La vuelta al mundo en 80 días

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

 

El flemático y solitario caballero inglés Phileas Fogg abandonará su vida de escrupulosa disciplina para cumplir con una apuesta con sus colegas del Reform Club, en la que arriesgará la mitad de su fortuna, comprometiéndose a dar la vuelta al mundo en sólo ochenta días usando los medios disponibles en la segunda mitad del siglo XIX, siguiendo el proyecto publicado en el Morning Chronicle, su diario de lectura cotidiana. Lo acompañará su recién contratado criado francés y tendrá que lidiar no sólo con los retrasos en los medios de transporte sino con la pertinaz persecución del detective Fix, que ignorando la verdadera identidad del caballero se enrola en toda la aventura a la espera de una orden de arresto de la corona inglesa (la que no llegará sino hasta el final del viaje), en la creencia de que antes de partir, Fogg robó el banco de Londres.

Julio Verne

La vuelta al mundo en 80 días

ePUB v2.5

ikero
04.07.12

Capítulo I

En el año 1872, la casa número 7 de Saville-Row, Burlington Gardens —donde murió Sheridan en 1814— estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform Club de Londres.

Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos
gentlemen
de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra.

Decíase que se daba un aire a lo Byron — su cabeza, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto alguno—, pero a un Byron de bigote y patillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer.

Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los
docks
de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Este caballero no figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en Gray's Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos.

Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, y nada más.

Al que hubiese extrañado que un
gentleman
tan místerioso alternase con los miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring Hermanos. De aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.

¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Cómo había realizado su fortuna, es lo que los mejor informados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era míster Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tampoco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo.

En suma, encontrar algo que fuese menos comunicativo que este
gentleman,
era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más místerioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de tan matemático modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá.

¿Había viajado? Era probable, porque conocía el mapamundi mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria.

Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atestiguaban que —excepción hecha del camino diariamente recorrido por él desde su casa al club— nadie podía pretender haberlo visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los periódicos y jugar al
whist.
Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su natural carácter, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, sino que figuraban por una suma respetable en su presupuesto de caridad. Por lo demás — bueno es consignarlo—, míster Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su manera de ser.

Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos — cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo—, ni parientes ni amigos —lo cual era en verdad algo más extraño—. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville-Row, donde nadie penetraba. Un criado único le bastaba para su servicio. Almorzando y comiendo en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo volvía a su casa para acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform-Club pone a disposición de los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador. Cuando paseaba, era invariablemente y con paso igual, por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa, Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo del club —hielo traído de los lagos de América a costa de grandes desembolsos—, conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frialdad.

Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad.

La casa en Saville-Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad. Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media.

Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, míster Fogg, según su costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform-Club.

En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg.

El despedido James Foster apareció y dijo:

—El nuevo criado.

Un mozo de unos 30 años se dejó ver y saludó.

—¿Sois francés y os llamáis John? —Le preguntó Phileas Fogg.

—Juan, si el señor no lo lleva a mal — respondió el recién venido—. Juan Picaporte
(Jean Passepartout. “Passepartout” literalmente significa “ganzúa”. Es el apodo que se le da a un criado avispado que tiene habilidad para salirse de cualquier apuro)
, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro, Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, he sido artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, al fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a profesor de gimnasia, y por último, era sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi hoja de servicios algunos incendios notables. Pero hace cinco años que he abandonado la Francia, y queriendo experimentar la vida doméstica soy ayuda de cámara en Inglaterra. Y hallándome desacomodado y habiendo sabido que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del señor, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Picaporte.

—Picaporte me conviene —respondió el
gentleman—.
Me habéis sido recomendado. Tengo buenos informes sobre vuestra conducta. ¿Conocéis mis condiciones?

—Sí, señor.

—Bien. ¿Qué hora tenéis?

—Las once y veintidós —respondió Picaporte, sacando de las profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.

—Vais atrasado.

—Perdóneme el señor, pero es imposible.

—Vais cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con hacer constar la diferencia. Conque desde este momento, las once y veintinueve de la mañana, hoy miércoles 2 de octubre de 1872, entráis a mi servicio.

Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin decir palabra.

Picaporte oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía; luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido; era James Foster que se marchaba también.

Picaporte se quedó solo en la casa de Saville-Row.

Capítulo II

—A fe mía —decía para sí Picaporte algo aturdido al principio—, he conocido en casa de madame Tussaud personajes de tanta vida como mi nuevo amo. Conviene advertir que los personajes de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales verdaderamente no les falta más que hablar.

Durante los cortos instantes en que pudo entrever a Phileas Fogg, Picaporte había examinado rápida pero cuidadosamente a su amo futuro. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, sin que lo afease cierta ligera obesidad, de pelo rubio, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que sonrosado, dentadura magnífica. Parecía poseer en el más alto grado eso que los fisonomistas llaman "el reposo en la acción" facultad común a todos los que hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el tipo acabado de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este
gentleman
despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Bamshaw. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la "expresión de sus pies y de sus manos", pues que en el hombre, así como en los animales, los miembros mismos son órganos expresivos de las pasiones.

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