La taberna

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

 

Es la historia de las gentes y su desesperación. Es quizá la novela más famosa de Zola, es la obra en la que las formas y actitudes se muestran en su más intensa claridad, con esa tendencia al objetivismo y su antítesis presente en forma de compasión. El personaje principal es Gervasia, mujer abnegada y cegada por el amor y las pautas sociales. Cuando se ve abandonada con sus dos niños, aparece Coupeau, buen hombre y trabajador. Pero éste es víctima de un accidente laboral e, incapaz ya de trabajar, tienen que vivir con lo que Gervasia gana. Coupeau se da a la bebida (de ahí el título de la novela). La taberna es la historia de estas gentes sin futuro a las que una circunstancia azarosa trastoca el sentido de su existencia. Han nacido en un entorno social desfavorecido y serán incapaces de huir de él.

Émile Zola

La taberna

ePUB v1.0

griffin
30.05.12

Título original:
L’Assommoir

Émile Zola, 1877

Traducción: Julio del Prado

Editor original: griffin (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

La colección de Los Rougon-Macquart se compondrá de una veintena de novelas. El plan general está trazado desde 1869, y lo sigo con extremo rigor. «La Taberna» ha venido a su hora. La he escrito, como escribiré las otras obras, sin apartarme ni por un segundo de mi línea recta. Es esto lo que constituye mi fuerza. Me encamino hacia un objetivo.

Cuando «La Taberna» apareció publicada en un diario, fue atacada y denunciada con una rudeza sin precedentes, y se le imputaron todos los crímenes. ¿Es indispensable que aquí, en algunas líneas, explique mis intenciones de escritor? He querido describir la trayectoria, fatalmente en decadencia, de una familia obrera, dentro del marco corrompido de nuestros arrabales. La embriaguez y la ociosidad conducen al relajamiento de los lazos familiares, a las impurezas de la promiscuidad, al olvido progresivo de los sentimientos honestos, que tienen como lógica conclusión la vergüenza y la muerte. Se trata simplemente de la moral en acción.

A ciencia cierta, «La Taberna» es el más casto de mis libros. Con frecuencia he debido tocar de otra manera plagas espantosas. Y la sola forma en que lo hice ha causado estremecimiento. Se han irritado contra las palabras. Mi crimen consiste en haber tenido la curiosidad literaria de reunir y hacer fluir en un molde bien trabajado el lenguaje popular. ¡Ah, la forma, he ahí el gran crimen! Sin embargo, existen diccionarios de este lenguaje y hay escritores que lo estudian y gozan con su vigor y con lo imprevisto de la fuerza de sus imágenes. Además, constituye un regalo para los gramáticos investigadores. Pero no importa, nadie ha entrevisto que mi deseo consiste en hacer un trabajo puramente filológico, que a mi parecer es de gran interés histórico y social.

Por otra parte, no me defiendo. Mi obra bastará para defenderme. Y ésta es una obra verídica, el primer estudio sobre el pueblo, que no miente, y que lleva el olor de ese pueblo. En ella no se puede concebir que el pueblo entero sea malvado, pues mis personajes no son malos, sino sólo ignorantes e influenciados por el ambiente de rudo trabajo y de miseria en que viven. Sólo el hombre del pueblo podrá leer mis novelas, comprenderlas y comulgar en absoluto con ellas, antes que hacerse eco de los juicios grotescos y odiosos ya establecidos que circulan sobre mi persona y mis obras. ¡Ah, si supieran de qué modo se burlan mis amigos de la leyenda funesta con que se divierte la multitud! ¡Si supieran hasta qué punto el novelista feroz, el bebedor de sangre es un digno burgués, un hombre de estudio y un literato que vive tranquilamente en su rincón y cuyo único anhelo consiste en dejar una obra lo más extensa e imperecedera que le sea posible! No pido recompensa alguna, me limito a trabajar y me remito al tiempo y a la buena fe pública, esperando que al fin me descubrirán bajo el cúmulo de injurias con que hoy tratan de abrumarme.

Émile Zola.

París, 1 de enero de 1877.

PRIMERA PARTE
Capítulo I

Gervasia había esperado a Lantier hasta las dos de la mañana. Después, temblando de frío por haber permanecido en camisón, expuesta al aire crudo que penetraba por la ventana, se había adormecido, tendida en la cama, afiebrada y con las mejillas humedecidas por las lágrimas. Hacía ocho días que, al salir del
Veau à deux têtes
, donde comían, él la enviaba a acostarse con los niños, y no reaparecía sino muy entrada la noche, pretextando haber pasado el tiempo en busca de trabajo. Aquella noche, mientras esperaba su regreso, creyó haberlo visto entrar en el baile del Grand-Balcon, cuyas diez ventanas resplandecientes iluminaban como una cascada de luz la hilera negra de los bulevares exteriores; tras él había advertido a Adelita, una bruñidora que comía en el restaurante, que caminaba a cinco o seis pasos de distancia, balanceando las manos, como si acabara de soltarle el brazo a fin de que no los viesen pasar juntos bajo la viva luz de los globos de la puerta.

Cuando Gervasia se despertó hacia las cinco, aterida y con los riñones doloridos, estalló en sollozos, pues Lantier no había vuelto aún. Por vez primera no dormía en su casa. Permaneció sentada al borde de la cama, bajo el jirón de una desteñida tela de Persia que colgaba de una anilla sujeta al techo por un bramante. Y lentamente, con los ojos bañados en lágrimas, recorrió la miserable habitación amueblada, que contaba con una cómoda de nogal, a la que faltaba un cajón, tres sillas de paja y una mesita grasienta, sobre la cual se veía una jarra desportillada. A este mobiliario se añadía una cama de hierro para los niños, que obstruía el paso hacia la cómoda y ocupaba las dos terceras partes de la habitación. El enorme baúl de Lantier y Gervasia, horadado en una esquina, mostraba sus lados vacíos; en el fondo, veíase un viejo sombrero de hombre, medio oculto entre camisas y calcetines sucios: mientras que, a lo largo de las paredes, sobre el respaldo de los muebles, pendían un chal agujereado y un pantalón salpicado de barro, últimos despojos desdeñados por los ropavejeros. En el centro de la chimenea, entre dos desiguales candelabros de cinc, había un rollo de papeletas de las casas de empeño, de un color rosa claro. Y era ésta la mejor habitación del hotel, la del piso primero, con frente al bulevar.

Entretanto, acostados uno al lado del otro y reposando la cabeza sobre una misma almohada, dormían los dos niños. Claudio, que contaba ocho años, con sus manecitas fuera del embozo, respiraba con dificultad, mientras Esteban, que apenas llegaba a los cuatro, sonreía abrazado al cuello de su hermano. Cuando la mirada anegada en lágrimas de su madre se detuvo en ellos, la atacó una nueva crisis de sollozos, teniendo que taparse la boca con un pañuelo para ahogar los ligeros gritos que se le escapaban. Y con los pies desnudos, sin pensar en calzar sus chancletas caídas, volvió a asomarse a la ventana, retornando a su espera de la noche y dirigiendo su vista a las aceras de la calle.

El hotel se encontraba situado en el bulevar de la Chapelle, a la izquierda de la barrera Poissonnière. Era una casucha de dos pisos, pintada hasta el segundo de un color rojo semejante al vino turbio, con persianas podridas por la lluvia. Por encima de una linterna de vidrios agrietados conseguía leerse entre las dos ventanas:
Hotel Boncœur, a cargo de Marsoullier
, en grandes letras amarillas, a las que faltaban algunos trozos, a causa de las resquebrajaduras del revoque. Gervasia, a quien la linterna no permitía ver bien, alzábase en puntillas con el pañuelo entre los labios. Miraba hacia la derecha, por el lado del bulevar Rochechouart, donde se estacionaban grupos de carniceros, con sus mandiles llenos de sangre, delante de los mataderos; y el viento frío llevaba hasta ella, a intervalos, un hediondo olor a reses degolladas. Luego dirigió la vista hacia la izquierda, abarcando una larga extensión de la avenida, deteniéndose, casi enfrente de ella, en la blanca masa del hospital Lariboisière, entonces en construcción. Lentamente, de un extremo al otro del horizonte, siguió avizorando por el muro del resguardo, tras del cual, por las noches, oía a veces gritos de asesinados. Y escudriñó los ángulos más apartados, los rincones sombríos, negros de humedad e inmundicia, temerosa de descubrir el cuerpo de Lantier con el vientre agujereado a puñaladas. Al levantar la vista más allá de aquella muralla gris e interminable que rodeaba la ciudad como una faja de desierto, podía distinguir un gran resplandor, una polvareda de sol, rebosante ya del zumbido matinal de París. Pero era siempre hacia la barrera Poissonnière a donde reiteradamente volvía los ojos, alargando el cuello, aturdiéndose al ver correr entre las dos achatadas casillas del resguardo la ininterrumpida oleada de hombres, de animales y de carros, que descendían de las alturas de Montmartre y de la Chapelle. Advertíanse allí las pisadas de rebaño de una multitud que, con paradas repentinas, se extendía en marejada sobre la calzada; era un interminable desfile de obreros que iban a su trabajo, con las herramientas en la espalda y el pan bajo el brazo; y la turba se sumergía en París, donde continuamente se anegaba. Cuando Gervasia creía reconocer a Lantier, entre toda esa multitud, se inclinaba más aún, a riesgo de caer: luego, apretaba con más fuerza el pañuelo contra la boca, como si pretendiera ahogar su dolor.

Una voz juvenil y alegre la obligó a abandonar la ventana.

—¿No está en casa el patrón, señora Lantier?

—No, señor Coupeau —respondió ella, tratando de sonreír.

Era un obrero pizarrero, que ocupaba, en lo más alto del hotel, una habitación de diez francos. A la sazón llevaba su saco echado a la espalda. Al encontrar la llave puesta en la cerradura, había entrado como buen amigo.

—¿Sabe usted —siguió diciendo— que ahora trabajo allá, en el hospital?… ¡Ah! ¡Qué hermoso mes de mayo! Vaya, que no pica poco esta mañana.

Y miraba el rostro de Gervasia, enrojecido por las lágrimas. Cuando vio que la cama no estaba deshecha, movió suavemente la cabeza; luego se dirigió hasta la camita de los niños que, con sus rosados semblantes de querubines, continuaban durmiendo, y dijo, bajando la voz:

—¡Vamos! El amo no es muy juicioso, ¿verdad?… Pero no se aflija usted, señora Lantier. Lo que ocurre es que su esposo se ocupa mucho de política; días pasados, cuando se votó por Eugenio Sue, una buena persona, según parece, se puso como loco. Es muy probable que haya pasado la noche con algunos amigos hablando mal de ese crápula de Bonaparte.

—No, no —murmuró ella, haciendo un esfuerzo—. No es lo que usted cree. Yo sé dónde está Lantier… Nosotros, como todo el mundo, tenemos nuestras desazones. ¡Dios mío!

Coupeau guiñó los ojos, como dando a entender que no era fácil engañarlo. Y partió, no sin antes haberle ofrecido ir en busca de leche, si ella no quería salir; podía contar con él cuando se viese en algún apuro, la estimaba, pues veía lo hermosa y buena mujer que era. Cuando Coupeau se hubo alejado, Gervasia volvió a asomarse a la ventana.

En la fría mañana continuaba el ruido del rebaño que pasaba por la barrera. Era fácil reconocer a los cerrajeros por sus mandiles azules, a los albañiles por sus blusas blancas, a los pintores por sus sobretodos, bajo los cuales aparecían largas blusas. Desde lejos, esta multitud ofrecía un aspecto borroso, un matiz indefinible, en el que dominaban el azul descolorido y el gris sucio. De cuando en cuando un obrero se detenía y encendía su pipa, mientras los demás pasaban por su lado sin detenerse, sin sonreír, sin decir una palabra al camarada, con las mejillas terrosas, la cara dirigida., hacia París, que uno tras otro los devoraba por la anchurosa calle del arrabal Poissonnière. No obstante, en los dos extremos de la calle Poissonnière, frente a la entrada de dos tabernas, cuyos dueños abrían las puertas, algunos hombres, con los brazos caídos, listos ya a pasar un día de vagancia, moderaban el paso y dirigían miradas oblicuas hacia París. Delante de los mostradores, varios grupos bebían ya en rueda, olvidándose de sí mismos, llenando las salas, escupiendo, tosiendo, limpiándose el gaznate a fuerza de copas.

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