Las Armas Secretas (19 page)

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Authors: Julio Cortázar

Tags: #Cuentos y Relatos

Le acaricia la garganta, la atrae contra él, la besa en la boca. Se besan en la boca, en Pierre se dibuja el calor de la mano de Michèle, se besan en la boca, resbalan un poco, pero Michèle gime y busca desasirse, murmura algo que él no entiende. Piensa confusamente que lo más difícil es taparle la boca, no quiere que se desmaye. La suelta bruscamente, se mira las manos como si no fueran suyas, oyendo la respiración precipitada de Michèle, el sordo gruñido de Bobby en la alfombra.

—Me vas a volver loco —dice Pierre, y el ridículo de la frase es menos penoso que lo que acaba de pasar. Como una orden, un deseo incontenible, taparle la boca pero que no se desmaye. Estira la mano, acaricia desde lejos la mejilla de Michèle, está de acuerdo en todo, en comer algo improvisado, en que tendrá que elegir el vino, en que hace muchísimo calor al lado de la ventana.

Michèle come a su manera, mezclando el queso con las anchoas en aceite, la ensalada y los trozos de cangrejo. Pierre bebe vino blanco, la mira y le sonríe. Si se casara con ella bebería todos los días su vino blanco en esa mesa, y la miraría y sonreiría.

—Es curioso —dice Pierre—. Nunca hemos hablado de los años de guerra.

—Cuanto menos se hable… —dice Michèle, rebañando el plato.

—Ya sé, pero los recuerdos vuelven a veces. Para mí no fue tan malo, al fin y al cabo éramos niños entonces. Como unas vacaciones interminables, un absurdo total y casi divertido.

—Para mí no hubo vacaciones —dice Michèle—. Llovía todo el tiempo.

—¿Llovía?

—Aquí —dice ella, tocándose la frente—. Delante de mis ojos, detrás de mis ojos. Todo estaba húmedo, todo parecía sudado y húmedo.

—¿Vivías en esta casa?

—Al principio, sí. Después, cuando la ocupación, me llevaron a casa de unos tíos en Enghien.

Pierre no ve que el fósforo arde entre sus dedos, abre la boca, sacude la mano y maldice. Michèle sonríe, contenta de poder hablar de otra cosa. Cuando se levanta para traer la fruta, Pierre enciende el cigarrillo y traga el humo como si se estuviera ahogando, pero ya ha pasado, todo tiene una explicación si se la busca, cuántas veces Michèle habrá mencionado a Enghien en las charlas de café, esas frases que parecen insignificantes y olvidables, hasta que después resultan el tema central de un sueño o un fantaseo. Un durazno, sí, pero pelado. Ah, lo lamenta mucho, pero las mujeres siempre le han pelado los duraznos y Michèle no tiene por qué ser una excepción.

—Las mujeres. Si te pelaban los duraznos eran unas tontas como yo. Harías mejor en moler el café.

—Entonces viviste en Enghien —dice Pierre, mirando las manos de Michèle con el leve asco que siempre le produce ver pelar una fruta—. ¿Qué hacía tu viejo durante la guerra?

—Oh, no hacía gran cosa. Vivíamos, esperando que todo terminara de una vez.

—¿Los alemanes no los molestaron nunca?

—No —dice Michèle, dando vueltas al durazno entre los dedos húmedos.

—Es la primera vez que me dices que vivieron en Enghien.

—No me gusta hablar de esos tiempos —dice Michèle.

—Pero alguna vez habrás hablado —dice contradictoriamente Pierre—. No sé cómo, pero yo estaba enterado de que viviste en Enghien.

El durazno cae en el plato y los pedazos de piel vuelven a pegarse a la pulpa. Michèle limpia el durazno con un cuchillo y Pierre siente otra vez asco, hace girar el molino de café con todas sus fuerzas. ¿Por qué no le dice nada? Parecería que sufre, aplicada a la limpieza del horrible durazno chorreante. ¿Por qué no habla? Está llena de palabras, no hay más que mirarle las manos, el parpadeo nervioso que a veces termina en una especie de tic, todo un lado de la cara se alza apenas y vuelve a su sitio, ya otra vez, en un banco del Luxemburgo, ha notado ese tic que siempre coincide con una desazón o un silencio.

Michèle prepara el café de espaldas a Pierre, que enciende un cigarrillo con otro. Vuelven al salón llevando las tazas de porcelana con pintas azules. El olor del café les hace bien, se miran como extrañados de esa tregua y de todo lo que la ha precedido; cambian palabras sueltas, mirándose y sonriendo, beben el café distraídos, como se beben los filtros que atan para siempre. Michèle ha entornado las persianas y del jardín entra una luz verdosa y caliente que los envuelve como el humo de los cigarrillos y el coñac que Pierre saborea perdido en un blando abandono. Bobby duerme sobre la alfombra, estremeciéndose y suspirando.

—Sueña todo el tiempo —dice Michèle—. A veces llora y se despierta de golpe, nos mira a todos como si acabara de pasar por un inmenso dolor. Y es casi un cachorro…

La delicia de estar ahí, de sentirse tan bien en ese instante, de cerrar los ojos, de suspirar como Bobby, de pasarse la mano por el pelo, una, dos veces, sintiendo la mano que anda por el pelo casi como si no fuera suya, la leve cosquilla al llegar a la nuca, el reposo. Cuando abre los ojos ve la cara de Michèle, su boca entreabierta, la expresión como si de golpe se hubiera quedado sin una gota de sangre. La mira sin entender, un vaso de coñac rueda por la alfombra. Pierre está de pie frente al espejo; casi le hace gracia ver que tiene el pelo partido al medio, como los galanes del cine mudo. ¿Por qué tiene que llorar Michèle? No está llorando, pero una cara entre las manos es siempre alguien que llora. Se las aparta bruscamente, la besa en el cuello, busca su boca. Nacen las palabras, las suyas, las de ella, como bestezuelas buscándose, un encuentro que se demora en caricias, un olor a siesta, a casa sola, a escalera esperando con la bola de vidrio en el nacimiento del pasamanos. Pierre quisiera alzar en vilo a Michèle, subir a la carrera, tiene la llave en el bolsillo, entrará en el dormitorio, se tenderá contra ella, la sentirá estremecerse, empezará torpemente a buscar cintas, botones, pero no hay una bola de vidrio en el nacimiento del pasamanos, todo es lejano y horrible, Michèle ahí a su lado está tan lejos y llorando, su cara llorando entre los dedos mojados, su cuerpo que respira y tiene miedo y lo rechaza.

Arrodillándose, apoya la cabeza en el regazo de Michèle. Pasan horas, pasa un minuto o dos, el tiempo es algo lleno de látigos y baba. Los dedos de Michèle acarician el pelo de Pierre y él le ve otra vez la cara, un asomo de sonrisa, Michèle lo peina con los dedos, lo lastima casi a fuerza de echarle el pelo hacia atrás, y entonces se inclina y lo besa y le sonríe.

—Me diste miedo, por un momento me pareció… Qué tonta soy, pero estabas tan distinto.

—¿A quién viste?

—A nadie —dice Michèle.

Pierre se agazapa esperando, ahora hay algo como una puerta que oscila y va a abrirse. Michéle respira pesadamente, tiene algo de nadador a la espera del pistoletazo de salida.

—Me asusté, porque… No sé, me hiciste pensar en que…

Oscila, la puerta oscila, la nadadora espera el disparo para zambullirse. El tiempo se estira como un pedazo de goma, entonces Pierre tiende los brazos y apresa a Michèle, se alza hasta ella y la besa profundamente, busca sus senos bajo la blusa, la oye gemir y también gime besándola, ven, ven ahora, tratando de alzarla en vilo (hay quince peldaños y una puerta a la derecha), oyendo la queja de Michèle, su protesta inútil, se endereza teniéndola en los brazos, incapaz de esperar más, ahora, en este mismo momento, de nada valdrá que quiera aferrarse a la bola de vidrio, al pasamanos (pero no hay ninguna bola de vidrio en el pasamanos), lo mismo ha de llevarla arriba y entonces como a una perra, todo él es un nudo de músculos, como la perra que es, para que aprenda, oh Michèle, oh mi amor, no llores así, no estés triste, amor mío, no me dejes caer de nuevo en ese pozo negro, cómo he podido pensar eso, no llores, Michèle.

—Déjame —dice Michèle en voz baja, luchando por soltarse. Acaba de rechazarlo, lo mira un instante como si no fuera él y corre fuera del salón, cierra la puerta de la cocina, se oye girar una llave, Bobby ladra en el jardín.

El espejo le muestra a Pierre una cara lisa, inexpresiva, unos brazos que cuelgan como trapos, un faldón de la camisa por fuera del pantalón. Mecánicamente se arregla las ropas, siempre mirándose en su reflejo. Tiene tan apretada la garganta que el coñac le quema la boca, negándose a pasar, hasta que se obliga y sigue bebiendo de la botella, un trago interminable. Bobby ha dejado de ladrar, hay un silencio de siesta, la luz en el pabellón es cada vez más verdosa. Con un cigarrillo entre los labios resecos sale al porche, baja al jardín, pasa al lado de la moto y va hacia los fondos. Huele a zumbido de abejas, a colchón de agujas de pino, y ahora Bobby se ha puesto a ladrar entre los árboles, le ladra a él, de repente se ha puesto a gruñir y a ladrar sin acercarse a él, cada vez más cerca y a él.

La pedrada lo alcanza en mitad del lomo; Bobby aulla y escapa, desde lejos vuelve a ladrar. Pierre apunta despacio y le acierta en una pata trasera. Bobby se esconde entre los matorrales. «Tengo que encontrar un sitio donde pensar», se dice Pierre. «Ahora mismo tengo que encontrar un sitio y esconderme a pensar». Su espalda resbala en el tronco de un pino, se deja caer poco a poco. Michèle lo está mirando desde la ventana de la cocina. Habrá visto cuando apedreaba al perro, me mira como si no me viera, me está mirando y no llora, no dice nada, está tan sola en la ventana, tengo que acercarme y ser bueno con ella, yo quiero ser bueno, quiero tomarle la mano y besarle los dedos, cada dedo, su piel tan suave.

—¿A qué estamos jugando, Michèle?

—Espero que no lo hayas lastimado.

—Le tiré una piedra para asustarlo. Parece que me desconoció, igual que tú.

—No digas tonterías.

—Y tú no cierres las puertas con llave.

Michèle lo deja entrar, acepta sin resistencia el brazo que rodea su cintura. El salón está más oscuro, casi no se ve el nacimiento de la escalera.

—Perdóname —dice Pierre—. No puedo explicarte, es tan insensato.

Michèle levanta el vaso caído y tapa la botella de coñac. Hace cada vez más calor, es como si la casa respirara pesadamente por sus bocas. Un pañuelo que huele a musgo limpia el sudor de la frente de Pierre. Oh Michèle, cómo seguir así, sin hablarnos, sin querer entender esto que nos está haciendo pedazos en el momento mismo en que… Sí, querida, me sentaré a tu lado y no seré tonto, te besaré, me perderé en tu pelo, en tu garganta, y comprenderás que no hay razón… sí, comprenderás que cuando quiero tomarte en brazos y llevarte conmigo, subir a tu habitación sin hacerte daño, apoyando tu cabeza, en mi hombro…

—No, Pierre, no. Hoy no, querido, por favor.

—Michèle… Michèle…

—Por favor.

—¿Por qué? Dime por qué.

—No sé, perdóname… No te reproches nada, toda la culpa es mía. Pero tenemos tiempo, tanto tiempo…

—No esperemos más, Michèle. Ahora.

—No, Pierre, hoy no.

—Pero me prometiste —dice estúpidamente Pierre—. Vinimos… Después de tanto tiempo, de tanto esperar que me quisieras un poco… No sé lo que digo, todo se ensucia cuando lo digo…

—Si pudieras perdonarme, si yo…

—¿Cómo te puedo perdonar si no hablas, si apenas te conozco? ¿Qué te tengo que perdonar?

Bobby gruñe en el porche. El calor les pega las ropas, les pega el tictac del reloj, el pelo en la frente de Michèle hundida en el sofá mirando a Pierre.

—Yo tampoco te conozco tanto, pero no es eso… Vas a creer que estoy loca.

Bobby gruñe de nuevo.

—Hace años… —dice Michèle, y cierra los ojos—. Vivíamos en Enghien, ya te hablé de eso. Creo que te dije que vivíamos en Enghien. No me mires así.

—No te miro —dice Pierre.

—Sí, me haces daño.

Pero no es cierto, no puede ser que le haga daño por esperar sus palabras, inmóvil esperando que siga, viendo moverse apenas sus labios, y ahora va a ocurrir, va a juntar las manos y suplicar, una flor de delicia que se abre mientras ella implora, debatiéndose y llorando entre sus brazos, una flor húmeda que se abre, el placer de sentirla debatirse en vano… Bobby entra arrastrándose, va a tenderse en un rincón. «No me mires así», ha dicho Michèle, y Pierre ha respondido: «No te miro», y entonces ella ha dicho que sí, que le hace daño sentirse mirada de ese modo, pero no puede seguir hablando porque ahora Pierre se endereza mirando a Bobby, mirándose en el espejo, se pasa una mano por la cara, respira con un quejido largo, un silbido que no se acaba, y de pronto cae de rodillas contra el sofá y en tierra la cara entre los dedos, convulso y jadeante, luchando por arrancarse las imágenes como una tela de araña que se pega en pleno rostro, como hojas secas que se pegan en la cara empapada.

—Oh, Pierre —dice Michèle con un hilo de voz. El llanto pasa entre los dedos que no pueden retenerlo, llena el aire de una materia torpe, obstinadamente renace y se continúa.

—Pierre, Pierre —dice Michèle—. Por qué, querido, por qué. Lentamente le acaricia el pelo, le alcanza el pañuelo con su olor a musgo.

—Soy un pobre imbécil, perdóname. Me es… me estabas di…

Se incorpora, se deja caer en el otro extremo del sofá. No advierte que Michèle se ha replegado bruscamente, que otra vez lo mira como antes de escapar. Repite: «Me es… me estabas diciendo», con un esfuerzo, tiene la garganta cerrada, y qué es eso, Bobby gruñe otra vez, Michèle de pie, retrocediendo paso a paso sin volverse, mirándolo y retrocediendo, qué es eso, por qué ahora eso, por qué se va, por qué. El golpe de la puerta lo deja indiferente. Sonríe, ve su sonrisa en el espejo, sonríe otra vez,
als alle Knospen sprangen
, tararea con los labios apretados, hay un silencio, el clic del teléfono que alguien descuelga, el zumbido del dial, una letra, otra letra, la primera cifra, la segunda. Pierre se tambalea, vagamente se dice que debería ir a explicarse con Michèle, pero ya está afuera al lado de la moto. Bobby gruñe en el porche, la casa devuelve con violencia el ruido del arranque, primera, calle arriba, segunda, bajo el sol.

—Era la misma voz, Babette. Y entonces me di cuenta de que…

—Tonterías —contesta Babette—. Si estuviera allá creo que te daría una paliza.

—Pierre se ha ido —dice Michèle.

—Casi es lo mejor que podía hacer.

—Babette, si pudieras venir.

—¿Para qué? Claro que iré, pero es idiota.

—Tartamudeaba, Babette, te juro… No es una alucinación, ya te dije que antes… Fue como si otra vez… Ven pronto, así por teléfono no puedo explicarte… Y ahora acabo de oír la moto, se ha ido y me da una pena tan horrible, cómo puede comprender lo que me pasa, pobrecito, pero él también está como loco, Babette, es tan extraño.

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