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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (6 page)

«—La vida es breve y la belleza efímera, princesita —era una melancolía burlona la que asomaba a los labios de César al adoptar, casi en un susurro, aquel tono de confidencia—. Y sería injusto poseerla eternamente… Lo hermoso es enseñar a volar a un gorrioncillo, porque en su libertad va implícita tu renuncia… ¿Captas lo delicado de la parábola?»

Julia —como había reconocido en voz alta una vez que él la acusó, entre halagado y divertido, de estarle haciendo una escena de celos— sentía ante aquellos gorrioncillos que revoloteaban alrededor de César una inexplicable irritación, que sólo su afecto por el anticuario, y la conciencia razonada de que éste gozaba de perfecto derecho a vivir su propia vida, le impedían exteriorizar. Como Menchu apuntaba con su habitual falta de tacto: «Lo tuyo, hija, parece un complejo de Electra travestida de Edipo, o viceversa…» Y es que, a diferencia de César, las parábolas de Menchu podían llegar a ser abrumadoramente explícitas.

Cuando Julia terminó de contar la historia del cuadro, el anticuario permaneció en silencio, valorando todo aquello. Después movió la cabeza en señal de asentimiento. No parecía impresionado —en materia de arte, y a aquellas alturas, pocas cosas lo impresionaban—, pero el brillo burlón de sus ojos había dejado paso a un relámpago de interés.

—Fascinante —dijo, y Julia supo en el acto que podía contar con él. Desde que era niña, aquella palabra fue siempre incitación a la complicidad y a la aventura tras la pista de un secreto: el tesoro de los piratas oculto en un cajón de la cómoda isabelina —que él terminó vendiendo al Museo Romántico— o la imaginaria historia de la dama vestida de encajes y atribuida a Ingres cuyo amante, oficial de húsares, murió en Waterloo gritando su nombre en plena carga de caballería… De esta forma, llevada de la mano por César, Julia había vivido cien aventuras bajo cien vidas distintas; e invariablemente, en todas y cada una de ellas, aprendió con él a valorar la belleza, la abnegación y la ternura, así como el delicado y vivísimo placer que podía extraerse de la contemplación de una obra de arte, en la traslúcida textura de una porcelana, en el humilde reflejo de un rayo de sol sobre una pared, descompuesto por el cristal puro en su bella gama de colores.

—Lo primero —estaba diciendo César— es echarle un vistazo a fondo a ese cuadro. Puedo ir a tu casa mañana por la tarde, sobre las siete y media.

—De acuerdo —lo miró con prevención—. Pero es posible que también esté Álvaro.

Si el anticuario estaba sorprendido, no lo dijo. Se limitó a fruncir los labios en una mueca cruel.

—Delicioso. Hace tiempo que no veo a ese cerdo, así que me encantará arrojarle dardos envenenados, envueltos en delicadas perífrasis.

—Por favor, César.

—No te preocupes, querida. Seré benévolo, dadas las circunstancias… Herirá mi mano, sí, mas sin derramar sangre sobre tu alfombra persa. Que por cierto, necesita una limpieza.

Lo miró, enternecida, y puso sus manos sobre las de él.

—Te amo, César.

—Lo sé. Es normal; le pasa a casi todo el mundo.

—¿Por qué odias tanto a Álvaro?

Era una pregunta estúpida, y él la miró con suave censura.

—Te hizo sufrir —respondió gravemente—. Si me autorizases, sería capaz de sacarle los ojos y echárselos a los perros, por los polvorientos caminos de Tebas. Todo muy clásico. Tú podrías hacer el coro; te imagino bellísima con un peplo, levantando los brazos desnudos hacia el Olimpo, y los dioses roncando allá arriba, absolutamente borrachos.

—Cásate conmigo. En el acto.

César tomó una de sus manos y la besó, rozándola con los labios.

—Cuando seas mayor, princesita.

—Ya lo soy.

—Todavía no. Pero cuando lo seas, Alteza, osaré decirte que te amaba. Y que los dioses, al despertar, no me lo quitaron todo. Sólo mi reino —pareció meditar—. Lo que, bien pensado, es una bagatela.

Era un diálogo íntimo y lleno de recuerdos, de claves compartidas, tan viejo como su amistad. Quedaron en silencio, acompañados por el tic-tac de los relojes centenarios que, en espera de un comprador, seguían desgranando el paso del tiempo.

—En resumen —dijo César al cabo de un instante—. Si he entendido bien, se trata de resolver un asesinato.

Julia lo miró sorprendida.

—Es curioso que digas eso.

—¿Por qué? Se trata de algo así. Que ocurriese en el siglo quince no cambia las cosas…

—Ya. Pero esa palabra, asesinato, lo pone todo bajo una luz más siniestra —le sonrió inquieta al anticuario—. Puede que estuviese anoche demasiado cansada para verlo de ese modo, pero hasta ahora había tomado la cosa como un juego; algo semejante a descifrar un jeroglífico… Una especie de asunto personal. De amor propio.

—¿Y?

—Pues que llegas tú con toda naturalidad, hablando de resolver un asesinato
real
, y yo acabo de comprender… —se detuvo un momento con la boca abierta, como asomándose al borde de un abismo—. ¿Te das cuenta? Alguien asesinó o hizo asesinar a Roger de Arras el día de Reyes de mil cuatrocientos sesenta y nueve. Y la identidad del asesino está en el cuadro —se incorporó en la silla, empujada por su propia excitación—. Podríamos aclarar un enigma de cinco siglos… Tal vez la razón por la que una pequeña parte de la historia de Europa discurrió de una forma y no de otra… ¡Imagínate la cotización que
La partida de ajedrez
puede alcanzar en la subasta, si conseguimos probar todo eso!

Se había levantado y apoyaba las manos sobre el mármol rosa de un velador. Sorprendido al principio y admirado después, asentía el anticuario.

—Millones, querida —confirmó con un suspiro arrancado por la evidencia—. Muchos millones —meditó, convencido—. Con la publicidad adecuada, Claymore puede triplicar o cuadruplicar el precio de salida en la subasta… Un tesoro, ese cuadro tuyo. De veras.

—Tenemos que ver a Menchu. En seguida.

César negó con un gesto, adoptando un aire de enfurruñada reserva.

—Ah, eso sí que no, amor. Ni hablar del peluquín. A mí no me mezcles en historias con tu Menchu… Yo desde la barrera, lo que quieras, como mozo de estoques.

—No seas bobo. Te necesito.

—Y estoy a tu disposición, querida. Pero no me obligues a codearme con esa Nefertiti restaurada y sus proxenetas de turno, vulgo chulos. Esa amiga tuya me produce jaqueca —se indicó una sien—. Exactamente aquí. ¿Ves?

—César…

—De acuerdo, me rindo.
Vae victis
. Veré a tu Menchu.

Lo besó sonoramente en las bien rasuradas mejillas, oliendo su aroma a mirra. César compraba los perfumes en París y los pañuelos en Roma.

—Te amo, anticuario. Mucho.

—Coba. Pura coba. A mí me la vas a dar tú, a mis años.

Menchu también compraba sus perfumes en París, pero eran menos discretos que los de César. Llegó con una oleada de
Rumba
de Balenciaga precediéndola como un heraldo por el vestíbulo del Palace, apresurada y sin Max.

—Tengo noticias —se tocó la nariz con un dedo antes de sentarse y aspiró breve y entrecortadamente. Había hecho una escala técnica en los lavabos y aún tenía algunas minúsculas motas de polvo blanco pegadas al labio superior; Julia sabía que esa era la causa de su aire pizpireto y lúcido—. Don Manuel nos espera en su casa para tratar el asunto.

—¿Don Manuel?

—El dueño del cuadro, mujer. Pareces lela. Mi viejecito encantador.

Pidieron cócteles suaves, y Julia puso a su amiga al corriente de los resultados de la investigación. Menchu abría ojos como platos, calculando porcentajes.

—Eso cambia las cosas —contaba rápidamente con los dedos, de uñas lacadas en rojo sangre, sobre el mantelito de hilo del velador—. Mi cinco por ciento se queda corto, así que voy a hacerle una faena a los de Claymore: del quince por ciento de comisión sobre el precio que el cuadro alcance en la subasta, siete y medio para ellos, y siete y medio para mí.

—No aceptarán. Está muy por debajo de su beneficio habitual.

Menchu se echó a reír con el borde de su copa entre los dientes. Sería eso o nada. Sotheby’s o Christie’s estaban a la vuelta de la esquina, y lanzarían aullidos de placer ante la perspectiva de hacerse con el Van Huys. Iba a ser lo tomas o lo dejas.

—¿Y el dueño? Tal vez tu viejecito tenga algo que decir. Imagínate que decide tratar directamente con Claymore. O con otros.

Menchu hizo una mueca astuta.

—No puede. Me firmó un papelito —señaló su falda corta, que descubría generosamente las piernas enfundadas en medias oscuras—. Además vengo en uniforme de campaña, como ves. Mi don Manuel entrará por el aro, o me meto a monja —cruzó y descruzó las piernas en honor de la clientela masculina del hotel, como si pretendiese comprobar el efecto, antes de fijar su atención en la copa de cóctel, satisfecha—. En cuanto a ti…

—Yo quiero el uno y medio de tu siete y medio.

Menchu puso el grito en el cielo. Eso era mucho dinero, dijo escandalizada. Tres o cuatro veces más de lo acordado por la restauración. Julia la dejó protestar mientras sacaba del bolso un paquete de Chesterfield y encendía un cigarrillo.

—No me has entendido —aclaró mientras expulsaba el humo—. Los honorarios por mi trabajo se le deducirán directamente a tu don Manuel del precio que se consiga en la subasta… El otro porcentaje es adicional: de tu beneficio. Si el cuadro se vende en cien millones, siete y medio serán para Claymore, seis para ti, y uno y medio para mí.

—Hay que ver —Menchu movía la cabeza, incrédula—. Y parecías tan modosa tú, con tus pincelitos y barnices. Tan inofensiva.

—Ya ves. Dios dijo hermanos, pero no primos.

—Me horrorizas, lo juro. He cobijado un áspid en mi seno izquierdo, como Aida. ¿O fue Cleopatra?… No sabía que se te daba tan bien eso de los porcentajes.

—Ponte en mi lugar. A fin de cuentas, el asunto lo he descubierto yo —agitó los dedos ante la nariz de su amiga—. Con estas manitas.

—Te aprovechas de que tengo el corazón blando, pequeño ofidio.

—Lo que tienes es la cara muy dura.

Suspiró Menchu, melodramática. Era quitarle el pan de la boca a su Max, pero podía llegarse a un acuerdo. La amistad era la amistad, entre otras cosas. En ese momento miró hacia la puerta del bar y puso cara de intriga. Por cierto. Hablando del ruin de Roma.

—¿Max?

—No seas desagradable. Max no es ruin, es un cielo —hizo un movimiento con los ojos, invitándola a observar con disimulo—. Acaba de entrar Paco Montegrifo, de Claymore. Y nos ha visto.

Montegrifo era director de la sucursal de Claymore en Madrid. Alto y atractivo, en torno a la cuarentena, vestía con la estricta elegancia de un príncipe italiano. Su raya de pelo era tan correcta como sus corbatas, y al sonreír mostraba una amplia hilera de dientes, demasiado perfectos para ser auténticos.

—Buenos días, señoras. Que feliz casualidad.

Permaneció en pie mientras Menchu hacía las presentaciones.

—He visto algunos de sus trabajos —le dijo a Julia, cuando supo que era ella quien se ocupaba del Van Huys—. Sólo tengo una palabra: perfectos.

—Gracias.

—Por favor. No cabe duda de que
La partida de ajedrez
estará a la misma altura —mostró de nuevo la blanca fila de dientes en una sonrisa profesional—. Tenemos grandes esperanzas puestas en esa tabla.

—Nosotras también —dijo Menchu—. Más de lo que se imagina.

Montegrifo debió de percibir algún tono especial en el comentario, pues sus ojos castaños se pusieron alerta. Nada tonto, pensó Julia en el acto, mientras el subastador hacía un gesto en dirección a una silla libre. Lo aguardaban unas personas, dijo; pero podían esperar un par de minutos.

—¿Me permiten?

Hizo una seña negativa al camarero que se acercaba y tomó asiento frente a Menchu. Su cordialidad permanecía intacta, pero ahora podía percibirse en ella cierta cauta expectación, como si se esforzara en captar una nota lejana y discordante.

—¿Hay algún problema? —preguntó con calma.

La galerista negó con la cabeza. Ningún problema, en principio. Nada de qué inquietarse. Pero Montegrifo no parecía inquieto; sólo cortésmente interesado.

—Tal vez —concluyó Menchu tras un titubeo— debamos replantear las condiciones del acuerdo.

Siguió un silencio embarazoso. Montegrifo la miraba como podía mirar, en mitad de una puja, a un cliente incapaz de mantener la compostura.

—Señora mía, Claymore es una casa muy seria.

—No me cabe duda —respondió Menchu con aplomo—. Pero una investigación realizada sobre el Van Huys revela datos importantes que revalorizan la pintura.

—Nuestros tasadores no encontraron nada de eso.

—La investigación ha sido posterior al peritaje de sus tasadores. Los hallazgos… —aquí Menchu pareció otra vez dudar un instante, lo que no pasó desapercibido— no están a la vista.

Montegrifo se volvió hacia Julia con aire reflexivo. Sus ojos estaban fríos como el hielo.

—¿Qué ha encontrado usted? —preguntó suavemente, como un confesor que invitara a descargar la conciencia.

Julia miraba a Menchu, indecisa.

—No creo que yo…

—No estamos autorizadas —intervino Menchu, a la defensiva—. Al menos hoy. Antes tenemos que recibir instrucciones de mi cliente.

Montegrifo movió despacio la cabeza. Después, con pausado gesto de hombre de mundo, se puso lentamente en pie.

—Me hago cargo. Discúlpenme.

Pareció a punto de añadir algo, pero se limitó a mirar a Julia con curiosidad. No tenía aspecto preocupado. Sólo al despedirse manifestó su esperanza —lo hizo sin apartar los ojos de la joven, aunque sus palabras estuvieran dirigidas a Menchu— de que el hallazgo, o lo que fuera, no alterase el compromiso establecido. Después, tras ofrecer sus respetos, se alejó entre las mesas, yendo a sentarse al otro extremo de la sala, a la mesa ocupada por una pareja de aspecto extranjero.

Menchu miraba su copa con aire contrito.

—He metido la pata.

—¿Por qué? Tarde o temprano tiene que enterarse.

—Ya lo sé. Pero tú no conoces a Paco Montegrifo —bebió un sorbo de cóctel mientras miraba al subastador a través de la copa—. Ahí donde lo ves, con sus modales y su buena planta, si conociera a don Manuel iría corriendo a enterarse de lo que ocurre, para dejarnos fuera.

—¿Tú crees?

Menchu soltó una risita sarcástica. El currículum de Paco Montegrifo no encerraba secretos para ella:

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