La tabla de Flandes (23 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

—César te está muy agradecido —dijo Julia—. Y yo también.

Menchu arrugó la nariz, con reprobación.

—Eso es lo que me fastidia. Que además justifiques las golferías de tu amigo el anticuario. Ya tiene edad para formalizarse un poco, la vieja loca.

Julia blandió un puño amenazador ante la nariz de su amiga.

—No te metas con él. Ya sabes que César es sagrado.

—Lo sé, hija. Siempre con tu César por aquí y por allá, y así desde que te conozco… —miró el cuadro de Sergio con fastidio—. Lo vuestro es para ir al psicoanalista y saltarle un fusible. Os imagino tumbaditos juntos en el diván, hablándole de la cebolla esa de Freud: «Verá usted, doctor, de pequeña no quería tirarme a mi padre sino bailar el vals con el anticuario. Que además es mariquita, pero me adora…» Menudo pastel, nena.

Julia miró a su amiga sin ganas de sonreír.

—Eso es una impertinencia. Conoces perfectamente la naturaleza de nuestra relación.

—Vaya si la conozco.

—Pues vete al cuerno. Sabes muy bien… —se detuvo y bufó, irritada consigo misma—. Esto es absurdo. Siempre que hablas de César termino justificándome.

—Porque hay algo turbio en lo vuestro, chatita. Recuerda que incluso cuando estabas con Álvaro…

—Déjame en paz con Álvaro. Ocúpate de tu Max.

—Mi Max, al menos, me da lo que necesito… Por cierto, ¿qué tal ese ajedrecista que os habéis sacado de la manga? Me muero por echarle la vista encima.

—¿Muñoz? —Julia no pudo evitar una sonrisa—. Te decepcionaría. No es tu tipo… Ni el mío —reflexionó unos instantes; nunca se le había ocurrido considerarlo desde un punto de vista descriptivo—. Tiene pinta de oficinista de película en blanco y negro.

—Pero te ha resuelto lo del Van Huys —Menchu emitió un parpadeo de socarrona admiración en homenaje al jugador de ajedrez—. Algún talento tendrá.

—A su manera puede ser brillante… Pero no siempre. En un momento lo ves muy seguro, razonando como una máquina, y de pronto se apaga ante tus ojos. Entonces te ves fijándote en el cuello rozado de su camisa, en lo vulgar de sus facciones, y piensas que, seguramente, es uno de esos a los que les huelen los calcetines…

—¿Está casado?

Julia encogió los hombros. Miraba hacia la calle, más allá de la vidriera del escaparate donde se exponían un par de cuadros y cerámicas decoradas.

—No lo sé. No es de los que hacen confidencias —meditó sobre lo que acababa de decir, descubriendo que tampoco había pensado en ello, hasta ese punto Muñoz le interesaba menos como ser humano que como útil para la resolución de un problema. Sólo el día anterior, poco antes de encontrar la tarjeta en la puerta cuando estaban a punto de despedirse, se había asomado un poco, por primera vez, a su interior—. Yo diría que sí está casado. O que lo estuvo… Hay en él ciertos estragos que sólo podemos causar las mujeres.

—¿Y cómo le cae a César?

—Le cae bien. Imagino que le hace gracia el personaje. Lo trata con mucha cortesía, a veces algo irónica… Como si cuando Muñoz se muestra brillante analizando una jugada, sintiera una punzadita de celos. Pero en cuanto aparta los ojos del tablero, Muñoz vuelve a ser vulgar y César se tranquiliza.

Se interrumpió, extrañada. Seguía mirando hacia la calle a través del escaparate, y acababa de ver al otro lado, detenido junto al bordillo, un coche que le pareció familiar. ¿Dónde lo había visto antes?

Pasó un autobús, ocultando el coche de su vista. La ansiedad que se le reflejaba en el rostro atrajo la atención de Menchu.

—¿Ocurre algo?

Movió la cabeza, desconcertada. Tras el autobús cruzó un camión de reparto, deteniéndose ante un semáforo, y resultaba imposible saber si el coche seguía allí. Pero ella lo había visto. Era un Ford.

—¿Qué pasa?

Menchu alternaba sus miradas entre ella y la calle, sin comprender. Con un vacío en la boca del estómago, sensación incómoda que en los últimos días había llegado a conocer demasiado bien, Julia se quedó inmóvil, concentrada como si sus ojos, a base de esfuerzo, fuesen capaces de atravesar la chapa del camión y averiguar si el coche seguía allí. Un Ford azul.

Tenía miedo. Lo sintió hormiguear suavemente a lo largo de su cuerpo, latir en las muñecas y las sienes. Después de todo, se dijo, era posible que alguien la estuviese siguiendo. Que lo hiciera desde días atrás, cuando Álvaro y ella… Un Ford azul con los cristales oscuros.

De pronto recordó. Detenido en doble fila frente a la agencia de mensajeros, saltándose un semáforo en rojo aquella mañana de lluvia en los bulevares. Sombra entrevista a veces desde los visillos de su ventana, calle abajo, o entre el tráfico, un poco por aquí y por allá… ¿Por qué no iba a tratarse del mismo automóvil?

—Julia, hija —Menchu parecía ahora realmente preocupada—. Te has puesto pálida.

El camión seguía allí, detenido ante el semáforo en rojo. Tal vez sólo era una coincidencia. El mundo estaba lleno de coches azules y con los cristales oscuros. Dio un paso hacia el escaparate, metiendo la mano en el bolso de cuero que llevaba colgado del hombro. Álvaro en la bañera, bajo los grifos abiertos. Buscó a tientas, apartando tabaco, encendedor, polvera. Tocó la culata de la Derringer con una especie de jubiloso consuelo, de odio exaltado hacia aquel coche ahora invisible que encarnaba la sombra desnuda del miedo. Hijo de puta, pensó, y la mano que empuñaba el arma dentro del bolso se puso a temblar a un tiempo de pavor y de ira. Hijo de puta, seas quien seas, aunque hoy les toque mover a las negras te voy a enseñar yo a jugar al ajedrez… Y ante los atónitos ojos de Menchu salió a la calle con los dientes apretados y los ojos fijos en el camión que ocultaba el automóvil. Cruzó entre dos coches detenidos en la acera, justo cuando el disco cambiaba a verde. Sorteó un parachoques, escuchó indiferente un claxon a su espalda, estuvo a punto de sacar la Derringer del bolso en su impaciencia por que pasara el camión, y por fin, entre una humareda de gasoil, llegó al otro lado de la calle a tiempo de ver cómo un Ford azul con los cristales oscuros, cuya matrícula terminaba en las letras TH, se perdía en el tráfico, calle arriba, alejándose de su vista.

IX. El foso de la Puerta Este

«AQUILES: ¿Qué pasa entonces si usted encuentra

un cuadro dentro del cuadro al cual ya ha entrado…?

TORTUGA: Justo lo que usted esperaría: uno se

introduce dentro de ese cuadro-en-el cuadro.»

D. R. Hofstadter

—Fue realmente excesivo, querida —César enrollaba sus
spaghetti
en torno al tenedor—. ¿Imaginas?… Un honrado ciudadano está detenido casualmente en un semáforo, al volante de su no menos casual coche de color azul, y ve llegar una guapa joven hecha un basilisco que, de buenas a primeras, pretende pegarle un tiro —se volvió hacia Muñoz, como pidiendo el apoyo de la cordura—… ¿No es para que a cualquiera le dé un soponcio?

El jugador de ajedrez detuvo el movimiento de la bolita de pan que tenía entre los dedos, sobre el mantel, pero no levantó los ojos.

—No se lo llegó a pegar. Me refiero al tiro —precisó en voz baja, ecuánime—. El coche se fue antes.

—Lógico —César extendió una mano hacia la copa de vino rosado—. El semáforo estaba en verde.

Julia dejó los cubiertos en el filo del plato, junto a su lasaña casi intacta. Lo hizo con violencia, levantando un ruido merecedor de una dolorida mirada de reconvención que el anticuario le dirigió por encima del borde de su copa.

—Escucha, bobo. El coche ya estaba parado antes de que el semáforo se pusiera rojo, con la calle libre… Justo enfrente de la galería, ¿entiendes?

—Hay cientos de coches así, cariño —César dejó con suavidad la copa sobre la mesa, volvió a secarse los labios y compuso una apacible sonrisa—. También pudo tratarse —añadió, bajando la voz hasta adoptar un tono sibilino— de un admirador de tu virtuosa amiga Menchu… Algún musculoso proxeneta en ciernes, aspirante a desbancar a Max. O algo así.

Julia sentía una sorda irritación. La sacaba de quicio que en momentos de crisis César se atrincherase en su agresividad maledicente, estilo vieja víbora. Pero no quería abandonarse al malhumor, discutiendo con él. Y menos delante de Muñoz.

—También pudo ser alguien —respondió, tras revestirse de paciencia y contar mentalmente hasta cinco— que viéndome salir de la galería decidió quitarse de en medio, por si acaso.

—Lo veo pero que muy improbable, queridísima. De veras.

—También habrías considerado improbable que Álvaro apareciera desnucado como un conejo, y ya ves.

El anticuario frunció los labios, como si la alusión resultara inoportuna, mientras indicaba el plato de Julia con un gesto.

—Se te va a enfriar la lasaña.

—A la mierda la lasaña. Quiero saber qué opinas tú. Y quiero la verdad.

César miró a Muñoz, pero éste seguía amasando su bolita de pan, inexpresivo. Entonces apoyó las muñecas en el borde de la mesa, simétricamente colocadas a cada lado del plato, y fijó la vista en el búcaro con dos claveles, blanco y rojo, que decoraba el centro del mantel.

—Puede que sí, que tengas razón —enarcaba las cejas como si la sinceridad exigida y el afecto que le profesaba a Julia librasen dura lucha en su interior—… ¿Es eso lo que deseas oír? Pues ya está. Ya lo he dicho —los ojos azules la miraron con tranquila ternura, libres del sardónico enmascaramiento que los había revestido hasta entonces—. Confieso que la presencia de ese coche me preocupa.

Julia le dirigió una mirada furiosa.

—¿Puede saberse, entonces, por qué te has pasado media hora haciendo el idiota? —golpeó con los nudillos sobre el mantel, impaciente—. No, no me lo digas. Ya sé. Papaíto no quiere que la nena se inquiete, ¿verdad? Estaré más tranquila con la cabeza metida en el agujero, como las avestruces… O como Menchu.

—Las cosas no se solucionan echándose encima de la gente porque parezca sospechosa… Además, si las aprensiones resultan justificadas, incluso puede ser peligroso. Quiero decir peligroso
para ti
.

—Llevaba tu pistola.

—Espero no lamentar nunca haberte dado esa Derringer. Esto no es un juego. En la vida real, los malos también pueden llevar pistola… Y juegan al ajedrez.

Como si hiciese una tópica imitación de sí mismo, la palabra
ajedrez
pareció romper la apatía de Muñoz.

—Después de todo —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular— el ajedrez es una combinación de impulsos hostiles…

Lo miraron sorprendidos; aquello no tenía nada que ver con la conversación. Muñoz contemplaba el vacío, como si aún no hubiese regresado completamente de un largo viaje a lugares remotos.

—Mi estimadísimo amigo —dijo César, algo picado por la interrupción—. No me cabe la menor duda de la aplastante veracidad de sus palabras, pero nos encantaría que fuese más explícito.

Muñoz hizo girar la bolita de pan entre los dedos. Llevaba una americana azul pasada de moda y corbata verde oscura. Las puntas del cuello de la camisa, arrugadas y no muy limpias, apuntaban hacia arriba.

—No sé qué decirles —se frotó el mentón con el dorso de los dedos—. Llevo todos estos días dándole vueltas al asunto… —vaciló otra vez, como si buscase las palabras idóneas—. Pensando en nuestro adversario.

—Como Julia, imagino. O como yo mismo. Todos pensamos en ese miserable…

—No es igual. Llamarlo
miserable
, como usted hace, supone ya un juicio subjetivo… Algo que no nos ayuda; y puede desviar nuestra atención de lo que sí es importante. Yo procuro pensar en él a través de lo único objetivo que tenemos hasta ahora: sus movimientos de ajedrez. Quiero decir… —pasó un dedo por el cristal empañado de su copa de vino, intacta, y se calló un momento, como si el gesto le hubiese hecho perder el hilo del breve discurso—. El estilo refleja al jugador… Creo que ya les hablé de eso una vez.

Julia se inclinó hacia el ajedrecista, interesada.

—¿Quiere decir que ha pasado estos días estudiando en serio la
personalidad
del asesino?… ¿Que ahora lo conoce mejor?

La vaga sonrisa se insinuó de nuevo, apenas un instante, en los labios de Muñoz. Pero su mirada era abrumadoramente seria, comprobó Julia. Aquel hombre no ironizaba jamás.

—Hay jugadores de muchos tipos —entornó los párpados, y parecía que observase algo a lo lejos, un mundo familiar más allá de las paredes del restaurante—. Además del estilo de juego, cada uno tiene manías propias, rasgos que lo diferencian de los demás: Steinitz solía tararear a Wagner mientras jugaba; Morphy nunca miraba a su oponente hasta el movimiento decisivo… Otros dicen algo en latín, o en jerga inventada… Es una manera de desahogar tensión, de quedarse a la expectativa. Puede ocurrir antes o después de mover una pieza. A casi todos les pasa.

—¿A usted también? —preguntó Julia.

El ajedrecista titubeó, molesto.

—Supongo que sí.

—¿Y cuál es su manía de jugador?

Muñoz se miró las manos, sin dejar de amasar entre los dedos la bolita de pan.

—Vámonos a Pénjamo con dos Haches.


¿Vámonos a Pénjamo con dos Haches?

—Sí.

—¿Y qué significa
Vámonos a Pénjamo con dos Haches
?

—No significa nada. Sencillamente lo digo entre dientes, o lo pienso, cuando hago una jugada decisiva, justo antes de tocar la pieza.

—Pero eso es completamente irracional…

—Ya lo sé. Pero, incluso irracionales, los gestos o manías se relacionan con la forma de jugar. Y eso también es información sobre el carácter del adversario… A la hora de analizar un estilo o un jugador, cualquier dato vale. Petrosian, por ejemplo: era muy defensivo, con gran sentido del peligro; se pasaba el tiempo preparando defensas frente a posibles ataques, incluso antes de que éstos se le ocurriesen a sus adversarios…

—Un paranoico —dijo Julia.

—¿Ve como no es difícil?… En otros casos, el juego refleja egoísmo, agresividad, megalomanía… Consideren, si no, el caso de Steinitz: con sesenta años, aseguraba estar en comunicación directa con Dios, y que podía ganarle una partida dando ventaja de un peón y las blancas…

—¿Y nuestro jugador invisible? —preguntó César, que escuchaba atento, con su copa a medio camino entre la mesa y los labios.

—Parece bueno —respondió Muñoz sin vacilar—. Y a menudo los buenos jugadores son gente complicada… Un maestro desarrolla una intuición especial por el movimiento adecuado y un sentido del peligro sobre el movimiento erróneo. Es una especie de instinto que no se puede explicar con palabras… Cuando mira el tablero no ve algo estático, sino un campo donde se entrecruzan multitud de fuerzas magnéticas, incluidas las que él lleva dentro —miró la bolita de pan sobre el mantel durante unos segundos antes de desplazarla cuidadosamente hacia un lado, como si se tratase de un minúsculo peón sobre un tablero imaginario—. Es agresivo y le gusta arriesgarse. Ese no recurrir a la dama para proteger su rey… El brillante recurso al peón negro y después al caballo negro para mantener la tensión sobre el rey blanco, dejando en suspenso, para atormentarnos, un posible cambio de damas… Quiero decir que ese hombre…

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