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Authors: Ira Levin
Guy Woodhouse y su mujer, Rosemary, se han trasladado a la casa Bramford, un edificio victoriano con el encanto un tanto lóbrego de los edificios victorianos.
Guy y Rosemary son felices. Para colmo de dicha, ella queda embarazada. Y los Castevet, los vecinos, son tan amables, les ayudan tanto, la cuidan tan bien a ella con amuletos y extrañas tisanas de plantas desconocidas... Hasta su ginecólogo derrocha solicitud.
Es demasiado. Sobre todo porque sus amigos de siempre empiezan a sufrir inexplicables accidentes. ¿Hay algo de sobrenatural en ello? ¿Son fantasías de embarazada? En Rosemary anida una semilla: ¿la sospecha? ¿O el Diablo, conjurado por sus nuevos protectores? Así, arropada en dudas que van convirtiéndose en un horror del que no puede escapar, avanza el embarazo de Rosemary. HASTA EL PARTO...
Ira Levin
La Semilla del Diablo
ePUB v2.1
GusiX
24.07.11
Correcciones:
Elvys
Traducción de Enrique de Obregón
grijalbo mondadori
Título original:
ROSEMARY’S BABY
Traducido de la edición de Random House, Inc., Nueva York, 1967
Cubierta: SDD, Servéis de Disseny, S. A.
© 1967, IRA LEVIN
© 1968,1993 de la traducción castellana para España y América:
GRIJALBO MONDADORI, S. A.
Aragó, 385, Barcelona
Primera edición en esta colección
ISBN: 84-253-3049-1
Depósito legal: B. 36.967-1996
Impreso en Hurope, S. L., Recared, 2, Barcelona
Rosemary y Guy Woodhouse habían firmado el contrato de un apartamento de cinco habitaciones, situado en una casa de líneas geométricas de la Primera Avenida, cuando recibieron recado de una tal señora Cortez, de que en la casa Bramford había quedado libre un piso de cuatro habitaciones. Vieja, negra y elefantina, la casa Bramford parece una conejera, con pisos de techos muy altos, apreciada por sus chimeneas y sus detalles ornamentales Victorianos. Rosemary y Guy habían figurado en la lista de solicitantes desde que se casaron, pero al final perdieron toda esperanza.
Guy comunicó la noticia a Rosemary, y se llevó el auricular a su pecho. Rosemary gimió: «¡Oh, no!» y pareció como si fuera a echarse a llorar.
—Es demasiado tarde —dijo Guy al teléfono—. Ayer firmamos un contrato.
Rosemary lo sujetó por el brazo.
—¿No podríamos anularlo? —preguntó a su marido—. Decirles algo...
—Por favor, espere un momento, señora Cortez —Guy apartó el teléfono de nuevo—. ¿Decirles qué? —le preguntó.
Rosemary vaciló y alzó sus manos con gesto de impotencia.
—Pues no sé... la verdad. Que tenemos una oportunidad de mudarnos a la casa Bramford.
—Cariño —dijo Guy—, ¿crees que eso les importará algo?
—Pues piensa en algo, Guy. Vayamos por lo menos a echar un vistazo. ¿De acuerdo? Dile que iremos a verlo. Por favor, antes de que cuelgue.
—Hemos firmado un contrato, Ro; nos hemos comprometido.
—¡Por favor! ¡Que va a colgar!
Gimoteando a la vez por la ironía y la angustia, Rosemary arrebató el auricular del pecho de Guy y trató de acercarlo a su boca.
Guy se echó a reír y recuperó el teléfono.
—¿Señora Cortez? Tenemos una oportunidad de rescindir ese contrato, porque aún no lo hemos firmado. Se les habían acabado los formularios, así que sólo firmamos una carta de aceptación. ¿Podemos echar un vistazo al piso?
La señora Cortez les dio instrucciones: tenían que ir a la casa Bramford entre once y once y media, preguntar por el señor Micklas o Jerome y decirle a cualquiera de los dos que encontraran que ellos eran los que había enviado la señora Cortez para que vieran el 7-E. Luego tendrían que telefonearle. Y dio a Guy su número de teléfono.
—¿Ves como has podido arreglarlo? —dijo Rosemary, dando de puntillas saltitos de alegría—. Eres un magnífico embustero.
Guy, ante el espejo, dijo:
—¡Vaya! Me ha salido un grano.
—No te lo revientes.
—Son sólo cuatro habitaciones, ya sabes. Y no hay cuarto para los niños.
—Prefiero tener cuatro habitaciones en la casa Bramford —dijo Rosemary— que todo un piso en aquella... en aquella colmena blanca.
—Ayer te gustaba.
—Me gustaba, pero nunca la quise. Apostaría que no la quiere ni el arquitecto que la construyó. Pondremos un comedorcito en el salón y tendremos un precioso cuarto para los niños. Si los tenemos...
—Pronto —repuso Guy, mientras se pasaba la máquina de afeitar eléctrica sobre su labio superior, mirándose a los ojos, que eran grandes y obscuros. Rosemary se puso un vestido amarillo y logró subirse la cremallera de la espalda.
Estaban en una habitación que había sido el cuarto de soltero de Guy. En la pared había pegados carteles de París y Verona, y había un gran camastro y una cocinita portátil.
Era el jueves tres de agosto.
* * *
El señor Micklas era pequeño y vivaracho, pero le faltaban dedos en ambas manos, por lo que resultaba desagradable estrechárselas, aunque él parecía no darse cuenta.
—¡Oh! Un actor —dijo llamando al ascensor con su dedo medio—. Esta casa es muy popular entre los actores —y citó a cuatro que vivían en la Bramford, todos ellos muy conocidos—. ¿Le he visto a usted actuar en alguna parte?
—Veamos —contestó Guy—. Hace poco hice
Hamlet
, ¿verdad, Liz? Y luego representamos...
—Está bromeando —terció Rosemary—. Actuó en
Lutero
, en
Nadie quiere un albatros
y en un montón de comedias y comerciales de la televisión.
—Ahí es donde se gana dinero, ¿verdad? —comentó el señor Micklas—. En los comerciales.
—Sí —convino Rosemary.
Y Guy añadió:
—Y se sienten también satisfacciones artísticas.
Rosemary le dirigió una mirada de súplica; y él se la devolvió, poniendo cara de inocente y dedicando luego una burlona mirada de reojo a la coronilla del señor Micklas.
El ascensor, chapado con madera de roble, con un brillante agarradero de metal a su alrededor, era manejado por un muchacho negro uniformado de sonrisa estereotipada.
—Al séptimo —le dijo el señor Micklas.
Y luego, dirigiéndose a Rosemary y Guy, explicó:
—Este apartamento tiene cuatro habitaciones, dos baños y cinco armarios empotrados. Al principio la casa consistía en pisos muy grandes (el más pequeño tenía nueve habitaciones), pero ahora casi todos han sido fraccionados en apartamentos de cuatro, cinco y seis habitaciones. El 7-E es uno de cuatro que originalmente era la parte trasera de uno de diez. Tiene la cocina del antiguo y el baño principal, que es enorme, como ustedes verán. También tiene el dormitorio principal del piso originario, que ahora es la sala, otro dormitorio que sigue siendo dormitorio y dos habitaciones para el servicio que han sido unidas para hacer un comedor o un segundo dormitorio. ¿Tienen ustedes niños?
—Pensamos tenerlos —contestó Rosemary.
—Hay una habitación ideal para los niños, con un gran cuarto de baño y un amplio armario empotrado. El plano fue hecho pensando en una pareja joven como ustedes.
El ascensor se detuvo y el muchacho negro, sonriendo, lo maniobró haciéndolo subir, bajar y subir de nuevo hasta ponerlo al nivel del piso; y, sin dejar de sonreír, abrió la puerta interior de metal y luego la portezuela exterior. El señor Micklas se apartó a un lado y Rosemary y Guy salieron de la cabina, para encontrarse en un pasillo mal iluminado, empapelado y alfombrado de verde oscuro. Un obrero que se hallaba ante una puerta verde esculpida, con la indicación 7-B, se les quedó mirando y luego volvió a su tarea de encajar una mirilla en el agujero que había hecho.
El señor Micklas les indicó el camino hacia la derecha, y luego hacia la izquierda, a través de cortos ramales del pasillo verdioscuro. Rosemary y Guy, al seguirlo, vieron desconchados en la pared empapelada, y una grieta donde el papel se había levantado y se estaba enrollando hacia arriba; una lámpara de pared de cristal tenía una bombilla apagada y sobre la alfombra verdioscura, había un remiendo largo como una cinta, que se veía verdiclaro. Guy se quedó mirando a Rosemary: «¿Una alfombra remendada?» Ella desvió su rostro y sonrió satisfecha: «Me encanta; ¡aquí todo es encantador!»
—La inquilina anterior, la señora Gardenia —siguió diciendo el señor Micklas, sin mirarles siquiera—, murió hace pocos días y aún no se ha tocado nada en el apartamento. Su hijo me pidió que dijera a los que vayan a mudarse al apartamento que las alfombras, los acondicionadores de aire y parte del mobiliario se los puede quedar quien lo desee.
Dobló por otro ramal del pasillo, cuyo empapelado verde con bandas doradas parecía nuevo.
—¿Murió en este apartamento? —preguntó Rosemary—. No es que a mí...
—¡Oh, no! En el hospital —contestó el señor Micklas—. Estuvo en coma durante varias semanas. Era muy anciana y falleció sin recobrar el conocimiento. Ojalá a mí me pase lo mismo cuando me llegue la hora. Fue muy alegre hasta el final; se guisaba sus comidas, compraba en los grandes almacenes... Fue una de las primeras mujeres dedicadas a la abogacía en el estado de Nueva York.
Habían llegado ahora a un hueco de escalera en donde terminaba el pasillo. Al lado del mismo, a la izquierda, estaba la puerta del apartamento 7-E, una puerta sin guirnaldas esculpidas, más estrecha que las puertas que habían pasado. El señor Micklas apretó el perlado botón del timbre (sobre la puerta había unas letras blancas sobre plástico negro que decían L. Gardenia) y metió una llave en la cerradura. A pesar de los dedos que le faltaban, se las arregló para girar el pomo y abrió la puerta suavemente.
—Pasen ustedes primero —dijo poniéndose de puntillas y manteniendo la puerta abierta con su brazo alargado.
* * *
Las cuatro habitaciones del apartamento estaban situadas de dos en dos a ambos lados de un estrecho pasillo central que iba en línea recta desde la puerta. La primera habitación a la derecha era la cocina, y al verla Rosemary no pudo contener una risita, porque era tan grande (si no mayor) como todo el apartamento en el cual estaban ellos viviendo ahora. Tenía una cocina de gas con seis quemadores y dos hornos, un enorme refrigerador y un monumental fregadero; tenía docenas de alacenas, una ventana que daba a la Séptima Avenida, un techo alto, muy alto, e incluso tenía (imaginándolo sin la mesa cromada, las sillas y los paquetes de números antiguos de
Fortune
y
Musical America
, atados con cuerdas, de la señora Gardenia) el lugar ideal para algo como el rinconcito para el desayuno, azul y marfil, que ella había recortado el mes pasado de
House Beautiful
.