La tiranía de la comunicación

 

Cuando la democracia y la libertad triunfan en un planeta aparentemente liberado de los regímenes autoritarios, retornan paradójicamente, con fuerza recobrada, las censuras y las manipulaciones. Nuevos opios del pueblo distraen a los ciudadanos en nombre de el mejor de los mundos y los apartan de la acción cívica y reivindicativa. En esta nueva era de la alienación, en los tiempos de la cultura global y de los mensajes a escala planetaria, las tecnologías de la comunicación desempeñan, más que nunca, un papel ideológico de primer orden. La promesa de felicidad en la familia, la escuela, la empresa o el Estado, se encarna ahora en la comunicación. De ahí la proliferación ilimitada de los instrumentos a su servicio, de los que Internet constituye la culminación global, triunfal. Cuanta más comunicación haya, se nos dice, más armoniosa será nuestra sociedad y más felices seremos. Podemos preguntarnos si la comunicación no estará sobrepasando su estado óptimo, su punto culminante, para entrar en una fase en la que todas sus cualidades se transforman en defectos y todas sus virtudes en vicios.

Ignacio Ramonet

La Tiranía de la comunicacion

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18.08.11

Introdución

Europa, fragilizadas por la caída de los ingresos publicitarios, siguen siendo objetivo de la codicia de estos nuevos amos del mundo.

Este moderno tinglado comunicacional y la vuelta de los monopolios, preocupan lógicamente a los ciudadanos, que recuerdan las llamadas de alerta lanzados por George Orwell y Aldous Huxley contra el falso progreso de un mundo administrado por una policía del pensamiento. Y temen la posibilidad de un condicionamiento sutil de las mentes a escala planetaria.

En el gran esquema industrial concebido por los patronos de las empresas de entretenimiento, puede constatarse ya que la información se considera antes que nada como una mercancía, y que este carácter predomina ampliamente respecto a la misión fundamental de los media: aclarar y enriquecer el debate democrático.

A este respecto dos ejemplos recientes han mostrado cómo la sobreinformación no significa siempre buena información: el asunto Diana y el affaire Clinton-Lewinsky.

La muerte en accidente de automóvil a fines de agosto de 1997 en París de lady Diana y de su novio Dodi Al Fayed, dio lugar a la tempestad informativa más fenomenal en la reciente historia de los media. Prensa escrita (diaria y periódica), radios y televisiones otorgaron a este acontecimiento más espacio que el dedicado a ningún otro asunto que afectara a un individuo en toda la historia de los medios de comunicación de masas.

Millares de portadas de revistas, cientos de horas de reportajes televisados (sobre las circunstancias del accidente, las especulaciones sobre su carácter accidental o criminal, las relaciones con la familia real inglesa, con su ex marido, con sus hijos, sus actividades en favor de los desfavorecidos, su vida sentimental, etcétera.) fueron consagrados a la muerte de «Lady Di».

De Nigeria a Sri Lanka, de Japón a Nueva Zelanda, su entierro fue difundido en directo por cientos de cadenas de televisión del mundo entero. En Venezuela y Brasil, miles de personas pasaron toda la noche en vela (a causa del desfase horario) para seguir en directo y en tiempo real sobre la pequeña pantalla las escenas de las honras fúnebres de Diana.

Esta tempestad mediática ha sido comparada con la que el mundo experimentó con motivo de tragedias que afectaron a diversas personalidades: se trata de un error. Ni el asesinato de John Kennedy, ni el atentado contra Juan Pablo II tuvieron una repercusión mediática comparable (por no hablar más que de dos mega-acontecimientos) tratándose además de jefes del Estado y de la Iglesia, responsables políticos o espirituales, a la cabeza de países o de comunidades integradas por cientos de millones de personas que, por su función - presidente de Estados Unidos y Papa de la Iglesia católica - , son personajes habituales de los medios de comunicación y «ocupantes» casi de forma natural de los telediarios del mundo.

Dan Rather, Peter Jennings y Tom Brokaw tuvieron que regresar de Cuba, donde cubrían la visita del Papa y su encuentro con Fidel Castro.

Por una vez, los periodistas de la pequeña pantalla tenían varios cuerpos de retraso respecto a sus colegas de la prensa escrita, especialmente el Washington Post y el Newsweek, que estaban preparando el informe sobre las aventuras sentimentales de Clinton desde hacía varios meses.

De hecho, la prensa escrita buscaba su revancha desde los tiempos de la guerra del Golfo, que significó el triunfo, el apogeo y el cenit de una información televisada basada en la potencia de la imagen. Y la obtuvo mediante la incursión en nuevos territorios informativos: la vida privada de las personalidades públicas y los escándalos ligados a la corrupción y a los negocios: lo que podría denominarse periodismo de revelación (y no periodismo de investigación). ¿Por qué? Porque en la revelación de affaires de este tipo lo decisivo es la producción de documentos, y estos son casi siempre textos escritos, papeles comprometedores, cuyo valor-imagen es, por así decirlo, nulo, y de los que la televisión puede sacar muy poco partido. En un terreno como éste, la prensa escrita retoma la iniciativa. Por ello desde hace una década en la mayor parte de los países se ha visto multiplicar los informes y las revelaciones, sobre todo en materia de corrupción. En casi todos los casos es la prensa escrita la que los ha sacado, y prácticamente nunca la televisión.

En el asunto Clinton-Lewinsky, a falta de imágenes (los protagonistas se atrincheraban en sus territorios), las cadenas y la CNN se resignaron a organizar platós en los que aparecían los periodistas de la prensa escrita. Michael Isikoff, autor del artículo de Newsweek y el único periodista norteamericano del momento en haber oído una de las famosas grabaciones de las confidencias telefónicas de Monica Lewinsky, llevaba a cabo en esos días una especie de vaivén entre la CBS, la NBC y la ABC. Únicamente la cadena de televisión pública PBS ofreció una primera imagen realmente interesante: la entrevista-choque entre Clinton y Jim Lehrer, su presentador estrella.

Todas las demás cadenas interrumpieron inmediatamente sus programas para difundir extractos de la entrevista en la que el presidente norteamericano negó categóricamente haber mantenido relaciones culposas con la joven becaria de la Casa Blanca. A pesar de todo, la prensa del día siguiente tituló: «Sexo, mentiras y cintas magnetofónicas.»

Efectivamente, la televisión ha dado la impresión de estar fuera de juego en todo este asunto. Las revelaciones se iban conociendo a través de fugas y de informadores anónimos, no se dejaban filmar. A pesar de todo, la televisión no dejó de tratar de entrar en el acontecimiento, desdeñando al mismo tiempo el resto de la actualidad internacional. Por ejemplo, durante la rueda de prensa que siguió al encuentro entre Clinton y Yasir Arafat, no retuvo ni difundió más que las preguntas planteadas al presidente norteamericano respecto a...¡sus relaciones con Monica Lewinsky! La imagen de Arafat asistiendo, impasible, a la travesía de Clinton sobre el fuego de sus entrevistadores, constituye una de las pruebas más delirantes de la actual deriva de los media.

Desbordadas por los rumores y carentes de imágenes, las redes de televisión se han visto obligadas a afrontar un dilema sencillo: cómo hablar de la sexualidad presidencial sin hacer «telebasura» (TV trash). El «sexo presidencial»: los periodistas de la televisión sólo hablaban para referirse a éste... En la ABC, Barbara Walters, la gran sacerdotisa de las entrevistas «del corazón», se refería sin pestañear al «semen presidencial» que Monica Lewinsky habría conservado sobre uno de sus vestidos, explicando, con aire grave, que los futuros análisis de ADN podrían traicionar a Clinton.

La televisión norteamericana no aportó ningún elemento nuevo a la investigación. Las cámaras corrían siempre detrás de los reporteros de la prensa. Acabaron por encontrar su salvación en los archivos de la CNN: el famoso achuchón de Clinton a Monica Lewinsky durante una fiesta en los jardines de la Casa Blanca, difundido repetidamente y diseccionado por los expertos del body language («lenguaje del cuerpo»): «La mirada amorosa de Monica», «La palmadita cómplice en su hombro». Estas imágenes venían a confirmar a posteriori que las cadenas de televisión no habían podido mostrar ni una sola imagen significativa desde el inicio del asunto.

A partir de ese momento la rivalidad prensa escrita-televisión llegó al paroxismo. Y los desvaríos mediáticos fueron multiplicándose. Los periódicos empezaron a publicar todo lo que se les ocurría. El Dallas Morning News llegó al extremo de anunciar que poseía «la prueba» de que Clinton había sido sorprendido con Monica Lewinsky en una situación embarazosa, y la CNN no dudó en repicar inmediatamente esta falsa información para la pequeña pantalla. En fin, en la Fox, experta en telebasura, los comentaristas se preguntaban con un aire glotón: «¿Será Clinton un adepto al teléfono sexual?»

La desproporción entre el supuesto acontecimiento y el estrépito de los media, llegó a tal extremo que llevó a hacer sospechar que Clinton había montado todas las piezas de la crisis contra Bagdad para desviar sobre Irak y Saddam Hussein la potencia maléfica de los media. A pesar de todo, después de cinco días de delirios e histerias mediáticas, Clinton obtenía el 57 por 100 de opiniones favorables entre los norteamericanos. Los mismos norteamericanos que se mostraban sin embargo persuadidos de que había mantenido relaciones sexuales con Monica Lewinsky.

Vemos así que, en la era de la información virtual, únicamente una guerra real puede salvar del acoso informacional. Una era en la que dos parámetros ejercen una influencia determinante sobre la información: el mimetismo mediático y la hiper-emoción.

El mimetismo es la fiebre que se apodera súbitamente de los media (con todos los soportes confundidos en él) y que les impulsa, con la más absoluta urgencia, a precipitarse para cubrir un acontecimiento (de cualquier naturaleza) bajo el pretexto de que otros - en particular los medios de referencia - conceden a dicho acontecimiento una gran importancia.

Esta imitación delirante provoca un efecto de bola de nieve, funciona como una especie de intoxicación. Cuanto más hablan los media de un tema, más se persuaden colectivamente de que ese tema es indispensable, central, capital, y que hay que cubrirlo mejor todavía, consagrándole más tiempo, más medios, más periodistas. Los media se autoestimulan de esta forma, se sobreexcitan unos a otros, multiplican la emulación y se dejan arrastrar en una especie de espiral vertiginosa, enervante, desde la sobreinformación hasta la náusea.

La hiper-emoción ha existido siempre en los media, pero se reducía al ámbito especializado de ciertos medios, a una cierta prensa popular que jugaba fácilmente con lo sensacional, lo espectacular, el choque emocional. Por definición, los medios de referencia apostaban por el rigor y la frialdad conceptual, alejándose lo más posible del pathos para atenerse estrictamente a los hechos, a los datos, a las pruebas. Todo esto se ha ido modificando poco a poco, bajo la influencia del media de información dominante que es la televisión. El telediario, en su fascinación por el «espectáculo del acontecimiento» ha desconceptualizado la información y la ha ido sumergiendo progresivamente en la ciénaga de lo patético. Insidiosamente ha establecido una especie de nueva ecuación informacional que podría formularse así: si la emoción que usted siente viendo el telediario es verdadera, la información es verdadera.

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