La Sombra Viviente

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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

 

«Su vida —murmuró lentamente el desconocido— ya no le pertenece. Ahora es mía. Sin embargo, aún puede, si quiere, acabar con ella. ¿Quiere que volvamos al puente?»

Durante quince años, Maxwell Grant, seudónimo adoptado por Walter B. Gibson, escribió más de 275 títulos de un personaje que fue el furor de una generación: LA SOMBRA.

¿Quién es LA SOMBRA? Un ser cuya voz se escucha en el éter y cuya risa es una amenaza para sus enemigos. Si alguien está en peligro aparece LA SOMBRA para salvarlo en el momento oportuno y desvanecerse nuevamente en la oscuridad.

Nadie ha visto su cara. Nadie conoce a LA SOMBRA. Pero LA SOMBRA sabe.

Con una red invisible de colaboradores que le han jurado lealtad y que darían su vida, La Sombra se enfrenta a mortales peligros que empiezan con una extraña moneda china y acaban con el rescate de un rey. Una fortuna conduce a la trampa preparada por una brillante mente criminal que ha consagrado su vida a ella.

Maxwell Grant

La sombra viviente

La Sombra - 1

ePUB v1.2

chungalitos
24.06.12

Título original:
The Living Shadow

Maxwell Grant, 1934.

Traducción: José Mallorquí

ePub base v2.0

CAPÍTULO I
EN LA NIEBLA

En el centro del puente, invadido por la espesa niebla que subía del río, un hombre se hallaba apoyado en la barandilla. A pesar de que las calles de Nueva York estaban solamente a unos centenares de metros de él, el desconocido podía considerarse en un mundo suyo, pues la única luz que atravesaba la densa cortina de niebla era la de arco voltaico de los que iluminaban el puente.

Un taxi conduciendo a algún trasnochado pasó junto al hombre, quien se apartó de la barandilla e inclinóse junto a un poste. La roja luz posterior del taxi desvanecióse prontamente entre el húmedo velo. Cuando el ruido del auto se apagó, el desconocido se puso en pie y apoyó las manos en la barandilla.

Durante unos instantes, escuchó atento, como si temiera la llegada de otro taxi; luego, tranquilizado, se inclinó sobre la baranda y miró hacia abajo, donde sólo había niebla, oscura y espesa niebla, que parecía invitarle a hundirse en ella. Sin embargo, vacilaba. Como muchos hombres en el momento de poner fin a su vida, esperaba un impulso que fuese más fuerte que el ansia de vivir. El impulso llegó por fin y el desconocido traspuso la barandilla, dispuesto a dar el salto mortal.

Pero, en aquel momento, algo cayó sobre la espalda del suicida. Unas férreas manos le sostuvieron, balanceándole sobre el invisible río. Después, como si no pesara nada, vióse trasponer de nuevo la barandilla, esta vez hacia la vida. Ya de pie sobre la firme base del puente, el frustrado suicida se volvió hacia la persona que había impedido su deseo.

Levantó furioso un puño, pero enseguida una mano de acero hizo presa en él, torciéndoselo violentamente hacia la espalda hasta hacerle lanzar un gemido. El rostro del desconocido quedaba oculto por la sombra de las amplias alas de un sombrero negro, que junto el abrigo negro, parecía formar parte integrante de la espesa niebla, contribuyendo todo ello a darle un aspecto fantasmal. El sujeto que había intentado suicidarse estaba demasiado conmovido para hablar. Invadido por el terror, su único deseo era alejarse del extraño personaje que le había salvado la vida.

Pero a su pesar, se vio arrastrado a través de la niebla hasta un enorme automóvil que no había visto hasta aquel momento. Un segundo después se hallaba sentado en un rincón del coche, el cual se puso en marcha. El extraño desconocido estaba sentado junto a él. Sin saber por qué, el pánico invadió el alma del hombre que acababa de ser arrancado por fuerza a la muerte. Una voz resonó en la oscuridad del vehículo.

Era una voz sobrenatural, helada, apenas un susurro y sin embargo, clara y penetrante. ¿Cómo se llama? No era una pregunta sino una orden.

—Harry Vincent —replicó el pobre hombre. Estas palabras salieron de sus labios de una manera mecánica.

—¿Por qué trató de suicidarse?

Era otra orden.

—Supongo que porque estaba muy triste —contestó Vincent.

—¿Qué más?

—Es una historia vulgar —replicó Vincent—. Seguramente fue una locura. Estoy solo en Nueva York. No tengo trabajo, ni amigos, ni nadie por quien vivir, toda mi familia está en el Middle West; Hace muchos años que no les he visto. Ellos creen que he triunfado en Nueva York, pero no hay nada de eso. He fracasado por completo.

—Sin embargo, va usted bien vestido —hizo notar el otro.

Vincent rió nervioso.

—Aparentemente, sí —contestó—. Este abrigo de entretiempo que llevo a pesar de estar haciendo casi calor, sólo cubre harapos. En cuanto a dinero, tengo un dólar y trece centavos justos.

El misterioso desconocido no replicó. El auto se deslizaba por una de las calles contiguas al puente. Vincent, con los nervios más calmados, trató en vano de ver el rostro de su compañero. Pero la sombra era demasiado espesa y no pudo distinguir nada.

—¿Y qué hay de la muchacha? —preguntó la voz.

El penetrante susurro sobresaltó a Vincent. Lo más importante de su breve historia, que había omitido a propósito, acababa de ser descubierto por su casi invisible interlocutor.

—¿La muchacha? —preguntó Vincent—. ¿La muchacha? ¿Se refiere a mi novia…?

—Sí.

—Se casó con otro. Este es el verdadero motivo de que me hallase esta noche en el puente. De haberla tenido a ella, aún hubiese luchado algo. Pero cuando recibí la carta en que me anunciaba… Bueno, aquello fue el fin.

Se interrumpió, pero ante el silencio del otro, siguió la confesión.

—La carta la recibí hace dos días. Desde entonces no he dormido. La noche pasada me la pasé en el puente, pero no tuve valor para saltar… Esta noche, creo que fue la niebla la que me dio valor.

—Su vida —murmuró lentamente el desconocido—, ya no le pertenece. Ahora es mía. Sin embargo, aun puede, si quiere, acabar con ella. ¿Quiere que volvamos al puente?

—No sé —musitó Vincent—. Todo ello parece un sueño; no lo entiendo. Tal vez es que he muerto y estos sean efectos del más allá. Sin embargo, es todo demasiado real, aunque ¿qué provecho puede sacar nadie de mi vida? ¿Qué hará usted con ella?

—La reharé. La convertiré en algo útil. Pero también la arriesgaré. Quizá la pierda, pues he perdido casi tantas vidas como he salvado. Mi promesa es la siguiente: Vida con placeres, emociones y… dinero. Y, sobre todo, vida con honor. Pero a cambio de todos esos beneficios, exijo obediencia. Absoluta obediencia. Puede usted aceptar mis condiciones o rechazarlas. Usted decidirá.

El auto avanzaba silenciosamente por las calles de los arrabales de Nueva York. El motor apenas hacía ruido. Harry Vincent empezó a comprender cómo el vehículo se había acercado tanto a él, en el puente, sin que lo hubiese percibido, y se puso a pensar en su fantástico compañero, el hombre que le había cogido en el aire como una pluma, el hombre que podía leer sus pensamientos, y cuyas preguntas eran órdenes.

Volvióse otra vez hacia el rincón que ocupaba el desconocido. La esperanza volvió a apoderarse de él. Al fin y al cabo deseaba vivir y triunfar. Aquella era su oportunidad. Se imaginó su cadáver flotando sobre las turbias aguas del río y comprendió que sólo podía escoger una cosa.

—Acepto —dijo.

—Recuerde entonces la condición principal: Obediencia. Eso sobre todo. No exijo inteligencia, fuerza, ni destreza, aunque tengo la esperanza de que tendrá usted un poco de cada una de esas cosas y hará cuanto pueda por serme útil.

Hubo una pausa. Las últimas palabras del invisible interlocutor siguieron sonando en los oídos de Vincent.

—Inmediatamente se trasladará usted a un hotel —continuó la voz—, donde encontrará una habitación reservada a su nombre. También encontrará dinero. Todas sus necesidades quedarán cubiertas. Todo cuanto desee lo tendrá.

La contera de un bastón golpeó dos veces el cristal que quedaba a espaldas del chófer. Al parecer se trataba de una señal, pues la velocidad del vehículo aumentó.

—Recuerde una cosa, Harry Vincent —siguió el misterioso personaje—. Necesito su promesa. Cierre los ojos durante un minuto y reflexione si está firmemente dispuesto a unirse a mí. Luego prometa obedecerme en todo.

Vincent cerró los ojos y permaneció pensativo unos instantes. Sólo había un camino: aceptar las condiciones del desconocido.

Abrió los ojos y volvió a mirar hacia el oscuro rincón.

—Prometo completa obediencia —dijo.

—Muy bien. Ahora vaya a su hotel. Mañana recibirá un mensaje. Se lo enviaré yo. Mis mensajes son indescifrables para aquellos que no deben comprenderlos. Recuerde sólo las palabras que recargue un poco
así.

Al pronunciar la última palabra, el extraño personaje arrastró ligeramente la ese.

De pronto, el coche torció bruscamente hacia la izquierda y se detuvo. Un automóvil de turismo que cerraba la calle había obligado al chófer a ejecutar maniobra. Se abrió la portezuela de la derecha y Vincent vio aparecer los hombros y la cabeza de un hombre.

—¡Venga, el dinero! —ordenó el recién llegado, en cuyas manos vio brillar Vincent el azulado cañón de un revólver. Era un atraco.

En aquel momento algo negro y borroso precipitóse sobre el pistolero. Oyóse un grito ahogado, sonó un disparo y el auto volvió a ponerse en marcha.

La portezuela se cerró con un violento chasquido. A través de la ventanilla posterior del auto, Vincent vio a un hombre tendido en medio de la calle. Sin duda era el pistolero que había intentado atracarles.

Poco después el auto llegaba a la iluminada Quinta Avenida. Vincent volvióse rápidamente hacia el rincón que ocupaba su salvador. ¡Por fin podría verle el rostro!

Pero el único ocupante del auto era él. Estaba completamente solo. En el paño que formaba la portezuela del coche, descubrió una oscura mancha; la tocó y al acercar la mano a la luz, vio que era sangre.

¿Quién había resultado herido, el fantástico desconocido o el atracador que había intentado robarles? Vincent no podría asegurarlo. Sólo sabía que en la breve lucha que terminó con el pistolero, el hombre que le salvara a él de la muerte, había desaparecido del coche… ¡como una sombra!

CAPÍTULO II
EL PRIMER MENSAJE

Harry Vincent estaba desconcertado, mientras el enorme auto se deslizaba por la Quinta Avenida. La promesa hecha al desconocido seguía grabada en su mente. Deseaba a toda costa cumplir la palabra que había dado, pero al mismo tiempo tampoco podía dejar de pensar en los extraños sucesos acontecidos a partir del episodio del puente.

Solo ya, libre de la idea del suicidio, se puso a reflexionar acerca del asombroso hecho de que su salvador hubiera surgido tan inesperada y oportunamente de las tinieblas, desapareciendo después de una manera fantástica.

Encendió la luz del coche y examinó con todo cuidado la mancha de sangre.

El auto era de construcción europea, un «Hispano Suiza»; esto era, por lo menos, una cosa real. Tampoco sería difícil enterarse del nombre de su propietario.

En aquel momento el vehículo abandonó la Quinta Avenida y fue a detenerse ante el Metrolite, uno de los más modernos hoteles neoyorquinos.

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