pon eso. Y no te olvides de decir que puedes acabarte una comida entera en menos de cinco minutos —respondió.

Me reí. Era cierto: solía comer tan rápido que parecía que aspirase la comida.

—¡Ya está bien, vosotros dos! Ya puestos, ¿por qué no pones que eres una pobre plebeya? —protestó mi madre desde la habitación.

No me podía creer que estuviera de tan mal humor; al fin y al cabo, estaba consiguiendo exactamente lo que quería.

Miré a papá con extrañeza.

—Mamá solo quiere lo mejor para ti, eso es todo —dijo. Se apoyó en el respaldo de la silla, tomándose un respiro antes de empezar la pieza que le habían encargado para final de mes.

—Tú también, pero nunca te enfadas tanto —observé.

—Es cierto. Pero tu madre y yo tenemos ideas diferentes de lo que es mejor para ti —respondió, y sonrió.

La boca la había sacado de mi padre: tanto por su aspecto como por la tendencia a hacer comentarios inocentes que me acababan metiendo en algún lío. El temperamento lo había sacado de mamá, pero a ella se le daba mejor contenerse cuando era realmente necesario. A mí no se me daba nada bien. Como en aquel momento.

—Papá, si decidiera casarme con un Seis o incluso con un Siete, y de verdad lo quisiera, ¿me dejarías?

Él dejó su taza en la mesa y me miró fijamente. Intenté no desvelar nada con mi expresión. El suspiro que exhaló fue intenso, y estaba cargado de pena.

—America, si quisieras a un Ocho, yo querría que te casaras con él. Pero deberías saber que el amor a veces se desgasta con la tensión del matrimonio. Puede que ahora quieras a alguien, pero con el tiempo puedes llegar a odiarlo por no ser capaz de ocuparse de ti. Y si no puedes cuidar bien a tus hijos, la cosa se vuelve aún peor. El amor no siempre sobrevive en esas circunstancias.

Papá apoyó su mano sobre la mía, atrayendo mi mirada. Intenté ocultar mi preocupación.

—Sea como sea, lo que deseo es que te quieran. Te lo mereces. Y espero que algún día te cases por amor, y no en función de un número.

No podía decirme lo que yo quería oír —que me casaría por amor y no por un número—, pero ya podía darme por satisfecha con aquello.

—Gracias, papá.

—Ten paciencia con tu madre. Intenta hacer lo correcto —me besó en la cabeza y se fue a trabajar.

Suspiré y volví a centrarme en rellenar la solicitud. Todo aquello me hacía sentir como si mi familia no pensara que yo tuviera derecho alguno a desear algo para mí. Me molestaba, pero sabía que no era algo que pudiera echarles en cara. No podíamos permitirnos el lujo de satisfacer nuestros deseos. Teníamos necesidades.

Completé la solicitud, la cogí y salí al patio en busca de mamá. Estaba allí sentada, cosiendo un dobladillo, mientras May hacía sus deberes a la sombra de la casa del árbol. Aspen solía quejarse de lo estrictos que eran los profesores en los colegios públicos. Yo tenía serias dudas de que ninguno de ellos pudiera ganarle a mamá en severidad. ¡Era verano, por Dios!

—¿De verdad lo has hecho? —preguntó May, levantándose de un salto.

—Claro.

—¿Cómo es que has cambiado de opinión?

—Mamá puede resultar muy convincente —respondí, con intención, pero era evidente que ella no se avergonzaba en absoluto de su chantaje—. Podemos ir a la Oficina de Servicios en cuanto estés lista, mamá.

Ella esbozó una sonrisa.

—Esa es mi chica. Ve a buscar tus cosas y vamos. Quiero que tu solicitud llegue lo antes posible.

Obedecí y fui a buscar los zapatos, pero me detuve al llegar a la habitación de Gerad. Estaba mirando fijamente un lienzo en blanco, con cara de frustración. Habíamos probado muchas opciones con Gerad, pero no parecía que ninguna de ellas arraigara. No había más que ver la vieja pelota de fútbol en una esquina, o el microscopio de segunda mano que habíamos heredado como pago una Navidad, para saber que, estaba claro, no tenía alma de artista.

—Hoy no te sientes inspirado, ¿eh? —pregunté, colándome en su habitación.

Él negó con la cabeza.

—A lo mejor podrías intentar esculpir, como Kota. Tienes muy buenas manos. Apuesto a que se te daría bien.

—Yo no quiero esculpir nada. Ni pintar, ni cantar, ni tocar el piano. Yo quiero jugar al fútbol —dijo, dando una patada a la vetusta alfombra.

—Ya lo sé. Y puedes hacerlo, como pasatiempo, pero tienes que encontrar una disciplina artística que se te dé bien para ganarte la vida. Puedes hacer ambas cosas.

—Pero ¿por qué? —protestó, con voz lastimera.

—Ya sabes por qué. Es la ley.

—¡Pero eso no es justo! —Gerad le dio un empujón al lienzo, que cayó al suelo y levantó unas motas de polvo visibles a la luz que entraba por la ventana—. No es culpa nuestra que nuestro tatarabuelo, o quien fuera, fuese pobre.

—Tienes razón —de verdad parecía ilógico limitar las elecciones vitales de cada persona según lo mucho o poco que hubieran podido ayudar sus antepasados al Gobierno, pero así era como funcionaba. Y posiblemente aún tendríamos que dar gracias por vivir en un mundo seguro—. Supongo que era el único modo que tuvieron en aquel momento de hacer que las cosas funcionaran.

Gerad no dijo nada. Lancé un suspiro y recogí el lienzo. Lo coloqué en su sitio. Su vida era aquella, y no podía borrarla de un plumazo.

—No tienes que abandonar tus hobbies, colega. Pero querrás poder ayudar a mamá y papá, crecer y casarte, ¿no? —dije, haciéndole cosquillas en el costado.

Él sacó la lengua en un gesto de asco y ambos nos reímos.

—¡America! —llamó mamá desde el otro extremo del pasillo—. ¿Por qué te entretienes tanto?

—¡Ya voy! —respondí, y luego me giré hacia Gerad—. Sé que es duro, peque, pero así son las cosas. ¿De acuerdo?

Pero sabía que no estaba de acuerdo. No podía estarlo.

Mamá y yo fuimos a pie hasta la oficina local. A veces tomábamos el autobús si íbamos muy lejos o para acudir a algún trabajo. Quedaba mal presentarse todo sudoroso en la casa de un Dos. Ya nos miraban bastante mal de por sí. Pero hacía muy buen día, y tampoco era un camino tan largo.

Evidentemente, no éramos las únicas que habían decidido presentar la solicitud enseguida. Cuando llegamos, la calle frente a la Oficina de Servicios de la Provincia de Carolina estaba atestada de mujeres.

Desde la cola vi a unas cuantas chicas de mi barrio delante de mí, esperando para entrar. La cola tenía una anchura de unas cuatro personas y daba casi media vuelta a la manzana. Todas las chicas de la provincia se querían apuntar. Yo no sabía si sentirme aterrada o aliviada.

—¡Magda! —exclamó alguien.

Mi madre y yo nos volvimos al oír su nombre.

Celia y Kamber se nos acercaban, con la madre de Aspen. Se habría tomado el día libre. Sus hijas llevaban sus mejores galas y tenían un aspecto muy pulido. No es que contaran con demasiados recursos, pero estaban bien con cualquier cosa, igual que Aspen. Kamber y Celia tenían el mismo cabello oscuro que él, y también su preciosa sonrisa.

La madre de Aspen me sonrió y yo le devolví el gesto. La adoraba. Solo tenía ocasión de hablar con ella muy de vez en cuando, pero siempre había sido muy amable conmigo. Y sabía que no era porque yo estuviera una casta por encima; la había visto dar ropa que ya no les cabía a sus hijos a familias que no tenían casi nada. Era una buena mujer.

—Hola, Lena. Kamber, Celia, ¿cómo estáis? —las saludó mamá.

—¡Bien! —respondieron alegremente todas a la vez.

—¡Estáis estupendas! —dije, colocándole un mechón a Celia por detrás del hombro.

—Queríamos estar guapas para la foto —explicó Kamber.

—¿Foto?

—Sí —susurró la madre de Aspen—. Ayer estuve limpiando en la casa de uno de los magistrados. Este sorteo no tiene mucho de sorteo. Por eso toman fotografías y piden tanta información. ¿Qué importaría los idiomas que hablaras si la elección fuera por sorteo?

A mí ya me había parecido raro, pero pensé que toda aquella información era para después del sorteo.

—Según parece, la información se ha filtrado un poco; mirad alrededor: muchas de las chicas están bien emperifolladas.

Eché un vistazo a la cola. La madre de Aspen tenía razón, y había una clara diferencia entre las que lo sabían y las que no. Justo detrás de nosotras vimos a una chica, obviamente una Siete, que había venido con su ropa de trabajo. Sus botas manchadas de barro quizá no salieran en la foto, pero el polvo de su mono seguro que sí. Unos metros más atrás, otra Siete aún llevaba puesto el cinturón de herramientas. Lo mejor que se podía decir de ella es que tenía la cara limpia.

En el otro extremo del espectro, una chica que tenía por delante se había hecho un recogido en el pelo del que caían unos mechones que le enmarcaban el rostro. La chica que tenía al lado, evidentemente una Dos, a juzgar por su ropa, daba la impresión de que quería meterse el mundo entero en el escote. Muchas iban tan maquilladas cual payasos de circo. Pero al menos era un modo de intentarlo.

Mi aspecto era correcto, pero no había ido tan lejos. Al igual que aquellas Sietes, no me había preparado para aquello. De pronto sentí un sofoco de preocupación.

Pero ¿por qué? Pensé en la situación y reordené mis pensamientos.

A mí aquello no me interesaba. Si no era lo suficientemente guapa, mejor para mí. Sin duda estaría un escalón por debajo de las hermanas de Aspen. Ellas ya eran guapas de por sí, y estaban aún más guapas con aquel leve rastro de maquillaje. Si Kamber o Celia ganaban, toda la familia de Aspen ascendería de categoría. Seguro que a mi madre no le parecería mal que me casara con un Uno solo porque no fuera el príncipe en persona. A fin de cuentas no estar bien informadas había sido una bendición.

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