Las aventuras de Pinocho (16 page)

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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

—¿Cómo? ¿Se lo tragó de un bocado? —preguntó Pinocho, asombrado.

—Todo de un bocado; y sólo escupió el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes, como una espina. Afortunadamente el barco estaba cargado de carne conservada en cajas de estaño, de bizcocho, o sea de pan seco, de botellas de vino, de uvas pasas, de queso, de café, de azúcar, de velas de estearina y de cajas de cerillas de cera. Con toda esta abundancia pude vivir durante dos años; pero hoy estamos en las últimas; ya no queda nada en la despensa y esta vela, que ves encendida, es la última vela que me queda…

—¿Y después?…

—Después, querido, mío, nos quedamos los dos a oscuras.

—Entonces, papaíto —dijo Pinocho—, no hay tiempo que perder. Hay que pensar en huir en seguida…

—¿En huir?… ¿Y cómo?

—Escapando por la boca del Tiburón y tirándonos a nado al mar.

—No está mal, pero yo, querido Pinocho, no sé nadar.

—¿Qué importa? Usted se montará a horcajadas en mis hombros y yo, que soy buen nadador, lo llevaré sano y salvo a la playa.

—¡Ilusiones, muchacho! —replicó Geppetto, sacudiendo la cabeza y sonriendo melancólicamente—. ¿Crees posible que un muñeco que apenas mide un metro, como tú, pueda tener tanta fuerza como para llevarme a nado a hombros?

—¡Pruebe y lo verá! De todos modos, si está escrito en el cielo que debemos morir, por lo menos tendremos el consuelo de morir abrazados.

Y, sin decir más, Pinocho cogió la vela en la mano y, caminando delante para iluminar bien, dijo a su padre:

—Venga detrás de mí y no tenga miedo.

Así caminaron un buen rato, y atravesaron todo el cuerpo y todo el estómago del Tiburón. Pero cuando llegaron al punto donde empezaba la gran garganta del monstruo, creyeron oportuno detenerse a echar un vistazo y elegir el momento adecuado para la fuga.

Hay que saber que el Tiburón, que era muy viejo y padecía de asma y de palpitaciones, se veía obligado a dormir con la boca abierta; por lo tanto, Pinocho, al asomarse al principio de la garganta y mirar hacia arriba, pudo ver en el exterior de aquella enorme boca abierta un buen trozo de cielo estrellado y una bellísima luna.

—Este es el momento de escapar —bisbiseó entonces, volviéndose a su padre—. El Tiburón duerme como un lirón, el mar está tranquilo y se ve como si fuera de día. Venga, papaíto, venga detrás de mí y dentro de poco estaremos salvados.

Dicho y hecho; subieron por la garganta del monstruo marino y, llegados a la inmensa boca, empezaron a caminar de puntillas por la lengua; una lengua tan ancha y tan larga que parecía la avenida de un jardín. Ya estaban a punto de dar el gran salto y arrojarse al mar, cuando, de repente, el Tiburón estornudó, y al estornudar dio una sacudida tan violenta que Pinocho y Geppetto se vieron empujados hacia atrás y lanzados nuevamente al fondo del estómago del monstruo.

Con el gran golpe de la caída, se apagó la vela, y padre e hijo quedaron a oscuras.

—¿Y ahora? —preguntó Pinocho, poniéndose muy serio.

—Ahora, muchacho, estamos completamente perdidos.

—¿Perdidos? ¿Por qué? Déme la mano, papaíto, ¡y cuidado con tropezar!

—¿A dónde me llevas?

—Tenemos que intentar de nuevo la huida. Venga conmigo y no tenga miedo.

Dicho esto, Pinocho cogió a su padre de la mano; y caminando siempre de puntillas volvieron a subir juntos por la garganta del monstruo; después atravesaron toda la lengua y cruzaron las tres hileras de dientes. Pero antes de dar el gran salto el muñeco le dijo a su padre:

—Súbase a horcajadas en mis hombros y abráceme muy fuerte.

Del resto, me ocupo yo.

En cuanto Geppetto se acomodó bien en los hombros de su hijo, Pinocho, muy seguro de sí, se arrojó al agua y empezó a nadar. El mar estaba tranquilo como el aceite, la luna brillaba en todo su esplendor y el Tiburón seguía durmiendo con un sueño tan profundo que no lo hubiera despertado ni un cañonazo.

XXXVI

Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se convierte en un muchacho.

M
IENTRAS PINOCHO NADABA rápidamente para alcanzar la playa, advirtió que su padre, al que llevaba a hombros y que tenía las piernas medio en el agua, temblaba horriblemente, como si el pobre hombre tuviera unas tercianas.

¿Temblaba de frío o de miedo? ¿Quién sabe?… Quizá un poco de todo. Pero Pinocho, creyendo que el temblor era de miedo, le dijo para asentarlo:

—¡Ánimo, papá! Dentro de unos minutos llegaremos a tierra y estaremos salvados.

—Pero ¿dónde está esa bendita playa? —preguntó el viejecito, inquietándose cada vez más y aguzando la vista, como hacen los buenos sastres cuando enhebran la aguja—, Miro a todas partes y no veo nada más que cielo y mar.

—Pero yo veo la playa —dijo el muñeco—. Para que lo sepa, soy como los gatos: veo mejor de noche que de día.

El pobre Pinocho fingía estar de buen humor, pero, en cambio… en cambio, empezaba a desanimarse; le faltaban las fuerzas, su respiración se hacía difícil y fatigosa… en suma, no podía más, y la playa seguía estando lejos.

Nadó mientras le quedó aliento; después volvió la cabeza hacia Geppetto y dijo, con palabras entrecortadas:

—¡Papá, ayúdeme!… ¡que me muero!

Padre e hijo estaban a punto de ahogarse cuando oyeron una voz de guitarra desafinada, que dijo:

—¿Quién se muere?

—¡Soy yo y mi pobre padre!

—¡Reconozco esa voz! ¡Tú eres Pinocho!…

—Exacto. ¿Y tú?

—Yo soy el Atún, tu compañero de prisión en el cuerpo del Tiburón.

—¿Cómo te las has arreglado para escapar?

—He imitado tu ejemplo. Tú me mostraste el camino y después de ti, huí yo también.

—¡Atún mío, llegas muy a tiempo! Te lo ruego por el amor que les tienes a tus atuncitos: ¡ayúdanos o estamos perdidos!

—Encantado y de todo corazón. Agárrense los dos a mi cola y dejen que los guíe. En cuatro minutos los llevaré a la orilla.

Geppetto y Pinocho, como se pueden imaginar, aceptaron de inmediato la invitación; pero, en vez de agarrarse a la cola, juzgaron más cómodo sentarse en la grupa del Atún.

—¿Somos demasiado pesados? —le preguntó Pinocho.

—¿Pesados? Ni soñarlo; me parece que llevo encima dos conchas —contestó el Atún, que era tan grande y robusto que parecía un ternero de dos años.

Llegados a la orilla, Pinocho saltó el primero a tierra para ayudar a su padre a hacer otro tanto; luego se volvió hacia el Atún y le dijo, en, voz conmovida:

—¡Amigo mío, has salvado a mi padre! ¡No tengo palabras para agradecértelo bastante! ¡Permíteme, al menos, que te dé un beso en señal de eterno reconocimiento!..

El Atún sacó el hocico fuera del agua y Pinocho, arrodillándose en el suelo, le dio un afectuosísimo beso en la boca. Ante este rasgo de ternura viva y espontánea, el pobre Atún, que no estaba acostumbrado, se sintió tan conmovido que, avergonzándose de que lo vieran llorar como un niño, metió la cabeza bajo el agua y desapareció.

Entretanto se había hecho de día.

Pinocho, entonces, ofreciendo su brazo a Geppetto, que apenas conservaba aliento para tenerse en pie, le dijo:

—Apóyese en mi brazo, querido papaíto, y vamos.

Caminaremos despacito como las hormigas, y cuando estemos cansados haremos un alto en el camino.

—¿Y a dónde vamos a ir? —preguntó Geppetto.

—En busca de una casa o una cabaña donde nos den, por caridad, un bocado de pan y algo de paja que nos sirva de cama.

Aún no habían dado cien pasos cuando vieron, sentados en el borde del camino, a dos seres deformes que estaban pidiendo limosna.

Eran el Gato y la Zorra, pero no había quien los reconociera.

Figúrense que el Gato, a fuerza de fingirse ciego, había acabado cegando de verdad; y la Zorra, avejentada, tiñosa y sin pelos en parte del cuerpo, ni siquiera tenía cola. Así son las cosas.

Aquella pobre ladronzuela, caída en la más sórdida miseria, se vio obligada un buen día a vender su bellísima cola a un mercader ambulante, que se la compró para hacer un espantamoscas.

—¡Oh, Pinocho! —gritó la Zorra con voz plañidera— ¡Ten caridad con estos dos pobres enfermos!

—¡Enfermos! —repitió el Gato.

—¡Adiós, mascaritas! —respondió el muñeco—. Me han engañado una vez, pero ahora ya no me embaucarán.

—¡Créenos, Pinocho, que hoy somos pobres y desgraciados de verdad!

—¡De verdad! —repitió el Gato.

—Si son pobres, se lo merecen. Acuérdense del proverbio que dice: «Dinero robado, nunca da fruto». ¡Adiós, mascaritas!

—¡Ten compasión de nosotros!…

—¡De nosotros!…

—¡Adiós, mascaritas! Acuérdense del proverbio que dice: «Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe».

—¡No nos abandones!…

—¡…ones! —repitió el Gato.

—¡Adiós, mascaritas! Acuérdense del proverbio que dice: «Quien roba el abrigo de su prójimo, suele morir sin camisa».

Y Pinocho y Geppetto siguieron tranquilamente su camino; hasta que, cien pasos más adelante, vieron al final de un sendero en medio de los campos, una bonita cabaña de paja, con el techo cubierto de tejas y ladrillos.

—En esa cabaña debe vivir alguien —dijo Pinocho—. Vayamos hasta ella y llamemos.

En efecto, fueron y llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —dijo una vocecita desde dentro.

—Somos un pobre padre y un pobre hijo, sin pan y sin techo —contestó el muñeco.

—Den vuelta a la llave y la puerta se abrirá —dijo la vocecita. Pinocho dio vuelta a la llave y la puerta se abrió. Cuando entraron, miraron a todas partes, pero no vieron a nadie.

—¿Eh? ¿Dónde está el dueño de la cabaña? —dijo Pinocho asombrado.

—¡Aquí arriba!

Padre e hijo se volvieron hacia el techo y vieron, sobre una viga, al Grillo-parlante.

—¡Oh! ¡Mi querido Grillito! —dijo Pinocho, saludándolo muy amable.

—Ahora me llamas «tu querido Grillito», ¿verdad? Pero ¿te acuerdas de cuando, para echarme de tu casa, me tiraste un mazo de madera?…

—¡Tienes razón, Grillito! ¡Echame a mí…, tírame también a mí un mazo de madera; pero ten piedad de mi pobre padre!…

—Tendré piedad del padre y también del hijo; pero quería recordarle el mal trato que me diste, para enseñarte que en este mundo, cuando se puede, hay que ser cortés con todos, si queremos que nos devuelvan esa cortesía el día que la necesitemos.

—Tienes razón, Grillito, tienes razón de sobra, y no me olvidaré nunca de la lección que me has dado. Pero, dime, ¿cómo te has comprado esta hermosa cabaña?

—Esta cabaña me la regaló ayer una graciosa cabra, que tenía la lana de un bellísimo color azul.

—¿Y a dónde se ha ido la cabra? —preguntó Pinocho con vivísima curiosidad.

—No lo sé.

—¿Y cuándo volverá?…

—No volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida y parecía decir, balando: «¡Pobre Pinocho!… No lo volveré a ver…, a estas horas el Tiburón ya lo habrá devorado»…

—¿Dijo eso?… ¡Así que era ella!… ¡Era ella!… ¡Era mi querida Hadita!… —empezó a gritar Pinocho, sollozando y llorando a lágrima viva.

Cuando hubo llorado mucho se enjugó los ojos y preparó una cama de paja para que se tendiera en ella el viejo Geppetto. Después le preguntó al Grillo-parlante:

—Dime, Grillo: ¿dónde podría encontrar un vaso de leche para mi pobre padre?

—A tres campos de aquí vive el hortelano Juanjo, que tiene vacas. Vete hasta allá y encontrarás la leche que buscas.

Pinocho salió corriendo hacia la casa del hortelano Juanjo; pero el hortelano le dijo:

—¿Cuánta leche quieres?

—Quiero un vaso lleno.

—Un vaso de leche cuesta un centavo. Empieza dándomelo.

—No tengo ni un céntimo —contestó Pinocho, muy mortificado y dolido.

—Malo, muñeco mío —replicó el hortelano—. Si tú no tienes ni un céntimo, yo no tengo ni un dedo de leche.

—¡Paciencia! —dijo el muñeco, e hizo ademán de irse.

—Espera un poco —dijo Juanjo. Podríamos arreglarnos. ¿Quieres dar vueltas a la noria?

—¿Qué es la noria?

—Es ese artilugio de madera que sirve para sacar agua de la cisterna, para regar las hortalizas.

—Lo intentaré…

—Entonces, sácame cien baldes de agua y te regalaré, a cambio, un vaso de leche.

—Está bien.

Juanjo condujo al muñeco hasta el huerto y le enseñó la forma de hacer girar la noria. Pinocho se puso de inmediato al trabajo, pero antes de haber subido los cien baldes de agua estaba bañado en sudor de la cabeza a los pies. Nunca había trabajado de ese modo.

—Hasta ahora este trabajo de dar vueltas a la noria —dijo el hortelano— lo había hecho mi burro; pero hoy el pobre animal está muriéndose.

—¿Me lleva a verlo? —dijo Pinocho.

—Con mucho gusto.

En cuanto Pinocho entró en la cuadra vio a un pobre burro tumbado en la paja, agotado por el hambre y el exceso de trabajo. Cuando lo miró fijamente, se dijo para sí, turbándose:

—¡A este burro lo conozco! ¡No me resulta una cara nueva! E, inclinándose hacia él, le preguntó en dialecto asnal:

—¿Quién eres?

Al oír la pregunta, el burro abrió unos ojos moribundos y contestó balbuceando en el mismo dialecto:

—Soy Me … me … cha…

Después, cerró los ojos y expiró.

—¡Oh! ¡Pobre Mecha! —dijo Pinocho a media voz; y cogiendo un manojo de paja se enjugó una lágrima que le corría por la cara.

—¿Te conmueves tanto por un asno que no te costó nada? —dijo el hortelano—. ¿Qué tendría que hacer yo, que lo compré con dinero contante y sonante?

—Le diré… ¡era un amigo mío!

—¿Amigo tuyo?

—¡Un compañero de la escuela!…

—¿Cómo? —gritó Juanjo, soltando una gran carcajada—. ¿Cómo? ¿Tenías burros por compañeros de escuela?… ¡Me imagino los estudios que habrás hecho!…

El muñeco, mortificado por esas palabras, no contestó; cogió su vaso de leche recién ordeñada y regresó a la cabaña.

Desde ese día, continuó durante más de cinco meses levantándose todas las mañanas, antes del alba, para ir a dar vueltas a la noria y ganarse así aquel vaso de leche que tanto bien le hacía a la achacosa salud de su padre. Pero no contento con esto, porque, a ratos perdidos, aprendió a fabricar canastos y cestos de mimbre; con el dinero que sacaba de ellos proveía admirablemente todos los gastos diarios. Entre otras cosas, construyó con sus propias manos un elegante carrito para sacar de paseo a su padre los días de buen tiempo, para que tomase el aire.

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