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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (38 page)

Por la parte izquierda del monitor apareció más gente. Durante una fracción de segundo, Noelia pensó que iba a ver a Laura y Eric. Pero no eran dos personas, sino más, bastantes más, y llevaban trajes oscuros. Al ver los fusiles que empuñaban, comprendió qué era lo que había acabado con los zombis.

«Bueno, que sea lo que sea», pensó, algo decepcionada.

—¡Vienen a rescatarnos! —exclamó.

—Ésas son malas noticias —dijo Madi, mirándola.

Evidentemente, los que estaban fuera de la ley tenían otra opinión distinta de la suya. Y eso incluía a sus padres.

37

Aguirre avanzó casi a tientas por la penumbra, pisando los escalones con cuidado. El
flash
de su teléfono móvil proyectaba un tenue círculo de luz delante de él. Tenía una aplicación de linterna, pero no quería usar la máxima intensidad para no agotar la batería. Ignoraba cuándo podría recargarla.

La escalera terminaba en una puerta de metal. Empujó la barra horizontal, pero no cedió. Estaba bloqueada. Sus manos palparon bajo la camiseta y buscaron una cadenita de oro colgada al cuello. Allí, junto a la medalla del Niño Jesús que guardaba desde su comunión —un recuerdo sentimental insólito en él—, había enganchado varias llaves. Se quitó la cadena con sumo cuidado, palpó la puerta buscando la cerradura y probó las llaves hasta dar con la que era.

Abrió la puerta con cautela, sin saber qué podría encontrar al otro lado.

No había nadie. La sala estaba vacía, aunque se veían manchas de sangre en el suelo y olía a matadero. Se oía el traqueteo de un compresor de aire acondicionado funcionando a tope, pero el chorro de aire no conseguía eliminar el hedor que impregnaba la estancia.

Aguirre pasó al interior, pisando con cuidado para esquivar los charcos y regueros de sangre. Aquélla era, o había sido, una sala de espera. Los sillones, la televisión, la mesita con las revistas: todo estaba roto, como si por allí hubieran pasado las hordas de Atila.

Atravesó la sala, dirigiéndose a una puerta situada a la izquierda. La habían arrancado de sus goznes. Pasó sobre ella, cruzó un corto pasillo y entró en otra sala tan grande como la anterior, de paredes recubiertas de azulejos verdes. En un lado había tabiques también embaldosados que separaban duchas abiertas. En ellas se veían salpicaduras de sangre, y la mayoría de las alcachofas estaban tiradas en el suelo. Los bancos de madera y las perchas que servían para colgar la ropa no habían corrido mucho mejor destino.

Allí el olor a podrido era mucho más intenso. Entreabrió los labios y respiró en bocanadas breves, pero aquel hedor acre y metálico se pegaba a su paladar y acababa llegando a sus pituitarias.

A Proust el aroma de unas magdalenas le había hecho rememorar el pasado en una serie de siete libros. Algo similar le ocurrió a Aguirre, tal vez por haber pensado antes en la medalla. Como neurólogo, sabía que aquella reminiscencia era un fenómeno natural. El olfato, un sistema de detección químico, se halla conectado directamente con las zonas más primitivas del cerebro, y en especial con el hipocampo, un órgano básico en la fijación y evocación de los recuerdos de hechos pasados. Por eso un olor, como un anzuelo involuntario, podía enganchar y extraer una ristra de memorias enterradas.

Pero, mientras que Proust había rememorado elegantes salones, la imagen que volvió a la mente de Aguirre era mucho menos sofisticada.

Las fiestas de la matanza en su pueblo, no muy lejos de Jaén.

Los adultos daban a los niños sacos y palos con lazos para que atrapasen hasta el último gato de los alrededores y los llevasen al lugar donde se mataba al cerdo. Pagaban cinco pesetas por cada gato, pero el pequeño Eugenio Aguirre, como los demás niños, lo habría hecho gratis. El morral se iba llenando de pequeñas fieras asustadas y enloquecidas que se peleaban dentro de aquel espacio estrecho y aullaban como bebés poseídos por una legión de demonios, de tal manera que el saco cobraba vida propia como una enorme medusa. Había que tener cuidado, porque las garras atravesaban la arpillera y se clavaban en la espalda, pero era muy divertido.

A los gatos no les pasaba nada. Al final de la fiesta, el único que moría era el pobre cerdo. Algunos años en los que había más presupuesto, también sacrificaban una vaquilla. En cuanto a los felinos, tras contarlos y proceder al reparto de duros, los encerraban en un granero. No era por torturarlos ni hacerles ningún daño, sino porque resultaba imposible fabricar embutidos y preparar el resto de la carne del cerdo con aquellos animales hambrientos y desvergonzados al acecho para robar cada trozo. Cuando al día siguiente abrían el granero, los felinos salían en estampida maullando y lanzando zarpazos.

«Igual que los infectados», pensó Aguirre.

Su mente estaba despejada, como siempre; pero tenía la sensación de que caminaba por una carretera sin luces en una noche de luna nueva y de que algo podía salir de la nada y arrollarlo en cualquier momento. Una sorpresa, un fugaz sobresalto justo antes de abandonar el mundo en un último fotograma de dolor. Era consciente de ese temor a la muerte, pero se trataba de una emoción borrosa, embotada. Lo que de verdad le horrorizaba era pensar en el terrible desperdicio que significaría que su trabajo se perdiera.

Y, sobre todo, que nadie llegara a saber que lo había hecho él. Si había algo que asustaba a Eugenio Aguirre era pensar que todo lo que era y sabía pasara sin más al olvido.

En la pared de la izquierda, sobre el rastro que habían dejado cuatro dedos ensangrentados, había un gran disco cromado, un reloj cuyo segundero avanzaba en rápidos espasmos, tic-tic-tictic… El tiempo corría en su contra, y cada segundo era vital.

Debajo del reloj había otra puerta. Salió por ella, tapándose la boca y la nariz con la mano, pues el miasma le hacía sospechar el espectáculo que podía encontrarse. Entró en un corredor que bien podría haber sido una de las entradas del infierno de Dante. El suelo se veía lleno de cadáveres mutilados, apilados contra la pared de la izquierda. Aguirre pasó junto a ellos, alejándose lo más posible. Había charcos y regueros de sangre por doquier, y sin darse cuenta pisó uno de ellos. «Debo tener cuidado con esa zapatilla», pensó al ver sus propias huellas en el suelo.

A la derecha había una hilera de claraboyas. Al otro lado, varias criaturas enloquecidas se lanzaban contra los cristales y los mordían y arañaban. Vano empeño: estaban blindados y ni siquiera dejaban pasar el sonido inarticulado de sus voces.

Asomado a la última ventanilla aguardaba un rostro muy distinto, el de una hermosa joven negra. Sus ojos grandes y tristes lo miraron al pasar, como si lo acusaran de algo. «No tienes nada de lo que culparme, Alika», pensó Aguirre, que pasó por delante sin volverse.

Al final del pasillo se alzaba una puerta de acero. A la derecha, en la pared, había una cerradura electrónica. Estaba manchada de sangre y varias teclas se habían roto. Aguirre sacó del bolsillo del pantalón unos guantes de látex que había tenido la precaución de coger en el consultorio, se los puso y marcó rápidamente una combinación de seis números. La puerta se abrió silenciosamente.

La siguiente sala era una gran cámara circular, rodeada por una pared de cristal que dejaba ver las estancias situadas a su alrededor. En ella había mesas con equipo de laboratorio, y también varios terminales de ordenador. Una de las pantallas seguía encendida. En ella parpadeaba un logotipo que representaba una cabeza con dos rostros mirando en direcciones opuestas.

El dios Jano. La paz y la guerra unidas y al mismo tiempo enfrentadas. Muy apropiado para una empresa farmacéutica que coqueteaba con la investigación en armas biológicas.

Aguirre se sentó frente al monitor y tocó el logotipo con el dedo índice. La pantalla táctil se activó al instante. En ella se abrió una ventana rectangular, un programa de videoconferencia en el que apareció una figura a contraluz.

—Doctor Aguirre —dijo—. Le estábamos esperando.

Era la voz de una mujer. Por sus movimientos, parecía hallarse dentro de una furgoneta en marcha. El interior estaba oscuro, y la única luz provenía de una ventanilla situada detrás de la mujer. El resplandor nimbaba su pelo creando una especie de aureola de santidad, mientras que el rostro quedaba oculto entre las sombras.

—Sí, soy yo —contestó él—. Yo también estoy esperando.

—¿A qué?

—A que vengan a sacarme ya. Este lugar se ha convertido en un manicomio.

—La ayuda está en camino, doctor. No se preocupe.

—En realidad, quienes tienen que preocuparse son
ustedes
.

La mujer miró hacia un lado, como si atendiera a algo que sucedía fuera del campo visual de la cámara. Al ver su perfil, Aguirre lo estudió. Una nariz algo aguileña, la frente recta, la barbilla con personalidad. A primera vista, resultaba atractiva. Pero sólo era un perfil. En cualquier caso, estaba seguro de que no la había visto en su vida.

Tras susurrar algo, la mujer volvió a mirar al frente y preguntó:

—¿Puede describirnos la situación?

—Ya lo hecho. Les he dicho que es un manicomio.

—¿Puede ser más específico?

—Los infectados están fuera de control. Se comportan como fieras rabiosas y atacan a cualquier cosa que se mueve. Todo está lleno de cadáveres y sangre. Nunca había visto nada parecido. Y, créame, he visto muchas cosas.

—¿Hay supervivientes?

—He estado con un pequeño grupo desde que llegué. Venían tres militares, pero los tres han causado baja. Ahora el grupo se encuentra en manos de dos tipos poco recomendables, dos negros traficantes de esclavos. Tienen armas y saben usarlas.

—¿Cómo está la clínica?

—No mucho mejor que el exterior.

—¿Alguna teoría sobre lo que ha pasado? Usted estaba al frente.

Aguirre dudó.

—No sabré nada hasta que analice los datos.

—Hemos transferido los archivos del ordenador, y después hemos procedido a un borrado completo de la memoria central del hospital. Nuestros expertos ya han comenzado a estudiar la información.

«Genial», pensó Aguirre. Ahora eran ellos quienes poseían los archivos. Lo único que podía servirle para presionarlos —pa ra agarrarlos por los huevos, hablando en román paladino— se lo habían quitado. Cuando descubrieran la verdad, ¿estarían dispuestos a rescatarlo o lo dejarían allí para que se pudriese?

«Ya sabes de sobra la respuesta», se dijo a sí mismo.

—Si ya tienen en su poder esa información, ¿para qué me preguntan?

—Nos interesa la opinión de alguien que está sobre el terreno.

—Por el momento, desconozco qué causa esa conducta en los infectados. Parece que el virus ha convertido a cada individuo en un vector de transmisión. Ha destruido la parte racional de sus cerebros y los impulsa a una actitud extremadamente agresiva. Para saber más necesito esos datos que han borrado ustedes. ¿Pueden enviarlos de nuevo a este terminal?

—No se preocupe por eso, doctor Aguirre. También tenemos buenos expertos aquí. Averiguaremos la verdad sobre lo que ha ido mal en sus experimentos, no lo dude.

«¿Me está usted amenazando?». La pregunta murió antes de llegar a sus labios. La contestación era obvia.

—Reúna a todo el personal de la clínica que encuentre, doctor —siguió diciendo la mujer—. Pronto los evacuaremos.

—Aquí no queda nadie vivo —dijo Aguirre.

—¿Está seguro? Hace un momento recibimos un mensaje por esta misma red privada.

Aguirre entrecerró los ojos y estudió la silueta en la pantalla. En esa penumbra, no podía estudiar su lenguaje facial para conjeturar si mentía o no.

—¿Un mensaje?

—Pensamos que era usted, pero se trataba de uno de los guardias de seguridad del hospital. Nos dijo que los médicos y los enfermeros habían huido cuando la cosa empezó a salirse de control, y que se habían dirigido al garaje del hospital para coger una de las ambulancias.

Aguirre se volvió de repente, girando por completo con la silla de ruedas. Había sentido un cosquilleo en la nuca, como si alguien lo observase desde atrás. Pero no había nadie: seguía solo en la estancia.

—Al llegar no hemos visto a nadie —dijo, devolviendo su atención al monitor—. Quizá los médicos lograron salir de Matavientos.

—No, no lo hicieron. Lo habríamos visto.

«¿Que lo habrían visto?», se preguntó Aguirre. Se daba cuenta de que cada vez poseía menos control de la situación, y los otros más. No era una posición que le agradase.

—¿Cómo? Los móviles no funcionan, y retiraron los helicópteros en cuanto llegamos.

—Así debe ser. Por eso hicimos regresar a los helicópteros. No confiábamos del todo en los pilotos.

—Ya. Cuanta menos gente sepa de esto, mejor —dijo Aguirre. Lo sentía por la doctora Fuster y los demás, pero no debían salir de Matavientos. De ello dependía su carrera, y tal vez su propia vida.

—Por supuesto, doctor. No se preocupe por eso. Para garantizar la confidencialidad disponemos de un plan A, un plan B e incluso un plan C.

—Tratándose de una crisis imprevista, me sorprende que hayan tenido tiempo de improvisar tantos planes. Máxime cuando no pueden saber lo que está pasando aquí. A todos los efectos, estamos dentro de un agujero negro, aislados del resto del universo.

—Ese agujero negro no está del todo a oscuras. Tenemos un Misty Zirconic enfocándolos ahora mismo desde el espacio. Así hemos visto cómo llegaban ustedes a la clínica. Y por eso puedo asegurarle que
nadie
ha salido del pueblo.

Aguirre dedujo por el contexto que un Misty Zirconic era un satélite espía. Sabía de sobra que ellos disponían de muchos recursos, pero no sospechaba que tantos. Resultaba realmente inquietante.

«Y, aun así, he de ganarles la batalla».

—Pues yo sí quiero salir. Y ahora.

—Estamos trabajando en ello, doctor.

—¿Qué quieren que haga? ¿Espero aquí?

—No. Lo sacaremos en helicóptero por el tejado. Hay una lona negra que cubre la pista de aterrizaje. Retírela y siéntese hasta que lleguemos a por usted.

—¿Que será…?

—Cuanto antes, no se preocupe.

A Aguirre empezaba a estragarle que aquella mujer repitiera tantas veces «no se preocupe».

—He dejado a los traficantes en el piso de abajo. No creo que tarden mucho en seguirme.

—Olvídese de ellos y suba al tejado. El helicóptero llegará en unos minutos.

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