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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (11 page)

—Entendido. Usted está al mando, doctora.

—Claro que lo está —repuso Eric con una sonrisa que era todo dientes.

—No lo he dudado en ningún momento. Salta a la vista que es una mujer dotada de temple y de sangre fría para las situaciones críticas.

Aquello lo dijo clavándole los ojos. Laura se sintió taladrada, como si el neurólogo pudiera asomarse al fondo de su alma y penetrar entre las sombras que anidaban allí.

—Está bien. Vamos a salir —dijo, apartando la mirada de Aguirre.

Los cuatro bajaron del Lince. Se hallaban junto a una gasolinera abandonada. Una de las mangueras estaba en el suelo, y de ella manaba un hilillo de combustible. Laura se volvió y saludó al Discovery con la mano. El otro vehículo se había detenido a unos veinte metros de ellos. Los cristales tintados no permitían ver a sus ocupantes y el saludo no recibió ninguna respuesta. El coche bien podría haber estado guiado por control remoto.

Alzó la vista. Dos helicópteros con cámaras Flir de visión térmica sobrevolaban el pueblo registrando también sus movimientos. Pero Laura no se engañaba. A efectos prácticos, se encontraban solos.

Empezaron a caminar por el centro de la calle. Davinia y Miguel llevaban sus armas preparadas y las movían de un lado a otro buscando objetivos con la mira láser. Pasaron junto a un montón de basura. En la acera, poco después de salir de la rotonda, había un quiosco vacío. Las revistas deshojadas por el viento flameaban como banderitas de papel, un improvisado y lúgubre comité de recepción.

El centro comercial se hallaba a unos metros frente a ellos, a su derecha. Había una isleta con un seto reseco para facilitar el acceso y la salida de los vehículos del párking. Al otro lado de la calle, a la izquierda, se veía un local sobre cuya puerta un cartel rezaba: RESTAURANTE ASADOR EL SALOON. Más allá se levantaban unas cuantas casas unifamiliares de aspecto más o menos cuidado, rodeadas por arbolitos. Aquel verde resultaba especialmente incongruente comparado con el resto de la población, dominada por el gris del hormigón y la uralita.

Se detuvieron a unos pasos de los cuerpos, esparcidos en el suelo como montones de desechos. Los filtros impedían que les llegara ningún olor, pero Laura sospechaba que en el aire debía de flotar una mezcla de hedor a cadaverina, sangre coagulada y basura.

—¿Crees que el conductor y el enfermero estarán entre esos cuerpos? —preguntó Eric, mientras enfocaba y tomaba fotos de los cadáveres.

—No veo ninguna bata de hospital —dijo Laura.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Davinia, girando la vista hacia los edificios—. ¿Es que no hay nadie vivo en el pueblo?

Casi no quedaban cristales en las ventanas, como si un estampido sónico los hubiera hecho añicos. El interior de las casas se hallaba tan oscuro que era imposible distinguir nada. No se apreciaba el menor movimiento salvo el aire que agitaba las hojas de las palmeras y los cabellos de los cadáveres, y el revoloteo de las moscas entre los cuerpos.

El silencio era casi sobrenatural. Lo que más oía Laura, por encima de las voces de sus compañeros, era su propia respiración, que a su pesar se había acelerado al ver lo que la rodeaba. Se sentía como si buceara en un océano extraño, de aguas corrosivas.

Quizá aquello era una buena noticia después de todo. Si el virus se contagiaba y mataba con tal rapidez, tal vez no tendría tiempo para escapar de allí. Era posible que su propia virulencia lo confinara en el pueblo: sería como una llama tan intensa que consume en pocos segundos todo el oxígeno disponible y se extingue.

Pero ¿cómo se contagiaba?

Examinó su pulsera. De momento, la fibra óptica no se había encendido. O no había patógenos en la atmósfera, o eran de una clase hasta ahora desconocida.

Laura volvió a mirar hacia el centro comercial. En la toma aérea aún quedaban supervivientes, pero ahora no había nadie moviéndose entre los cuerpos y las cajas apiladas. Varios carritos metálicos de supermercado formaban una extraña montaña que semejaba una escultura surrealista.

A lo lejos, al final de la calle, Laura divisó la clínica. Las luces verdes del cartel formaban una cruz tridimensional, que todavía seguía encendida. Era lo más parecido a una muestra de vida que habían visto hasta ahora.

—Se supone que en este lugar vivían miles de personas entre vecinos e inmigrantes —dijo el cabo Tatay—. ¿Qué ha pasado aquí para que en veinticuatro horas se quede más desierto que una biblioteca en la Feria de Sevilla?

Laura observó que el cabo estaba mucho más nervioso que su superiora y movía la cabeza de un lado a otro como un gorrión. Quizá empezaba a sufrir el síndrome del soldado en territorio enemigo y la paranoia se apoderaba poco a poco de él.

Trabajar con aquel equipo tan sofocante y pesado también aumentaba el estrés. De hecho, había muchos investigadores que, después de prepararse durante años para conseguir un nivel de bioseguridad 4, sufrían ataques de pánico cuando se embutían en el traje de aislamiento. Éste producía una combinación de calor, claustrofobia, torpor en los movimientos y problemas de comunicación y visión por el vaho de los cristales.

Sobre todo, la tensión se debía a que uno no podía olvidar en ningún momento que trabajaba en un ambiente contaminado y que cualquier rotura en el traje podía acarrear consecuencias fatales. Todo eso menoscababa la percepción del entorno y la capacidad de decidir.

«Es mejor que nos demos prisa antes de que ese estrés nos afecte a todos», pensó Laura. Por el momento se sentía bien, aunque sabía que sus pulsaciones debían estar por encima de noventa.

«Si ocurre algo, tan sólo tienes que seguir el protocolo», se dijo. En realidad, en la eventualidad de que surgiera algún problema, sería cuestión de obedecer a su instinto y su adiestramiento más que de tomar decisiones.

«Eso no te lo crees ni tú», le dijo una voz interior, empeñada en discutir consigo misma.

Se acercaron a la parte de atrás de la ambulancia. Para ello tuvieron que pasar entre los cadáveres, levantando los pies con cuidado para no tropezar con ellos.

Había sangre por todas partes. Laura no dejaba de pensar en el ébola. Se trata de una enfermedad aterradora: el virus ataca todos los tejidos del cuerpo, salvo los de huesos y músculos, y los diluye. Las venas se convierten en una especie de fideos hervidos y se rompen, provocando hemorragias incontenibles. De este modo, el virus se transmite de un individuo a otro.

Si de verdad se trataba de ébola, aquella sangre tenía que estar saturada de microorganismos letales.

Más de la mitad de los cadáveres eran de raza negra, pero la muerte los había mezclado con los blancos y los bereberes en una mezcolanza interracial. Que no parecía precisamente amistosa: muchos de ellos tenían los dedos engarfiados en las ropas de los demás, e incluso en sus muñecas y sus cuellos. ¿Se habrían agarrado unos a otros en los espasmos de un dolor insoportable o eran muestras de agresión?

Laura le hizo una señal a Eric para que abriese la parte de atrás de la ambulancia. Davinia y Tatay levantaron sus armas.

—Despacio —murmuró Laura.

Eric abrió las dos puertezuelas traseras a la vez. En el interior encontraron el típico equipo sanitario: una camilla fija y otra con ruedas, un desfibrilador, férulas, tanques de oxígeno, reanimadores de balón, aspiradores de secreciones.

—¿Qué ha pasado aquí dentro? —preguntó.

El cuero sintético de una de las camillas estaba roto como si lo hubieran acuchillado, y la espuma interior asomaba por las rajas como una víscera amarilla. Uno de los tanques estaba tirado, habían roto el tubo del aspirador y se apreciaban otros desperfectos más.

Lo más preocupante eran las manchas de sangre en el suelo del compartimento, y también en la camilla.

—Doctor Aguirre —dijo Laura, aprovechando que todos estaban en contacto por el intercomunicador—, ¿había alguien más en la ambulancia aparte del conductor y el enfermero?

Un par de segundos de silencio.

—¿Por qué lo pregunta?

«Esa respuesta siempre es sospechosa», pensó Laura.

—Hay sangre en la parte trasera. Da la impresión de que hubo una pelea.

—No lo entiendo —repuso Aguirre—. Sólo viajaban ellos dos.

«Ya solucionaremos ese enigma más tarde», se dijo Laura. Hizo una señal a los demás para que rodearan el vehículo, Davinia y Laura por un lado, y Eric y el cabo Tatay por el otro. Los puntos rojos de los láseres bailaban sobre el chasis blanco de la ambulancia. Laura llegó junto a la puerta del conductor, que se encontraba abierta, y se asomó. Al hacerlo, vio a Eric y Miguel por el otro lado.

Después se acuclilló junto a la portezuela y examinó el suelo. En el polvo se distinguían dos surcos nítidos y paralelos que se alejaban hacia los edificios.

—Son huellas de haber arrastrado a alguien —dijo.

—¿Las seguimos? —preguntó Davinia.

—Aún no. —Laura se puso en pie y consultó la bioalarma de su muñeca. Seguía en verde—. Aún no registra nada. Parece que el patógeno no se transmite por el aire.

—Ojalá —dijo Eric. Aunque estaba al otro lado de la ambulancia, las voces les llegaban a todos con el mismo volumen—. Pero entonces, ¿cómo explicamos esta velocidad de propagación? Toda esta gente se ha infectado y ha muerto en unas pocas horas.

—¿Están realmente seguros de que es una infección? —dijo Davinia.

—¿A qué se refiere? —preguntó Laura.

—Lo que hay aquí parece más bien una batalla campal que una infección. Toda esta sangre…

—Las hemorragias del ébola podrían explicarla.

—Ustedes son quienes entienden de estas cosas. Pero no creo que los virus destrocen los cristales de las ventanas ni saquen gente a rastras de un coche.

Laura asintió. También lo había pensado.

—Quizá hemos malinterpretado la situación desde el principio. Será mejor que estemos atentos a lo que pueda salir de esas casas.

—Descuide, doctora —dijo el cabo Tatay, palmeando su fusil—. Ése es nuestro trabajo.

—¿Qué tal si analizamos uno de estos cuerpos, jefa? —preguntó Eric.

—Buena idea.

Caminaron hasta el cadáver más cercano, que yacía despatarrado y boca abajo a menos de cinco metros de la ambulancia. Tenía los brazos y las piernas girados en una posición extraña, como si antes de caer y quedarse completamente inmóvil los hubiese agitado en un salvaje paroxismo. En la sien tenía una gran mancha entre roja y negruzca, de textura grumosa, que manchaba el asfalto con hilillos oscuros y retorcidos, como una salpicadura de chapapote.

—Tiene el cráneo reventado por un golpe —señaló Eric—. Creo que llevas razón, eso no lo ha hecho ningún virus.

—No lo toques aún —le advirtió Laura.

Eric se incorporó y dio un paso atrás. Laura volvió a consultar el tubito de fibra óptica que llevaba prendido de la muñeca. Los microorganismos de su interior seguían inactivos.

—Nada —dijo.

Mientras, Davinia y Tatay permanecían a unos pasos de distancia, sin dejar de girarse en todas direcciones con las armas terciadas. Laura pensó que si se mantenían apartados no era tan sólo por vigilar, sino por miedo a infectarse cerca de los cadáveres.

—Este hombre tiene arañazos y cortes por todo el cuerpo —dijo Eric mientras fotografiaba otro de los cadáveres. Su voz sonaba más nerviosa que antes. Al parecer, ya no disfrutaba tanto de la aventura—. Se han ensañado con él.

—Me parece que lo que ha estallado aquí es un motín —dijo Davinia, volviéndose hacia los edificios cúbicos—. No es la primera vez que pasa algo así en esta zona. Pero los disturbios raciales nunca habían llegado a tanto.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Eric.

—Los sucesos de febrero del 2001 —le explicó Laura—. Cerca de aquí, en El Ejido, se produjo una revuelta de los españoles contra los inmigrantes.

—Aquí en España siempre ha habido mucho racismo —dijo Eric.

—Con todo respeto —intervino el cabo Tatay—, no era sólo culpa del racismo. Todo empezó porque un moro apuñaló a una chica de El Ejido que intentaba evitar un robo.

—Ahora decimos «magrebí» —sugirió Davinia.

—Sería magrebí, pero era un moro, ¿no? —respondió Tatay—. Era la tercera víctima española en menos de un mes, así que se armó la marimorena. La gente cogió palos y piedras e incendió las chabolas de los extranjeros. Montaron piquetes, cortaron las carreteras y hasta le metieron una
jartá
de palos al delegado que envió el Gobierno.

—Curiosamente —intervino Laura—, los disturbios acabaron cuando los inmigrantes se declararon en huelga y se empezaron a perder cosechas.

—No lo sabía —admitió Eric.

—Imagino que en Inglaterra sufrís vuestros propios problemas raciales, así que no os quedará tiempo para interesaros por los de los demás.

—De todos modos, si ha pasado algo parecido a lo de El Ejido, ¿dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó Tatay, aferrando con más fuerza el G36.

—Quizá se hayan escondido, o hayan huido hacia los invernaderos —dijo Davinia—. Lo que está claro es que alguien ha provocado una matanza aquí, y no creo que haya sido ningún microbio. Sugiero que llamemos a la base para pedir refuerzos.

—Es posible que tenga razón —dijo Laura—. Pero en todo esto hay algo que no encaja. Esa sangre negra no tiene un aspecto muy normal. No nos iremos de aquí sin tomar algunas muestras. ¿Doctor Aguirre? ¿Me escucha?

—Alto y claro, doctora Fuster —respondió él desde el Lince.

—Creo que ha llegado el momento de que se reúna con nosotros. ¿Le importaría traer también el maletín de muestras, por favor? Dígale a Carlos que siga con el vehículo en marcha.

Laura miró a su alrededor. El pueblo estaba tan tranquilo y silencioso que parecía irreal, una escena sacada de un sueño inquietante. Caminó entre los cuerpos y observó las salpicaduras de sangre. Eran casi negras.

—¿Por qué está tan oscura la sangre, doctora? —preguntó Davinia.

—Ocurre en casos de melenas o hematemesis.

—¿Me lo puede traducir?

—Deposiciones o vómitos mezclados con sangre. Suelen deberse a hemorragias digestivas intensas. Ocurre, por ejemplo, con el virus del ébola, que acaba deshaciendo las paredes del intestino hasta que el afectado las expulsa por el recto mezcladas con la sangre.

—¡Qué horror! —dijo la joven militar con expresión de asco.

—Lo extraño es que veamos esta coloración en un caso de traumatismo.

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