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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

La vida después (41 page)

—Salud. Por Arvid Soderman, que no tenía ni idea de cuántas cosas iba a arreglar.

—Por Arvid Soderman. Y, en general, por todos los buenos amigos.

Bebieron. En torno a ellos zumbaban media docena de idiomas, y en las mesas vecinas los turistas consumían enormes pedazos de pastel de carne,
pudding de
Yorkshire y salchichas con puré de patata. Victoria se alegró de haberse decidido por la sopa.

—Douglas… ¿Qué fue lo que Jan le contó?

—¿Cómo dice?

—Sobre mí y sobre Herder.

—Oiga, ha sido una torpeza hablar de ese asunto. Nunca debí…

—Por favor. Me interesa más de lo que cree…

Le dio un trago a la cerveza.

—Pues no puedo recordar las palabras exactas… Comprenda que estaba recibiendo demasiada información al mismo tiempo… Pero Jan se reconocía preocupado por usted. Me dijo algo así como… como que estaba atrapada en un matrimonio infeliz.

Victoria se rió.

—Una frase digna de una película de Greta Garbo, ¿eh? Su hijo sabía ponerse dramático cuando quería. De acuerdo, no diga más. Es que… ¿sabe una cosa? Yo nunca hablé a Jan de lo mal que iban las cosas con Herder.

La sopa de almejas llegó en ese momento. Tenía un olor picante y un bonito color rojo. Faraday ayudó a hacer sitio en la mesa, y esperó a que el camarero se marchase para volver a hablar.

—Pensé que usted y mi hijo se lo contaban todo.

«Te ha pillado.»

—Y así era, pero en los últimos años… Bueno… no había tanta ocasión para charlar largo y tendido. Además, a él no le gustaba Herder, así que… yo no le hablaba de él, y Jan no preguntaba nada que estuviese relacionado con mi marido.

—Ya veo.

—¿Sabe? Creo que nunca reconocí delante de Jan que había dejado de ser feliz con Herder porque sabía lo que iba a pasar a continuación. Su hijo no se habría limitado a escucharme y dejarlo estar. Me hubiese obligado a actuar, a tomar decisiones. A cambiar. Y eso es algo que no quiero hacer. Y, para que no tenga que preguntar por qué, se lo diré yo: me asusta la idea de estar sola.

«Enhorabuena, chica. Por fin lo has dicho en voz alta.»

Douglas Faraday meneó la cabeza.

—Me resulta difícil imaginarla a usted asustada…

—Ya. No es el único. Le sorprendería saber cuántas cosas me dan miedo. Lo que pasa es que no pienso mucho en ellas. —Meneó suavemente la cabeza—. Así que Jan lo sabía… sabía que lo de Herder no iba bien… y nunca me dijo nada.

—Tal vez estaba esperando que llegara la ocasión…

Se miraron con tristeza y pensando lo mismo: que uno nunca sabe si esa ocasión que esperamos nos va a ser arrebatada por algo más fuerte que nosotros. Hubo un silencio, y Victoria notó que las manos se le quedaban frías.

«Diga algo, por favor. Lo que sea.»

—¿Ve esa esquina? Tolkien se sentaba allí. Una vez estuve bebiendo cerveza con él.

—¡¡No!!

—Sucedió en mi segundo año en la universidad. Mis compañeros y yo entramos en el
pub
. Él estaba solo, leyendo… Era ya bastante mayor. Recuerdo que me pareció una tortuga… una vieja tortuga con cara de pocos amigos. De pronto, uno de los chicos empezó a cantar una de esas canciones idiotas que tanta gracia nos hacen cuando somos jóvenes. Entonces, Tolkien nos miró… Tardamos un poco en darnos cuenta de quién era. Sólo vimos a un anciano que nos dirigía una mirada terrible con aquellos ojos arrugados…

Los turistas que esperaban una mesa perdieron toda esperanza de hacerse con la que ocupaban Faraday y Victoria. Él seguía contando cómo Tolkien pidió silencio para seguir leyendo, justo cuando Victoria acababa de darse cuenta de que el aire que llegaba de la terraza traía un suave olor a flores.

Tomaron café en el Randolph, donde Soderman y Douglas Faraday habían iniciado su particular historia de amistad. El salón estaba lleno de ancianos apacibles y silenciosos que parecían haber encontrado en el hotel su particular burbuja.

—Victoria… entre usted y mi hijo nunca hubo… en fin…

«¿Tú también, bruto?»

—No. Jamás de los jamases. Palabra de honor.

Él frunció el ceño. Victoria notó una sensación de desmayo pensando que quizá iba a tener que enredarse una vez más en la defensa numantina de la amistad entre hombres y mujeres. Se sintió algo decepcionada: Faraday no parecía pertenecer a la casta de los suspicaces, de los desconfiados, de los incrédulos.

«¿Y por qué no, chica? ¿Tan segura estás de que es distinto al resto de las personas que te has encontrado?»

—No debería haber preguntado.

Victoria se encogió de hombros.

—Es igual. He estado casi treinta años respondiendo a esa misma cuestión. Dando explicaciones a todo el mundo. Ya ni siquiera me acuerdo de cuándo empecé a contestar sin ningún interés, sin importarme un bledo el que me creyeran o no.

—Bueno, es que no es importante. Después de todo, ¿qué más da? ¿Cambiaría algo el que Jan y usted hubiesen sido amantes?

Victoria se quedó con la taza a medio camino de la boca. Es verdad: ¿habría cambiado algo si ella y Jan…?

«Quizá todo habría sido igual. O a lo mejor no. A lo mejor todo habría sido distinto.»

—No me conteste si no quiere… Es una especie de… de curiosidad científica… ¿No se arrepintió nunca?

—¿De qué?

—De que las cosas entre usted y Jan no hubiesen tomado otra dirección.

—Oiga, Douglas… ¿Se arrepintió usted de no haber tenido un lío con Arvid Soderman?

Victoria hubiese podido jurar que la piel inglesa de Douglas Faraday había enrojecido un poco.

—¡Por supuesto que no!

—Muy bien. Pues aplique el mismo cuento para mí y para Jan.

—Pero es que a mí… En fin… no me gustan los hombres…

—Ya. Y a mí no me gustaba Jan, ni a Jan le gustaba yo. No sé por qué es tan difícil de entender.

Para Victoria, aquellas explicaciones eran una completa obviedad, pero Douglas escuchaba con tanta atención que parecía próximo a sacar un papel y un lápiz y empezar a tomar notas.

—Dígame… ¿Y si uno de los dos se hubiese sentido atraído por el otro?

Victoria, que hasta entonces había adoptado una actitud divertida, casi burlona —en el fondo, le encantaba desmontar los argumentos de los escépticos—, se puso deliberadamente seria para contestar.

—Entonces, Douglas, todo habría saltado por los aires.

—O tal vez no… Quizá la amistad hubiese podido evolucionar hacia algo mejor.

«Ya estamos. El amor convertido en una cosa necesariamente más sólida, más valiosa, más firme.»

—¿Algo mejor? Mire, Douglas, yo estuve enamorada dos veces en mi vida. La primera me rompieron el corazón en trozos tan pequeños que hubiese hecho falta un microscopio para encontrarlos. Ahora veo a aquel hombre al que quise con tanta desesperación, y no entiendo cómo pude volverme loca por él. La segunda fue de Herder. La misma persona cuya compañía soporto cada vez con más dificultad. Sin embargo, lo que sentí por su hijo duró toda la vida… y se hizo mejor con el paso del tiempo. Así que no insinúe que me perdí algo por no enamorarme de él…

—No quería decir eso…

—Ya. Da igual. ¿Sabe qué? Si Jan y yo hubiésemos tenido una relación sentimental, si nos hubiésemos casado, habría acabado todo como el rosario de la aurora. Su hijo era estupendo, pero de haber sido su mujer le hubiese estrangulado media docena de veces. Marga tiene una paciencia infinita de la que yo carezco. Y Jan podía ser una pareja muy difícil. Si me hubiese casado con él, posiblemente ya estaríamos separados, y usted sería… mmm… sería mi ex suegro. No sé si esa idea me hace mucha gracia, la verdad.

A Victoria le alivió comprobar que Douglas recibía la broma con una carcajada. Así, riéndose, era como más se parecía a Jan. Además, la conversación se estaba volviendo demasiado trascendente.

«Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Yo, aquí, con tu padre. Con tu padre, al que no llegaste a conocer bien. Con tu padre, del que te lo perdiste todo.»

Le pareció ver la sonrisa de Jan acompañando su frase lapidaria: «Pues que no te pase lo mismo, chica.»

Miró disimuladamente el reloj de pared cuyo péndulo marcaba el paso con la precisión de un metrónomo. Eran sólo las cuatro, y Victoria se sorprendió al sentir algo parecido al alivio. Todavía había tiempo, pensó. Aún quedaban unas horas antes de tomar el último tren. Le dedicó una de sus sonrisas. Cuando Faraday correspondió a ella, Victoria tuvo una sensación que no pudo identificar: era como si algo le oprimiese suavemente el pecho…

«O, a lo mejor, directamente el corazón.»

—Bueno, ha llegado el momento… Nos espera la casa de Arvid Soderman. Vamos allá, Victoria…

Banbury Road no estaba lejos. La casa de los Faraday era exactamente como Victoria la había imaginado: un
cottage
encantador con un tejado rojizo y un ventanal a pie de calle protegido por pesadas cortinas de la curiosidad de los paseantes.

—Venga por aquí. Entraremos por detrás.

Una escalera exterior daba acceso a lo que parecía ser la buhardilla. Faraday abrió una puerta de intenso color verde y cedió el paso a Victoria.

—Adelante…

Entraron en silencio. El vestíbulo daba paso a un salón lleno de la luz que se colaba por dos claraboyas y una mansarda. Todas las paredes menos una estaban enteladas, y el suelo de madera desaparecía bajo una exquisita alfombra de arabescos. Había pocos muebles: un gastado sillón tipo Chéster, una butaca de concha pegada a la ventana, una bonita mesa y dos sillas Biedermeier, una estantería llena de libros antiguos y una consola de ébano sobre la que descansaba una bandeja de bronce de inspiración
art déco.

—Está todo como Arvid lo dejó. Fíjese en ese reloj: fue un regalo de mi abuelo. Y entre los libros hay una edición ilustrada de
La Divina Comedia
de finales del XVIII. La lámpara la compró a la viuda de un hombre que había tenido una fábrica en Murano, y los elefantes de marfil, a un miembro del ejército británico que vivió media vida en la India y regresó al proclamarse la independencia.

Victoria miraba cada objeto señalado por Douglas Faraday, el candelabro de plata del siglo XIX, el reloj de pared que atrasaba seis minutos pese a los esfuerzos de su dueño por equilibrarlo, el mapa enmarcado que señalaba Escocia como un territorio independiente… Todas aquellas cosas conformaban un mundo impreciso y desdibujado, un mundo sin época ni tiempo, suspendido en algún lugar de la historia. El mundo privado de Arvid Soderman.

—¿Qué le parece?

—Es la casa que esperaba encontrar…

—Bueno, hay algo más.

—¿Qué?

—Siéntese, por favor, y deme unos minutos…

El sillón de cuero era algo incómodo, pero Victoria ni siquiera lo notó. Douglas había entrado en otra pieza contigua, y se le oía trastear. Sintió que le latía el corazón. Sin saber por qué, deseó que se prolongara por algunos instantes más aquel momento de espera: estaba experimentando la deliciosa sensación que precede a la sorpresa, la inquietud amable del niño a quien han tapado los ojos antes de entregarle un regalo.

—Ya está. Dígame, Victoria, cuando le conté la historia de Arvid y de Erich… ¿no echó en falta algún detalle?

—¿Qué quiere decir?

—Haga memoria. La escena de la estación.

Victoria se permitió recrear el momento en un fotograma en blanco y negro.

«Berlín, 1936. Estación de tren, interior, día. La gente va y viene. Se escuchan silbatos, los resoplidos de las máquinas, murmullos de conversaciones, golpes de maletas que caen sobre el andén. Un hombre (Arvid Soderman) mira, nervioso, su reloj de pulsera. Parece que está esperando a alguien. Una mujer (Frieda Kohl) se le acerca. Está pálida y triste. Ha atravesado la ciudad para avisarle de que Erich, el amor de Soderman, no acudirá a la cita…»

—No sé… ¿Un detalle? Me lo ha contado todo.

—No. Me guardé un as en la manga… Recuerde, Frieda entregó a Soderman una maleta… la que, supuestamente, contenía el equipaje de Erich Kohl.

—¿Y?

—Nunca le dije lo que había dentro de ella.

Desapareció de nuevo en el interior de la habitación, y salió con un trípode y un proyector antiguo. Luego, ante la mirada de Victoria, cerró las pesadas cortinas de la mansarda y clausuró las claraboyas con un
velux
opaco antes de encender el cinematógrafo, que ronroneó en su lenguaje de otro tiempo mientras una cinta comenzaba a girar y en la única pared pintada de blanco empezaban a aparecer imágenes. Era Greta Garbo, junto a los otros actores de la película. Greta equivocándose, Greta riendo, Greta escuchando. La voz de Douglas surgió desde la oscuridad.

—Son los totales que Arvid Soderman había sacado de Estocolmo, y cuyos restos conservó Erich Kohl después de haber montado la película que ya conoce. Cuando los descubrió, en el fondo de aquel viejo maletín, Arvid comprendió que Erich sabía tan bien como él que iban a marcharse de Berlín para siempre, y por eso deseaba llevarse aquellos trozos de cinta. El hombre al que quería estaba dispuesto a irse con él, no un par de semanas, sino toda la vida. Arvid me dijo siempre que estos fotogramas se convirtieron en algo esencial… eran, sobre todo, una prueba de amor.

Se sentó junto a Victoria, que no apartaba los ojos de la pantalla. Greta aparecía dejándose maquillar, trazando pasos de baile, haciendo muecas a la cámara junto con el resto del equipo. Había escenas que se repetían, pues se habían rodado varias veces. Otras se interrumpían por la risa de uno de los actores, por un tropezón inesperado, o simplemente por alguna orden del director invisible.

De pronto, apareció en escena un muchacho bajo y flacucho, vestido con algo que parecía un frac dos tallas mayor, y se dirigió a la actriz.

—Victoria… le presento a Arvid Soderman.

Aquel muchacho hablaba con Greta y con los otros actores, como dándoles instrucciones. De pronto, se volvió hacia la cámara e hizo una reverencia teatral que los otros aplaudieron. Victoria veía por fin a aquel hombre ajeno, a aquel personaje extraordinario que sin saberlo había cambiado la vida de un puñado de personas de las que nada conocía. Allí estaba Arvid Soderman, burlando las reglas, tomando el timón de su destino, Soderman, el hombre que había creído siempre que la vida está al servicio de las personas y no al revés.

Al tiempo que miraba la pantalla, Victoria sentía cerca de ella la presencia de Douglas Faraday, el suave olor a lavanda de su ropa, su respiración acompasada al susurro de la bobina. Hubiese querido volverse hacia él, pero no se atrevió. Podía intuir su perfil a través de las sombras, adivinar su piel marchita, el tacto de aquel cabello espeso. Estaban tan cerca… tan cerca… Y Arvid Soderman, que miraba hacia la cámara como si la mirase también a ella, recordándole que la felicidad era un derecho… que era una obligación.

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