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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (19 page)

—¡Devuélvele las hostias a ese cabrón, Gene! ¡Juega sucio! ¡Pégale!

Gibson bajó la guardia, me miró y se acercó.

—¿Qué es lo que has dicho, bobalicón?

—Estaba dando ánimos a mi compañero —contesté.

Dan estaba ya quitándole los guantes a Gene.

—¿He oído algo así como «sucio»?

—Dijiste que no te ibas a emplear a fondo. No lo hiciste. Le propinaste el repertorio completo de tus golpes.

—¿Me estás llamando mentiroso?

—Estoy diciendo que no mantienes tu palabra.

—¡Venid aquí y ponedle los guantes a esta basura!

Gene y Dan se acercaron y empezaron a ponerme los guantes.

—Tómatelo con calma, Hank —dijo Gene—, y recuerda que está cansado tras pelear con nosotros.

Gene y yo habíamos peleado con los puños desnudos un cierto día memorable desde las 9 de la mañana a las 6 de la tarde. Gene lo hizo muy bien. Yo tenía unas manos pequeñas, y si tienes manos pequeñas tienes que ser capaz de pegar con la fuerza del demonio o bien ser alguna especie de boxeador. Yo sólo podía hacer un poquito de ambas cosas. Al día siguiente todo mi torso estaba repleto de cardenales, tenía los labios hinchados y dos dientes flojos. Ahora tenía que atizar al chico que había atizado al chico que me atizó a mí.

Gibson dio vueltas a la izquierda, luego hacia la derecha, y después saltó sobre mí. No vi su puño izquierdo en absoluto. No sé dónde me dio, pero me caí con su gancho de izquierda. No me había dolido pero estaba en el suelo. Me levanté. Si su izquierda tenía esos efectos, ¿qué no haría su derecha? Tenía que inventarme algo.

Harry Gibson comenzó a dar vueltas hacia la izquierda, mi izquierda. En lugar de a mi derecha como me había esperado. Yo di vueltas a la izquierda. El pareció sorprenderse, y cuando nos acercamos lancé un izquierdazo salvaje que se estrelló con fuerza en su cabeza. Me sentí muy bien. Si logras golpear a un tipo una vez, le puedes atizar otro golpe.

Entonces nos quedamos uno frente a otro y él vino directo hacia mí. Gibson me lanzó un golpe corto, pero en el momento en que me alcanzaba, agaché mi cabeza fintando hacia un lado tan rápidamente como pude. Su derecha se deslizó sobre mi coronilla, perdiendo el golpe. Me aproximé a él y me abracé dándole un golpe de conejo tras la oreja. Nos separamos y yo me sentí como un héroe.

—¡Le puedes derribar, Hank! —vociferó Gene.

—¡Húndele, Hank! —chilló Dan.

Me abalancé sobre Gibson e intenté atizarle un directo. Fallé y su izquierda cruzada se encajó en mi mandíbula. Vi lucecitas verdes y amarillas y rojas, entonces incrustó su derecha en mi estómago. Sentí que iba a llegarme hasta el espinazo. Le aferré y nos quedamos abrazados. Pero no estaba en absoluto asustado, para variar, y me sentía bien.

—¡Te mataré, cabrón! —le dije.

Entonces comenzamos a pelear cuerpo a cuerpo, sin boxear más. Sus golpes eran rápidos y fuertes. Tenía más precisión, más potencia, y sin embargo le encajaba algunos golpes fuertes que me hacían sentirme muy bien. Cuanto más me pegaba, menos lo sentía. Tenía mis tripas encogidas, me gustaba la acción. Entonces Gene y Dan nos separaron metiéndose entre nosotros.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté—. ¡No paréis la pelea! ¡Le voy a partir el culo!

—Corta ya con esa mierda, Hank —replicó Gene—. ¡Mira cómo estás!

Me miré. La pechera de mi camisa se había oscurecido con la sangre y había manchitas de pus. Los puñetazos habían abierto tres o cuatro granos. Eso no me había pasado en mi pelea con Gene.

—No es nada —dije—, sólo mala suerte. No me ha herido. Dadme una oportunidad y le tumbaré.

—No, Hank, se te infectará o algo parecido —contestó Gene.

—¡De acuerdo, mierda —dije—, quitadme los guantes! Gene desabrochó los guantes. Cuando me los quitó, me di cuenta de que me temblaban las manos, y también los brazos, aunque en menor grado. Metí las manos en mis bolsillos. Dan le quitó los guantes a Harry. Harry me miró.

—Eres bastante bueno, chaval.

—Gracias. Bueno, os veo, chicos…

Me fui andando. A medida que lo hacía, saqué mis manos de los bolsillos. Subí por el sendero hasta llegar a la acera, me paré, saqué un cigarrillo y me lo coloqué en la boca. Cuando intenté encender una cerilla, mis manos temblaban tanto que no podía lograrlo. Les saludé con la mano, con la mayor indiferencia, y seguí andando.

Al llegar a casa me miré en el espejo. Cojonudo. Me iba bastante bien.

Me quité la camisa y la tiré bajo la cama. Tenía que encontrar un modo de limpiar la sangre. No tenía muchas camisas y se darían cuenta si me faltaba una. Pero para mí había sido por fin un día de éxito, y nunca tuve demasiados.

38

Era bastante malo que Abe Mortenson diera vueltas a mi alrededor, pero sólo era un tonto. Puedes perdonar a los tontos porque corren sólo en una dirección y no decepcionan a nadie. Son aquellos que te decepcionan los que te hacen sentirte mal. Jimmy Hatcher tenía un pelo completamente negro, piel blanca y no era tan grande como yo, pero lograba erguir sus hombros y vestía mejor que nosotros. Además tenía facilidad para simpatizar con cualquier persona con la que quisiera. Su madre era camarera y su padre se había suicidado. Jimmy tenía una sonrisa agradable, dientes perfectos, y gustaba a las chicas aunque no tuviera el dinero que tenían los chicos ricos. Siempre le veía hablando con alguna chica. No sé qué es lo que les decía. No tenía idea de lo que los chicos les decían. Las chicas eran un imposible fuera de mi alcance, y por eso aparentaba que no existían.

Pero Hatcher estaba hecho de otra pasta. Yo sabía que no era un maricón, pero él seguía colgándose de mí.

—Escucha Jimmy, ¿por qué me sigues? No me gusta nada de ti.

—Venga, Hank, somos amigos.

—¿Ah sí?

—Sí.

Una vez incluso se levantó en clase de Inglés y leyó un ensayo titulado «El Valor de la Amistad», y mientras lo leía no me quitaba el ojo de encima. Era un ensayo estúpido, sin garra y corriente, pero la clase aplaudió cuando finalizó y yo pensé: bien, eso es lo que la gente piensa, ¿y qué demonios voy a hacerle? Escribí un contra-ensayo titulado «El Valor de la Absoluta Carencia de Amistad». La profesora no me dejó leerlo en clase y encima me suspendió.

Jimmy y Baldy y yo volvíamos a casa andando juntos todos los días. (Abe Mortenson vivía en otra dirección, así que nos salvábamos de aguantarle.) Un día estábamos andando juntos y Jimmy dijo:

—Oíd, vamos a casa de mi chica, quiero que la conozcáis.

—Y un huevo, a la mierda con eso —dije.

—No, no —dijo Jimmy—, es una chica encantadora. Quiero que la conozcas. Le he metido los dedos por el coño.

Yo había visto a esa chica, Ann Weatherton, y era realmente bonita, con su largo pelo castaño y enormes ojos del mismo color, tranquila y con un buen tipo, nunca había hablado con ella pero sabía que era la chica de Jimmy. Los muchachos ricachones habían intentado acercarse a ella, pero los ignoró. Parecía ser de primera.

—Tengo la llave de su casa —dijo Jimmy—. Vamos allí y la esperamos. Tiene una clase a última hora.

—Me parece aburrido —dije.

—Ah, venga, Hank —dijo Baldy—, si sólo vas a ir a tu casa a cascártela de todos modos.

—Eso tiene bastante mérito —repliqué.

Jimmy abrió la puerta principal con su llave y entramos. Era una casa limpia y bonita. Un pequeño bulldog blanco y negro saltó sobre Jimmy meneando su corto rabo.

—Este es Huesitos —dijo Jimmy—, Huesitos me adora. ¡Mirad esto!

Jimmy escupió en la palma de su mano, agarró el pene de Huesitos y comenzó a frotárselo.

—Oye, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Baldy.

—Siempre dejan a Huesitos atado en el patio. Nunca tiene una corrida. ¡Necesita desahogarse! —Jimmy siguió trabajándose al perro.

El pene de Huesitos se puso asquerosamente rojo. Era un pequeño y fatuo palillo. Huesitos comenzó a proferir ruiditos plañideros. Jimmy alzó la cabeza mientras seguía masturbándolo.

—Oíd, ¿queréis saber cuál es nuestra canción? Me refiero a la canción de Ann y la mía. Es «Cuando el Crepúsculo Púrpura Desciende sobre los Muros Adormecidos de Nuestro Jardín».

Entonces Huesitos empezó a correrse. El esperma saltó sobre la alfombra. Jimmy se levantó y con la suela de sus zapatos esparció la corrida entre los nudos de la alfombra.

—Voy a follarme a Ann uno de estos días. Cada vez estamos más a punto. Ella dice que me quiere. Y yo la quiero también. Adoro su maldito coño.

—Huevón —le dije a Jimmy—, haces que me sienta mal.

—Sé que no quieres decir eso, Hank —replicó. Jimmy entró en la cocina.

—Ella tiene una familia muy agradable. Vive aquí con su padre, su madre y su hermano. Su hermano sabe que me la voy a follar. Tiene razón. Pero no hay nada que pueda hacer porque puedo sacarle la mierda a golpes. Es un don nadie. Oíd, ¡mirad esto!

Jimmy abrió la puerta del refrigerador y sacó una botella de leche. En mi casa todavía teníamos una helera. Los Weatherton eran obviamente una familia acomodada. Jimmy sacó su polla, peló el tapón de cartón de la botella y metió su polla dentro.

—Sólo un poquito, sabéis. Nunca se darán cuenta pero se estarán bebiendo mi meada…

Sacó su polla, cerró la botella, la sacudió y luego la repuso en el refrigerador.

—Ahora —dijo—, aquí tenemos un poco de gelatina. Van a comer gelatina de postre esta noche. También van a comer…

—Sacó el cuenco de la gelatina y lo sostuvo en sus manos justo cuando oímos una llave en la puerta principal. Jimmy rápidamente devolvió la gelatina a su lugar y cerró la puerta del refrigerador.

Entonces Ann entró en la cocina.

—Ann —dijo Jimmy—, quiero que conozcas a mis buenos amigos Hank y Baldy.

—¡Hola!

—¡Hola!

—¡Hola!

—Este es Baldy. El otro chico es Hank.

—¡Hola!

—¡Hola!

—¡Hola!

—Muchachos, os he visto por el campus.

—Oh claro —dije yo—, andamos por ahí. Y también te hemos visto a ti.

—Sí —dijo Baldy. Jimmy miró a Ann.

—¿Estás bien, nena?

—Sí, Jimmy, he estado pensando en ti.

Ella se acercó a Jimmy y ambos se abrazaron. Al poco se estaban besando. Permanecían justo frente a nosotros mientras se besaban. Jimmy nos daba la cara. Podíamos ver su ojo derecho. Guiñaba.

—Bien —dije—, nos tenemos que ir.

—Sí —dijo Baldy.

Salimos de la cocina, pasamos la sala y salimos de la casa. Anduvimos por la acera camino al hogar de Baldy.

—Ese chico realmente lo tiene hecho —dijo Baldy.

—Sí —repliqué.

39

Un domingo Jimmy me habló de ir a la playa con él. El quería nadar. Yo no quería que me vieran llevando bañador, porque mi espalda estaba cubierta de granos y cicatrices, aunque aparte de eso, yo tenía un buen tipo. Pero nadie se daría cuenta de eso. Tenía un pecho amplio y fuertes piernas, pero nadie los advertiría.

No había nada que hacer y no tenía ningún dinero y los chicos no jugaban en las calles los domingos. Decidí que la playa pertenecía a cualquiera. También yo tenía derecho. Mis marcas y granos no iban contra la ley.

Así que nos montamos en nuestras bicicletas y comenzamos a pedalear. Había que recorrer quince millas. Eso no me importaba. Tenía suficientes piernas.

Me mantuve a la par que Jimmy durante todo el camino hasta Culver City… Luego empecé a pedalear gradualmente más rápido. Jimmy se esforzó, tratando de seguir el ritmo. Podía ver cómo se agotaba. Saqué un cigarrillo y lo encendí. Luego pasé el paquete a Jimmy.

—¿Quieres uno, Jimmy?

—No… gracias…

—Esto es como matar pájaros con tirachinas —le dije—, deberíamos hacerlo más a menudo.

Empecé a pedalear con más fuerza. Me sentía pleno de energías.

—¡Es realmente fantástico! —insistí—. ¡Es mejor que cascársela!

—¡Oye, ve un poco más lento! Me volví y le miré.

—No hay nada como un buen amigo para montar juntos en bicicleta. ¡Vamos, amigo!

Entonces apliqué todas mis fuerzas y me separé. El viento soplaba en mi cara, me sentía muy bien.

—¡Oye, espera! ¡Espera, maldita sea! —aulló Jimmy.

Yo me reí y seguí esforzándome. En seguida Jimmy estaba a media manzana de distancia, una manzana, dos manzanas. Nadie sabía cuan bueno era yo. Nadie sabía lo que era capaz de hacer. Era una especie de milagro. El sol lanzaba sus rayos amarillos sobre las cosas y yo los hendía como si fuera una loca cuchilla sobre ruedas. Mi padre era un mendigo en las calles de la India, pero todas las mujeres del mundo estaban enamoradas de mí…

Iba lanzado a toda velocidad cuando llegué al semáforo. Pasé entre la fila de coches parados. Ni siquiera los coches eran un obstáculo, habían de seguirme. Pero no por mucho tiempo. Un chico y una chica en su descapotable verde comenzaron a seguirme.

—¡Oye, chico!

—¿Sí? —les miré. El era un tipo grandote de unos veintitantos años, con brazos peludos y un tatuaje.

—¿Dónde cojones crees que vas? —me preguntó.

Estaba intentando lucirse delante de su rubia. Ella era una mirona de larga melena rubia flotando al viento.

—¡Que te den por el culo, colega! —le respondí.

—¿Cómo?

—He dicho: ¡que te den por el culo!

Le hice la seña con el dedo.

El siguió conduciendo a mi lado.

—¿Le vas a bajar los humos, Nick? —oí como la chica le preguntaba. El siguió conduciendo a mi lado.

—Oye, chico. No he oído bien lo que has dicho. ¿Te importaría repetirlo?

—Sí, dilo otra vez —dijo la mirona con su melenaza fluctuando al viento.

Eso me mosqueó. Ella me mosqueaba.

Le miré de nuevo.

—De acuerdo, ¿quieres meterte en líos? Aparca, yo soy tu lío. Salió disparado ganándome una media manzana, aparcó y abrió la puerta. Mientras salía pegué un quiebro en torno suyo y casi me meto en la ruta de un Chevrolet que se quedó pitándome. Mientras me metía por una calle adyacente, pude oír como el grandullón se reía…

Después de que el tipo se hubo ido, pedaleé de vuelta al Boulevard Washington, recorrí algunas manzanas, bajé de la bici y esperé a Jimmy sentado en la parada del autobús. Podía ver cómo se acercaba. Cuando llegó, me hice el dormido.

—¡Vamos, Hank! ¡No seas tan cabrón conmigo!

—Oh, ¡Hola, Jimmy! ¿Ya estás aquí?

Intenté que Jimmy escogiera un lugar de la playa donde no hubiera demasiada gente. Me sentía normal llevando la camisa puesta, pero cuando me la quitara me iba a quedar expuesto. Odiaba a los malditos bañistas y sus cuerpos inmaculados. Odié a toda la maldita gente que estaban tomando el sol o se bañaban o dormían o comían o hablaban o jugaban a la pelota. Odié sus culos y sus caras y sus codos y sus pelos y ojos y sus ombligos y sus trajes de baño.

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