De hecho, en 1880, el astrónomo inglés Alexander William Bickerton (1842-1929) sugirió que de esa manera pudo haberse formado el Sistema Solar. En tiempos muy lejanos, pensó Bickerton, una estrella había pasado cerca del Sol y por el efecto gravitacional de cada una de ellas sobre la otra, de ambas se desprendió material que más tarde quedó condensado formando los planetas. Las dos estrellas se habían acercado como cuerpos simples y cada una de ellas se había alejado con los principios de un sistema planetario. Era un ejemplo casi dramático de lo que únicamente podría ser descrito como una violación cósmica. Esta «teoría catastrófica» de los orígenes del Sistema Solar fue más o menos aceptada por los astrónomos, con cierta variedad de modificaciones, durante más de medio siglo.
Es evidente que, aunque semejante catástrofe pudiera marcar el principio del mundo para nosotros, señalaría también, si se repitiera, su final catastrófico. Otro acercamiento de una estrella a nuestro Sol nos sometería durante largo tiempo al calor creciente de un segundo astro cercano, mientras que nuestro Sol, de un modo u otro, perdería su estabilidad por el efecto gravitacional creciente que ejercería. Ese mismo efecto produciría alteraciones graves en la órbita de la Tierra. Es muy improbable que la vida pudiera resistir los enormes efectos de estas condiciones sobre la superficie de la Tierra.
¿Por tanto, cuántas probabilidades hay de que se produzca esa casi colisión?
Es muy poco probable. De hecho, una de las razones por las cuales la teoría catastrófica de los orígenes del Sistema Solar no persistió, finalmente, fue por que implicaba ese acontecimiento tan improbable. En los límites de la Galaxia, en donde nosotros estamos situados, las estrellas se hallan tan alejadas y se mueven tan lentamente en comparación a las enormes distancias de separación, que las colisiones resultan difíciles de imaginar.
Consideremos a Alfa Centauri, que es la estrella más cercana de nosotros
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. Se halla a 4,4 años luz de la Tierra y se aproxima. No se aproxima de manera directa, pues también se mueve de lado. El resultado es que llegará a estar eventualmente a tres años luz de nosotros cuando pase por nuestro lado (sin estar lo bastante cerca para afectarnos en modo alguno) y comenzar a alejarse.
Sin embargo, supongamos que se nos acercara directamente. La Alfa Centauri se traslada por el espacio, en relación a nosotros, a una velocidad de 37 kilómetros (23 millas) por segundo. Si se acercara a nosotros directamente a esta velocidad, cruzaría nuestro Sistema Solar dentro de 35.000 años.
Por otra parte, supongamos que la Alfa Centauri se dirigiera a un punto solamente a quince minutos de distancia del punto en donde hubiera chocado con el Sol, diferencia que representaría la mitad de la anchura de la Luna tal como aparece ante nosotros. Esto sería como si intentáramos acertar en algo en el preciso centro de la cara de la Luna pero fallásemos y diéramos en el borde. Si la puntería del Alfa Centauri no fuese mejor que la nuestra, no nos acertaría por 1/50 de año luz o unos ciento ochenta mil millones de kilómetros (110.000 millones de millas). Esto sería treinta veces la distancia de Plutón al Sol. La Alfa Centauri sería, en este caso, una estrella en el espacio extraordinariamente brillante, pero su efecto sobre la Tierra a esa distancia carecería de importancia.
Tenemos otra manera de considerarlo. La separación media entre las estrellas de nuestra parte de la galaxia es de 7,6 años luz y la velocidad media a la que se mueven en relación unas de otras quizás es de 100 kilómetros (62 millas) por segundo.
Reduzcamos los años luz a kilómetros e imaginemos que las estrellas, reducidas en proporción, tienen 1/10 de milímetro de diámetro. Estas diminutas estrellas, parecidas a granos de arena escasamente visibles a simple vista, estarían distribuidas con un promedio de separación de 7,6 kilómetros (4,7 millas). Vistas desde un campo bidimensional, encontraríamos catorce de ellas esparcidas sobre el área de los cinco barrios de la ciudad de Nueva York.
Cada una de ellas se movería a una velocidad (reducida en proporción) de 30 centímetros (1 pie) al año. Por tanto, imaginemos estos catorce granos de arena esparcidos por encima de los cinco barrios y moviéndose cada uno de ellos 30 centímetros al año, sin rumbo, y preguntémonos cuáles son las probabilidades para que dos de ellas lleguen a chocar.
Se ha calculado que, en los extremos de la Galaxia, las probabilidades de que dos estrellas se aproximen muy cerca, son de uno entre cinco millones durante los quince mil millones de años, tiempo de vida total de la Galaxia. Esto significa que, incluso contando con el billón de años antes de que se forme el próximo «huevo cósmico», queda únicamente una probabilidad entre 80.000 de que una estrella se aproxime de cerca a la nuestra. Este tipo de catástrofe de segunda clase está tan por debajo del nivel de probabilidades con respecto a las catástrofes de la primera clase, que parece innecesario preocuparse por ello.
Además, hemos de tener presente que, dado el nivel actual de conocimientos astronómicos (sin contar los niveles más altos a los que se puede llegar en el futuro), nos sería posible conocer el acercamiento de una estrella y la posible colisión muchos miles de años por adelantado. Las catástrofes, cuando se presentan, son mucho más peligrosas si son súbitas e inesperadas, sin dejarnos ningún tiempo para adoptar medidas de precaución. Aunque la colisión con una estrella nos encontraría ahora desamparados, aunque hubiéramos tenido la advertencia hace muchos miles de años, puede ser que en el futuro no suceda necesariamente igual (según explicaremos después) y a partir de ahora podemos esperar que el aviso se reciba con tiempo suficiente para poder evacuar o evitarlo.
Por ambas razones, la escasísima probabilidad de que suceda y la seguridad de un largo período de advertencia, no tiene sentido preocuparse por esta catástrofe determinada.
A propósito, debo advertir que no importa si la estrella invasora es o no un agujero negro. El agujero negro no podría destruirnos con más eficiencia que una estrella ordinaria, aunque un gran agujero negro con una masa igual a cien veces la de nuestro Sol podría ejercer su efecto mortal a diez veces la distancia a que lo haría una estrella ordinaria. De manera que no necesitaría tanta precisión para caer sobre nosotros.
Sin embargo, es muy probable que los agujeros negros de gran tamaño sea tan infrecuentes, que aun teniendo en cuenta su gran esfera de acción, la posibilidad de que una de ellas se aproxime catastróficamente cerca, es millones de veces inferior que la ya escasa probabilidad de que así ocurra con una estrella corriente.
Pero existen otros cuerpos, además de las estrellas, que podrían acercarse a nosotros catastróficamente, y esos otros objetos podrían en casos determinados presentarse con muy poca o ninguna advertencia. En su debido momento nos ocuparemos de estos casos.
Otra razón en contra de la posibilidad de un encuentro catastrófico de nuestro Sol con una estrella, reside en el hecho de que las estrellas próximas a nosotros
no
se muevan, después de todo, como lo harían las abejas al azar alrededor de la colmena. Este movimiento sin rumbo podríamos encontrarlo en el centro de la galaxia, o en el centro de un grupo globular, pero no aquí.
En los alrededores de la Galaxia, la situación es semejante a la del Sistema Solar. El núcleo galáctico, que ocupa una porción central de la Galaxia, más bien pequeña, tiene una masa de varios miles de millones la del Sol, parte de la cual, naturalmente, sería el agujero negro central, suponiendo que exista. Este núcleo, actuando como un todo, sirve como el «Sol» de la Galaxia.
Los miles de millones de estrellas en los alrededores galácticos giran alrededor del núcleo galáctico, como los planetas lo hacen alrededor del Sol. El Sol, por ejemplo, que está a 32.000 años luz del centro galáctico, gira alrededor de ese centro en una órbita casi circular y a una velocidad de unos 250 kilómetros (155 millas) por segundo, y necesita unos 200 millones de años para completar una vuelta. Puesto que el Sol se formó hace unos cinco mil millones de años, esto significa que ha completado veinticuatro o veinticinco vueltas alrededor del centro galáctico durante toda su vida, suponiendo que esa órbita haya sido la misma durante todo ese período de tiempo.
Naturalmente, las estrellas que están más cerca que el Sol del centro galáctico, se mueven con mayor rapidez y completan su giro en menos tiempo. Al avanzar, se acercan a nosotros, pero, cuando nos rebasan, a una distancia probablemente segura, se alejan de nosotros. Del mismo modo, las estrellas que están más alejadas del centro galáctico se mueven con menos rapidez y completan su órbita en un período de tiempo más largo. Cuando sobrepasamos a esas estrellas, parece como si ellas se aproximen a nosotros, pero, tras haberlas rebasado, a una distancia probablemente segura, dichas estrellas se alejan de nosotros.
Si todas las estrellas se movieran en órbitas circulares muy cercanas, aproximadamente en el mismo plano a muy diferentes distancias desde el punto alrededor del cual giran (como sucede con los planetas del Sistema Solar) nunca habría la menor posibilidad de una colisión o casi colisión. De hecho, durante los quince mil millones de años de la historia de la galaxia, parece que las estrellas están siguiendo precisamente este orden, de manera que los alrededores de la galaxia forman un anillo horizontal (dentro del cual las estrellas están ordenadas en series de estructuras espirales), cuyo plano pasa por el centro del núcleo galáctico. El hecho de que el Sol haya realizado veinticinco órbitas completas sin ninguna señal de deformación que hayamos podido observar en los registros geológicos de la Tierra, demuestra la eficiencia con que funciona esta disposición.
Sin embargo, existen solamente nueve planetas mayores en el Sistema Solar mientras que existen miles de millones de grandes estrellas en los alrededores de la galaxia. Aunque la mayor parte de las estrellas sigan regularmente una órbita, incluso un pequeño porcentaje de revoltosas significa un gran número de estrellas con órbitas problemáticas.
Algunas estrellas tienen órbitas totalmente elípticas. Cabe dentro de lo posible que la órbita de una estrella semejante rozara la nuestra y en algún punto queden separadas por una distancia relativamente pequeña; pero cada vez que el Sol ha estado en ese punto de rozamiento, la otra estrella se ha encontrado lejos, y viceversa. Pero sería inevitable, eventualmente, que el Sol y la otra estrella alcanzaran aproximadamente al mismo tiempo ese punto de rozamiento y sufrieran un acercamiento próximo, pero esa sería una larga probabilidad.
Lo que es peor es que las órbitas no mantienen necesariamente ese estado de equilibrio. Cuando dos estrellas se acercan a una distancia moderada, un acercamiento insuficiente para estorbar los sistemas planetarios (si los hay) de alguna de ellas, el efecto mutuo de la gravitación puede alterar un poco la órbita de ambas. Aunque el Sol no este expuesto, por sí mismo, a un acercamiento semejante, puede resultar afectado por él. Las dos otras estrellas, por ejemplo, tienen un acercamiento próximo al otro lado de la galaxia, y una de ellas sufre una alteración (o «perturbación») en su órbita, de manera que allí donde nunca se había acercado previamente a la órbita del Sol ahora tendría potencia suficiente para acercarse al Sistema Solar.
Como es natural, esto actúa también a la inversa. Una estrella cuya órbita la acercara peligrosamente al Sistema Solar, como resultado de una perturbación en la que nosotros no estamos implicados, puede variar su órbita de manera que no se nos acerca en absoluto.
Las órbitas elípticas presentan otro interesante problema. Una estrella con una órbita marcadamente elíptica puede hallarse ahora en nuestra zona de la Galaxia, pero dentro de centenares de millones de años puede haberse trasladado al otro extremo de su órbita mucho más alejada del núcleo galáctico de lo que está ahora. Semejante órbita elíptica, que coloca a la estrella, mientras se halla en nuestra vecindad, en/o próxima a su máximo acercamiento del núcleo galáctico, no es peligrosa. Poco puede suceder en su trayectoria por allí.
Una órbita elíptica también puede situar una estrella próxima a nosotros, en/o cerca del punto más alejado de su órbita, y dentro de un centenar de millones de años puede haberse adentrado más en la galaxia y estar rozando el núcleo galáctico a una distancia mucho menor. Comprensiblemente, esto puede provocar algún problema.
Las estrellas están mucho más diseminadas cuanto más se acerca al núcleo y sus órbitas son menos regulares y estables. Una estrella que se mueve hacia adentro aumenta sus posibilidades de perturbación. Hay pocas probabilidades de una colisión inmediata, pero el riesgo es sustancialmente mucho mayor que cuando se encuentra en los alrededores. El riesgo de un acercamiento suficiente para introducir una perturbación orbital se acrecienta, quizás, en la misma proporción y lo bastante para hacerse perceptible.
Puede existir un gran riesgo de que cada estrella de los alrededores cuya órbita elíptica la acerque más al núcleo, resulte con una órbita por lo menos ligeramente modificada, órbita que, si antes no era peligrosa para nosotros, pudiera serlo ahora (o al contrario, naturalmente). De hecho, una perturbación así podría afectarnos de modo muy directo.
Me he referido ya al caso de una estrella que pasara rozándonos a una distancia del Sol treinta veces la distancia del planeta más lejano, Plutón. He dicho que no podía afectarnos en manera alguna. Y no nos afectaría en el sentido de que no influiría grandemente en la actividad del Sol o en el ambiente de la Tierra. Mucho menos si pasaba a una distancia de un año luz o similar.
Sin embargo, una estrella fugaz, sin pasar lo bastante cerca para causarnos ni el más ligero problema con respecto a un incremento de calor, puede hacer disminuir muy ligeramente el avance del Sol alrededor del centro galáctico. En ese caso, la órbita casi circular del Sol puede hacerse un tanto más elíptica y puede aproximarse algo más al núcleo galáctico de lo que ha venido haciendo en sus dos docenas de revoluciones anteriores.
Estando más cerca del núcleo galáctico, aumentan las posibilidades de una perturbación posterior, y podrían provocarse algunos cambios. Con un poco de mala suerte, el Sol puede situarse finalmente en una órbita que nos lleve tan cerca de la zona interior de la galaxia, digamos dentro de mil millones de años, que la radiación general del ambiente sea suficientemente poderosa para eliminar todo rastro de vida. No obstante, las posibilidades de que esto ocurra son muy pequeñas pudiendo evaluarse de 1 entre 80.000 durante el próximo billón de años.