Eran los kimonos que llevaba su madre cuando era joven; Seita recordó el día en que la asociación de padres había asistido a su clase, el orgullo con que había contemplado a su madre tras comprobar, al volverse, que era la más hermosa; recordó también las visitas que hacían a su padre en Kure: en estas ocasiones, su madre aparecía inesperadamente con un atuendo mucho más juvenil y, en el tren, él no hacía más que acariciarla contento… Pero, ahora, ¡un
to
de arroz!; Seita, con sólo oír estas palabras, «un
to
», se estremeció de alegría, ya que las inciertas raciones de arroz que les correspondían a él y a Setsuko no llenaban siquiera medio cestillo de bambú y, además, con esta cantidad tenían que subsistir cinco días.
En los alrededores de Manchitani vivían muchos campesinos y la viuda no tardó en regresar con un saco de arroz: llenó hasta los bordes el tarro de Seita, el mismo que había contenido las ciruelas, y vació el resto en un cofre de madera para uso de su familia; durante dos o tres días comieron arroz hasta la saciedad, pero enseguida volvieron a las gachas y, cuando se dejaron oír las protestas de Seita, «Tú ya eres mayor y tienes que pensar en cooperar con los demás. Tú no ofreces ni siquiera un puñado de arroz y, ¿dices que quieres comerlo? ¡Esto no puede ser de ninguna manera! ¡No tienes ninguna razón!»; con razón o sin ella, gracias a los kimonos de la madre, la viuda había conseguido el arroz con que preparaba, ufana, la comida que su hija llevaba al trabajo y las bolas de arroz para el huésped, mientras el almuerzo de Seita y Setsuko consistía en una mezcla de soja desgrasada que la niña, aún con el sabor del arroz en los labios, se negaba a comer; «Diga usted lo que diga, ¡el arroz era nuestro!», «¿Quieres decir con eso que os engaño? ¡Vas demasiado lejos! ¡Acojo a dos huérfanos y encima tengo que oír eso! ¡Muy bien! A partir de ahora, haremos la comida aparte. Así no habrá quejas, ¿no? Además, Seita, tú tienes parientes en Tokio, ¿verdad? En casa de la familia de tu madre, hay un tal no sé qué, ¿por qué no le escribes? En cualquier momento bombardearán Nishinomiya», la viuda no llegó a ordenarles que se marcharan enseguida, pero soltó a gusto todo lo que tenía en mente, y lo cierto es que también ella tenía sus razones: los dos huérfanos se habían instalado en su casa sin intención aparente de marcharse cuando ella no era más que la esposa de un primo de su padre; tenían parientes más cercanos en Kôbe, pero todos habían perdido su casa entre las llamas y no sabían cómo encontrarlos. En una tienda de utensilios domésticos, Seita compró una cuchara hecha con una concha a la que habían aplicado un mango, una cazuela de barro, una salsera de soja y, además, regaló a Setsuko un peine de boj que valía diez yenes; mañana y noche, pedía prestado un hornillo, cocía arroz y, de acompañamiento, preparaba tallos de calabaza hervidos, caracoles del estanque en salsa de soja o calamares secos puestos en remojo y cocidos, «No hace falta que te sientes tan correctamente», al tomar asiento frente a aquella pobre comida depositada, sin bandeja, directamente sobre el
tatami
, Setsuko lo hizo con mucha formalidad, tal como le habían enseñado, y después de la comida, cuando Seita se tumbó en el suelo con aire negligente, ella le advirtió: «¡Te convertirás en una vaca!» Utilizando la cocina por separado se sentían más cómodos, pero él no podía dar abasto a todos los quehaceres y, pronto, al pasar el peine de boj por el pelo de Setsuko, era difícil adivinar dónde los habría cogido, pero caían rodando de su cabellera piojos y liendres, y si tendía la ropa sin tomar precauciones, «¡Quieres que nos vean los aviones del enemigo o qué!», la viuda tenía palabras de reproche incluso sobre la colada; los esfuerzos de Seita no impedían que la suciedad fuera cada vez más ostensible; para empezar, les prohibieron bañarse en casa de los vecinos y, cuando finalmente los dejaron entrar, una vez cada tres días, en el baño público, fue a condición de que llevaran el combustible para calentar el agua, una tarea ardua y pesada que daba pereza; Seita se pasaba el día tumbado, leyendo las revistas femeninas a las que había estado suscrita su madre y que él compraba en la librería de viejo de delante de la estación de Shukugawa y, cuando sonaba la alarma de bombardeo, si la radio anunciaba la llegada de una gran formación de aviones, se negaba a ir al refugio ordinario, cogía a Setsuko y se metía en una cueva profunda que había detrás del estanque, cosa muy mal vista por los vecinos del barrio, quienes, encabezados por la viuda, estaban ya hartos de los dos huérfanos y decían que un joven de su edad debería ser núcleo de las actividades civiles de extinción de incendios, pero Seita, tras haber vivido en su propia piel el estrépito de las bombas estrellándose contra el suelo y la velocidad de las llamas, si hubieran sido uno o dos aviones aún lo habría hecho, pero tratándose de toda una formación, ¡ni pensarlo!
El seis de julio, bajo las últimas lluvias de la época de los monzones, los B-29 bombardearon Akashi; desde la cueva, Seita y Setsuko contemplaban distraídamente las ondas concéntricas que las gotas de lluvia torrencial dibujaban en la superficie del estanque; Setsuko abrazaba la muñeca, que no abandonaba fuera adonde fuese, «¡Quiero volver a casa! ¡No quiero vivir más con la tía!», lo dijo lloriqueando, aunque no se había quejado nunca hasta aquel momento, «Nuestra casa se ha quemado, ya no tenemos casa», sin embargo, no podrían estar ya en casa de la viuda mucho más tiempo: una noche en que Setsuko, dormida, estuvo llorando de miedo, la viuda apareció de repente como si hubiera estado aguardando la ocasión, «Mi hija y mi hijo están trabajando para la patria, así que tú, por lo menos, podrías hacer algo para que dejara de llorar, como mínimo, vamos; ¡con este escándalo no hay quien duerma!», y cerró la puerta corredera con una violencia que hizo sollozar a la niña con más fuerza; Seita la sacó a las tinieblas de la calle, entre las luciérnagas eternas; por un instante pensó: «Si al menos no estuviera Setsuko…», pero el cuerpecillo de la pequeña, que había vuelto a dormirse apoyada en su espalda, parecía, extrañamente, mucho más liviano, su frente y sus brazos estaban llenos de picaduras de mosquito que, cuando se rascaba, supuraban pus. Aprovechando que la viuda acababa de salir, levantaron la tapa del viejo armonio de la hija: «he-to-i-ro-ha-ro-i-ro-to-ro-i, he-to-i-ro-i-ho-ni»; cuando las escuelas pasaron a llamarse «populares», el «do-re-mi» se convirtió en «ha-ni-ho-he-to-i-ro-ha»; recordaba haber tecleado con inseguridad la melodía del
Koinobori
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, la primera canción que aprendió tras aquel cambio y, al tararearla con Setsuko: «¡Dejad de cantar! ¡Estamos en guerra y voy a ser yo quien sufra las consecuencias! ¡Qué falta de sentido común!», gritó, enfadada, la viuda, que había regresado inadvertidamente, «¡Con vosotros, ha caído una calamidad sobre esta casa! En los bombardeos, no sirves para nada. Si te preocupa tanto tu vida, ¿por qué no vives siempre en la cueva?»
«Ésta será nuestra casa. A esta cueva no vendrá nadie y tú y yo podremos vivir como queramos». La cueva tenía forma de U, y los soportes que la apuntalaban eran gruesos, «Compraremos paja a los campesinos y la extenderemos por el suelo, y si aquí colgamos el mosquitero, no estará tan mal», Seita se sentía movido, a medias, por un impulso a la aventura muy propio de su edad y, cuando hubo pasado el estado de alarma, empezó a recoger sus cosas en silencio, «Gracias por habernos tenido en casa tanto tiempo. Nosotros nos vamos», «¿Que os vais? ¿A dónde?», «Todavía no lo hemos decidido», «Bueno, ¡cuidaos entonces! ¡Adiós, Setenan!», y con una sonrisa forzada, la viuda desapareció en el interior de la casa.
A duras penas logró arrastrar hasta la cueva la canasta de mimbre para guardar ropa, el mosquitero, los utensilios de cocina y, además, el baúl de ropa occidental y la caja con los huesos de su madre; «¿Aquí vamos a vivir?», pensándolo bien, era una cueva normal y corriente, y Seita empezó a sentirse desanimado, pero en la primera granja adonde se dirigió, al azar, le dieron paja e incluso le vendieron algunos nabos; además, Setsuko estaba entusiasmada, «¡Esto es la cocina; y aquí está el recibidor!», se detuvo un instante con aire dubitativo, «¿Y dónde pondremos el lavabo?», «¡No importa!, en cualquier sitio va bien. Ya te acompañaré yo», Setsuko se sentó con delicadeza encima de un montón de paja; su padre había dicho una vez: «Esta niña, cuando crezca, va a ser hermosa y distinguida», al preguntarle Seita el significado de la palabra
distinguida
, que no entendía, su padre aventuró: «Pues, vendría a ser algo así como
elegante
, supongo», y, en efecto, Setsuko era una belleza elegante y digna de compasión.
Estaban acostumbrados a la oscuridad de las restricciones de luz, pero, sumergido en las tinieblas de la noche, el interior de la cueva parecía realmente pintado de negro; una vez se metían dentro del mosquitero colgado de los puntales, no podían confiar en otro punto de referencia que en el zumbido incesante de los mosquitos que pululaban en el exterior, los dos se arrimaron instintivamente el uno al otro y, al abrazar con el bajo vientre las piernas desnudas de Setsuko, Seita sintió una excitación que le producía un dolor sordo, la abrazó con más fuerza: «¡Seita, me haces daño!», dijo Setsuko llena de pánico.
«¿Paseamos?», como no podían conciliar el sueño, salieron al exterior e hicieron pipí los dos juntos; sobre sus cabezas unos aviones japoneses se dirigían hacia el oeste haciendo parpadear las luces de señales, azules y rojas, «¡Mira, las unidades especiales de ataque
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!», «¡Ah!», Setsuko asintió con la cabeza sin comprender lo que querían decir aquellas palabras, «Parecen luciérnagas», «Sí, es verdad», si cogieran luciérnagas y las metieran dentro del mosquitero, ¿no darían, tal vez, un poco de luz? Y de este modo, y no es que pretendieran imitar a Shain
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, fueron atrapando todas las luciérnagas que se pusieron a su alcance, una tras otra, y cuando las soltaron dentro del mosquitero, cinco o seis emprendieron el vuelo con suavidad, mientras las otras se posaban en la tela… ¡Oh!, ¡ya eran cien las luciérnagas que volaban ahora por el interior del mosquitero!; seguían sin poder distinguirse las facciones el uno al otro, pero el vuelo de las luciérnagas les daba una sensación de serenidad y sus ojos se cerraron mientras iban siguiendo aquellos movimientos suaves; las luces de las luciérnagas, en hilera: la revista naval del emperador a las Fuerzas de la Armada en octubre del año diez de Shôwa
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; ornaron la ladera del monte Rokkô con una gran luminaria en forma de nave; desde la cima, la flota y los portaaviones anclados en la bahía de Osaka parecían palos flotando sobre las aguas, los toldos blancos se extendían desde la proa; su padre formaba parte de la tripulación de la fragata
Maya
y Seita la buscó desesperadamente, pero el puente cortado en vertical, parecido a un barranco, característico de la fragata
Maya
, no se veía por ninguna parte; ¡oh!, ¿era la banda de la Universidad de Comercio?, entrecortadamente, sonaba el himno de la Marina: «¡Si hay que defenderse, o también que atacar, en el flotante acero debemos confiar!», «¿Dónde estará haciendo la guerra papá?», su fotografía, manchada del sudor de Seita… ¡Ataque de aviones enemigos!, ¡ta-ta-ta-ta-ta!, imaginó que las luces de las luciérnagas eran proyectiles del enemigo, ¡sí!, en el bombardeo de la noche del diecisiete de marzo, ¡fuua! ¡fuua!, los proyectiles de las baterías antiaéreas se elevaban zigzagueantes, como luciérnagas, para ser engullidos por el cielo, ¿podrían dar realmente en el blanco, con aquellas máquinas?
Por la mañana, habían muerto la mitad de las luciérnagas y Setsuko las enterró a la entrada del refugio, «¿Qué estás haciendo?», «La tumba de las luciérnagas», y, sin levantar la mirada del suelo, «A mamá también la han metido en una tumba, ¿verdad?», mientras Seita vacilaba sobre qué debía responder, «Me lo dijo la tía, me dijo que mamá había muerto y que estaba en una tumba», y a Seita, por primera vez, se le anegaron los ojos en lágrimas, «Algún día iremos a visitar la tumba de mamá. Setsuko, ¿no te acuerdas del cementerio de Kasugano, el que está cerca de Nunobiki? Mamá está allí». Debajo de un alcanforero, en una tumba pequeña: Sí, hasta que no pongamos sus huesos allí, mamá no podrá descansar en paz.
Cambiaba los kimonos de su madre por arroz en las granjas; la gente del vecindario lo veía cuando iba al pozo y, por eso, todos adivinaron enseguida que vivían los dos en la cueva, pero nadie apareció por allí; Seita recogía ramas para cocer el arroz, si no le alcanzaba la sal, cogía agua de mar; algún P-15 los tiroteaba de vez en cuando en el camino, pero pasaron unos días apacibles, con las luciérnagas velando sus noches, se habían habituado ya a vivir en la cueva, aunque a Seita le salió un eccema entre los dedos de las dos manos y Setsuko se iba debilitando cada vez más.
Por la noche se sumergían en las aguas del estanque; Seita buscaba caracoles mientras bañaba a Setsuko; los omóplatos y las costillas de la niña cada día sobresalían más: «Tienes que comer mucho, Setsuko», miró fijamente el lugar donde croaban las ranas y pensó en la posibilidad de atrapar alguna, pero era imposible; aunque dijera que tenía que comer más, los kimonos de la madre se habían acabado, un huevo costaba tres yenes; un
shô
de aceite, cien; cien
momme
[26]
de carne de ternera, veinte yenes; un
shô
de arroz, veinticinco yenes: los precios del mercado negro, si no se conocía bien, eran inalcanzables. Viviendo tan cerca de la ciudad, los campesinos no pecaban de candidez y se negaban a vender el arroz a cambio de dinero; pronto volvieron a las gachas de soja y, a finales de julio, Setsuko cogió la sarna, además de estar infestada de pulgas y piojos que, pese a los esfuerzos de Seita para acabar con ellos, reaparecían a la mañana siguiente pululando por las costuras del vestido de la niña; cuando Seita pensaba que la gotita roja de sangre de los piojos grises pertenecía a Setsuko, se enfadaba tanto que los torturaba arrancándoles, una a una, sus minúsculas patitas, pero era en vano; llegó a preguntarse si podrían comerse también las luciérnagas y, pronto, Setsuko debió sentirse ya sin fuerzas, porque, sólo proponerle ir a la playa, decía: «Te espero aquí», y permanecía acostada en el suelo abrazando la muñeca; Seita, cada vez que salía, robaba de los huertos tomates verdes y pepinos pequeños como un dedo meñique que hacía comer a Setsuko; una vez vio a un niño de unos cinco o seis años que mordisqueaba una manzana como si fuera un tesoro: se la arrancó de la mano y regresó corriendo, «¡Setsuko, una manzana! ¡Cómetela!», a la niña, como era de esperar, se le iluminaron los ojos, pero al hincarle los dientes, dijo enseguida: «¡No, no es una manzana!», y cuando Seita la mordió, vio que era un trozo crudo de batata pelada; Setsuko, decepcionada, con la miel en los labios, empezó a llorar, «¡Aunque sea un trozo de batata, no importa! ¡Cométela enseguida! ¡Si no te la comes tú, me la comeré yo!», Seita habló con severidad, pero había lágrimas en su voz.