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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

Las aventuras de Pinocho (11 page)

Ante aquellos gritos desgarradores, el muñeco, que en el fondo tenía un corazón de oro, se compadeció y, volviéndose hacia el perro, le preguntó:

—¿Me prometes que, si te ayudo a salvarte, no me molestaras más ni volverás a perseguirme?

—¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! Y date prisa, por favor, que si tardas medio minuto ya no hay quien me salve.

Aún titubeó Pinocho; pero después, recordando que su padre le había dicho muchas veces que uno jamás se arrepiente de una buena acción, nadó hasta Alidoro, y tirándole de la cola con ambas manos lo llevó sano y salvo hasta la arena seca de la playa.

El pobre animal no se tenía en pie. Había bebido, contra su voluntad, tanta agua salada, que estaba hinchado como un globo. Sin embargo, el muñeco, que no se fiaba demasiado, juzgó prudente echarse otra vez al mar y mientras se alejaba de la playa gritó al amigo salvado:

—¡Adiós, Alidoro! ¡Buen viaje y recuerdos a la familia!

-Adiós, Pinochito —contestó el perro—, muchas gracias por haberme librado de la muerte. Me has hecho un gran servicio y en este mundo nada se hace en vano. Si llega la ocasión, lo comprobarás.

Pinocho continuó nadando, sin alejarse mucho de la costa. Por fin le pareció que había llegado a un lugar seguro y, echando una ojeada a la playa, vio sobre los escollos una especie de gruta, de la que salía un larguísimo penacho de humo.

—En esa gruta —se dijo— debe haber fuego. ¡Tanto mejor! Iré a secarme y a calentarme; después…. después veremos qué pasa.

Tomada esta resolución, se acercó a la escollera; pero cuando estaba a punto de trepar, sintió algo bajo el agua que subía, subía y se lo llevaba por los aires. Intentó huir, pero ya era tarde, porque con grandísimo asombro se encontró encerrado en una gruesa red, en medio de un montón de peces de todas clases y tamaños que coleaban y se revolvían como almas que lleva el diablo.

Al mismo tiempo vio salir de la gruta a un pescador feo, tan feo que parecía un monstruo marino. Sobre su cabeza, en lugar de pelo, crecía una tupida mata de verde hierba; verde era la piel de su cuerpo, verdes los ojos, verde la larguísima barba que casi le llegaba a los pies. Parecía un enorme lagarto erguido sobre las patas traseras.

Cuando el pescador terminó de sacar la red del mar, gritó, muy contento:

—¡Bendito sea Dios! ¡También hoy podré darme un buen atracón de peces! «Menos mal que yo no soy un pez», dijo pinocho para sí, recobrando algo de valor.

La red llena de peces fue llevada al interior de la gruta, una gruta oscura y ahumada, en medio de la cual borboteaba una gran sartén con aceite que despedía un olorcillo de callampas que cortaba la respiración.

—Veamos, ahora, qué peces hemos cogido —dijo el pescador verde; e introduciendo en la red una manaza monstruosa, que parecía una gran pala de panadero, sacó un puñado de salmonetes.

—¡Buenos salmonetes! —exclamó, mirándolos, y olfateándolos con deleite. Y, tras haberlos olfateado, los echó en una concavidad de la roca.

Después repitió varias veces la misma operación; y a medida que iba sacando los restantes peces, se le hacía agua la boca y decía, alborozado:

—¡Buenas merluzas!…

—¡Exquisitos congrios!…

—¡Deliciosos lenguados!…

—¡Espléndidos pejerreyes! …

—¡Ricos boquerones, con cabeza y todo!…

Como se pueden imaginar, las merluzas, los congrios, los lenguados, los pejerreyes y los boquerones, fueron a hacer compañía a los salmonetes en su hueco.

El último que quedó en la red fue Pinocho.

Apenas lo hubo sacado, el pescador desorbitó sus ojazos, al tiempo que gritaba, casi atemorizado:

—¿Qué clase de pescado es éste? ¡No recuerdo haber comido nunca peces así!

Y volvió a mirarlo atentamente; tras haberlo mirado y remirado, dijo por fin:

—Ya entiendo; debe ser un cangrejo de mar.

Entonces Pinocho, mortificado al ver que lo tomaban por un cangrejo, exclamó, con resentimiento:

—¡Qué cangrejo ni qué ocho cuartos! ¡Mire cómo me trata! Yo, para que se entere, soy un muñeco.

—¿Un muñeco? —replicó el pescador—. Debo confesar que el pez-muñeco es nuevo para mí. Mejor así.

Te comeré con más ganas.

—¿Comerme? ¿No comprende que no soy un pez? ¿O es que no se da cuenta de que hablo y razono como usted?

—Es cierto —añadió el pescador—, y como veo que eres un pez que tiene la suerte de hablar y razonar como yo, estoy dispuesto a tratarte con los debidos miramientos.

—¿Y en qué consisten esos miramientos?

—Como signo de amistad y de particular estima, dejo a tu elección la forma de ser cocinado. ¿Deseas ser frito en la sartén o prefieres ser cocido en la olla, con salsa de tomate?

—A decir verdad —repuso Pinocho, si debo elegir, prefiero ser dejado en libertad, para poder volver a mi casa.

—¡Estás de broma! ¿Crees que voy a desperdiciar la ocasión de probar un pez tan raro? No todos los días se pesca en estos mares un pez-muñeco. Déjalo de mi cuenta; te freiré junto a los otros peces y así te sentirás a gusto. Ser frito en compañía es siempre un consuelo.

Ante esta perspectiva, el infeliz Pinocho empezó a llorar, a chillar y a pedir clemencia, al tiempo que decía:

—¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela!… He seguido el consejo de los compañeros y ahora lo pago… ¡Ay, ay, ay!…

Y, como se retorcía a la manera de una anguila y hacía desesperados esfuerzos para escurrirse de las manos del pescador verde, éste tomó una vara de junco y, tras atarlo de pies y manos, como un salchichón, lo arrojó a la concavidad con los otros peces.

Después, sacando un tarro de madera lleno de harina, se dedicó a rebozar a todos los peces; y, a medida que los enharinaba, los iba echando a la sartén.

Las primeras en bailar dentro del aceite hirviendo fueron las pobres merluzas; después les tocó el turno a los pejerreyes, luego a los congrios, luego a los lenguados y a los boquerones, y por fin le llegó el turno a Pinocho. Este, al verse tan cerca de la muerte (¡y qué clase de muerte!), fue presa de un temblor y un miedo tan intenso que no consiguió sacar ni un hilo de voz para pedir misericordia.

El pobrecillo se limitó a pedirla con los ojos. Pero el pescador verde, sin echarle siquiera un vistazo, le dio cinco o seis vueltas en la harina, rebozándolo de pies a cabeza y convirtiéndolo en una especie de muñeco de yeso.

A continuación, lo agarró por la cabeza y…

XXIX

Regresa a casa del Hada, que le promete que al día siguiente ya no será un muñeco, sino que se convertirá en un niño. Gran desayuno de café con leche para festejar este gran acontecimiento.

C
UANDO EL PESCADOR estaba justamente a punto de echar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un enorme perro, atraído por el tentador y penetrante olor de la fritura.

—¡Fuera! —le gritó el pescador, amenazándole y sin soltar de la mano al enharinado muñeco.

Pero el pobre perro tenía un hambre de mil diablos y, gimiendo y meneando el rabo, parecía decir: «Dame un bocado de fritura y te dejo en paz».

—¡Fuera, te digo! —repitió el pescador; y alargó la pierna para darle una patada.

Entonces el perro, que cuando tenía hambre de verdad no se andaba con bromas, se revolvió gruñendo contra el pescador, enseñándole sus terribles colmillos.

En ese momento se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que decía:

—¡Sálvame, Alidoro! Si no me salvas, puedo darme por frito… El perro reconoció de inmediato la voz de Pinocho y advirtió, con enorme asombro, que la vocecita salía del revoltijo enharinado que el pescador tenía en la mano.

¿Qué hizo entonces? Dio un gran salto desde el suelo, apresó suavemente con los dientes el bulto enharinado y salió corriendo de la gruta, como una exhalación. El pescador, furiosísimo de que le arrancaran de las manos un pez al que tenía tantas ganas de comer, trató de perseguir al perro; pero a los pocos pasos sufrió un acceso de tos y tuvo que volverse atrás.

Entretanto, Alidoro, alcanzada ya la senda que llevaba al pueblo, se detuvo y posó delicadamente en el suelo a su amigo Pinocho.

—¡Cuánto tengo que agradecerte —dijo el muñeco.

—No hay de qué —replicó el perro, tú me salvaste a mí, y lo que se hace, se devuelve. Ya se sabe: en este mundo hay que ayudarse unos a otros.

—¿Y cómo fuiste a parar a aquella gruta?

—Seguía tendido en la playa, más muerto que vivo, cuando el viento me trajo desde lejos un olorcillo de fritura. El olorcillo me despertó el apetito y lo seguí… ¡Si llego un minuto más tarde!…

—¡Ni lo digas! —gritó Pinocho, que aún temblaba de miedo—. ¡Ni lo digas! Si llegas un minuto más tarde, a estas horas ya estaría frito, comido y digerido.

—¡Brrr!… ¡Me estremezco sólo de pensarlo!

Alidoro, riendo, extendió la pata derecha hacia el muñeco, que se la apretó fuertemente en señal de amistad; después se separaron.

El perro reemprendió el camino de su casa; y Pinocho, cuando se quedó solo, fue hasta una cabaña no muy distante de allí y le preguntó a un viejecillo que estaba en la puerta, calentándose al sol:

—Dígame, buen hombre, ¿sabe algo de un pobre chico herido en la cabeza, que se llama Eugenio?

—El chico fue traído por unos pescadores a esta cabaña y ahora…

—¡Ahora está muerto! —interrumpió Pinocho, con gran dolor.

—No: ahora está vivo y ya ha vuelto a su casa —replicó el viejecillo.

—¿De veras? ¿De veras? —rió el muñeco, saltando de ale- gría—. ¿De modo que la herida no era grave?…

—Podría haber sido gravísima, e incluso mortal —repuso el viejecillo—, porque le tiraron a la cabeza un enor me libro encuadernado en cartón.

—Y ¿quién se lo tiró?

—Un compañero de escuela: un tal Pinocho…

—¿Quién es ese Pinocho? —preguntó el muñeco, haciéndose el desentendido.

—Dicen que es un golfillo, un vagabundo, un verdadero indeseable…

—¡Calumnias! ¡Todo calumnias!

—¿Conoces tú a ese Pinocho?

—¡De vista! —contestó el muñeco.

—¿Y qué concepto tienes de él?

—A mí me parece un gran chico, lleno de ganas de estudiar, obediente, cariñoso con su padre y su familia…

Mientras el muñeco espetaba tranquilamente todas estas mentiras, se tocó la nariz y advirtió que se le había alargado más de un palmo. Entonces, muy asustado, empezó a gritar:

—No haga caso, buen hombre, de todo lo que le he dicho; conozco perfectamente a Pinocho y puedo asegurarle tam- bién que es realmente un niño desobediente y un haragán, y que, en vez de ir a la escuela, se va con sus camaradas a hacer travesuras.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, la nariz se le acortó y volvió a su tamaño natural, como antes.

—¿Y por qué estás tan manchado de blanco? —le preguntó de repente el viejecillo.

—Le diré…. sin darme cuenta me he restregado contra una pared recién encalada —contestó el muñeco, avergonzándose de confesar que lo habían rebozado como a un pescado para freírlo en una sartén.

—¿Y qué hiciste con tu chaqueta, tus pantalones y tu gorro?

—Me encontré a unos ladrones que me los robaron. Dígame, buen anciano, ¿no tendría cualquier cosa que yo pueda ponerme para volver a casa?

—Hijo mío, en materia de trajes no tengo más que un saquito donde guardo maníes y castañas. Si lo quieres, tómalo; ahí está.

Pinocho no se lo hizo decir dos veces; tomó el saco indicado, el que estaba vacío, y tras haberle hecho con las tijeras un agujero en el fondo y dos agujeros en los lados, se lo metió como una camisa. Y así, sumariamente vestido, se encaminó hacia el pueblo.

Pero por el camino no se sentía muy tranquilo; hasta el punto de que daba un paso hacia adelante y otro hacia atrás, y, hablando consigo mismo, iba diciendo:

—¿Cómo me las arreglo para presentarme así ante mi buena Hada? ¿Qué diré cuando me vea?… ¿Querrá perdonarme esta segunda trastada?… Apuesto a que no me la perdona…. oh, no, seguro que no me la perdona… Y será por mi culpa; porque soy un granuja que siempre prometo corregirme y nunca cumplo mi palabra…

Llegó al pueblo ya entrada la noche, y como hacía muy mal tiempo y llovía a cántaros se fue derecho a casa del Hada, decidido a llamar a la puerta para que le abriesen.

Pero cuando se vio allí sintió que le faltaba el valor y, en vez de llamar, se alejó corriendo una veintena de pasos. Se acercó por segunda vez a la puerta, e igual resultado; se acercó por tercera vez, y nada; la cuarta vez cogió temblando la aldaba de hierro y arriesgó un pequeño golpe.

Espera que te esperarás, por fin, después de media hora, se abrió una ventana del último piso (la casa tenía cuatro pisos) y Pinocho vio asomarse a un gran Caracol, que tenía una lamparilla encendida en la cabeza, que le dijo:

—¿Quién llama a estas horas?

—¿Está el Hada en casa? —preguntó el muñeco.

—El Hada duerme y no quiere que la despierten. Pero, ¿quién eres tú?

—¡Soy yo!

—¿Quién es «yo»?

—Pinocho.

—¿Qué Pinocho?

—El muñeco, el que vive con el Hada.

—¡Ah! Ya comprendo —dijo el Caracol—. Espérame ahí, que ahora bajo y te abro en seguida.

—Dése prisa, por favor, que me muero de frío.

—Hijo mío, soy un Caracol, y los Caracoles nunca tienen prisa.

Pasó una hora, pasaron dos, y la puerta no se abría; en vista de ello, Pinocho, que temblaba de frío, de miedo y del agua que tenía encima, cobró ánimos y llamó por segunda vez, y llamó más fuerte.

Ante aquella segunda llamada se abrió una ventana del piso inferior y se asomó el consabido Caracol.

—¡Caracolito lindo —gritó Pinocho desde la calle—, hace dos horas que espero! Y dos horas, con esta nochecita, se hacen más largas que dos años. ¡Dése prisa, por favor!

—Hijo mío —contestó el flemático y pacífico animalito desde la ventana—, hijo mío, soy un Caracol, y los Caracoles nunca tienen prisa.

Y la ventana volvió a cerrarse.

Pronto dieron las doce; después la una, después las dos, y la puerta continuaba cerrada.

Entonces Pinocho, perdiendo la paciencia, agarró con rabia la aldaba de la puerta para un gran golpe que atronase todo el edificio; pero la aldaba, que era de hierro, se convirtió de repente en una anguila viva, que se escurrió de sus manos y desapareció en el reguero de agua que había en medio de la calle.

—¡Ah! ¿Sí? —gritó Pinocho, cada vez más cegado por la cólera—. Pues si la aldaba ha desaparecido, seguiré llamando a fuerza de patadas.

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