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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Las Aventuras del Capitán Hatteras (18 page)

La madrugada del 23 de enero, en una oscuridad casi completa pues la luna era nueva, el perro tomó la delantera. Se perdió de vista por algunas horas, lo que llegó a alarmar a Hatteras, con tanto más motivo cuanto que había en el suelo numerosas huellas de osos. De pronto se oyeron fuertes aullidos.

Avanzando en la dirección desde la que procedían los ladridos, Hatteras encontró al fiel animal en el fondo de un barranco. Ahí estaba
Duck
, inmóvil, como petrificado delante de un
cairn
o montículo artificial hecho con piedras calizas.

—Ahora —dijo el doctor— estamos ante un
cairn
, no cabe duda.

—¿Y qué importa? —bufó Hatteras.

—Capitán, si es un
cairn
puede contener algún documento precioso para nosotros o un depósito de provisiones. Vale la pena mirar.

—¿Y qué europeo ha llegado hasta aquí? —preguntó Hatteras.

—¿No han podido los esquimales hacer un escondite en este sitio y guardar en él los productos de su pesca o de su caza?

—Bueno, vaya a mirarlo, Clawbonny —respondió Hatteras.

Premunidos de azadones, el médico y Bell fueron al
cairn
.
Duck
seguía aullando. Las piedras estaban fuertemente unidas por el hielo, pero con algunos golpes de azadón se vinieron abajo.

—Es evidente que aquí hay algo —dijo el doctor.

Al demoler el
cairn
descubrieron un escondite donde había un papel muy húmedo. El doctor lo cogió mientras Hatteras acudía al lugar. Clawbonny leyó en voz alta.

—Altam…
Porpoise
. 13 dic… 1860, 12 grados longitud, 78 grados 25' lat…


¡Porpoise
! —repitió Hatteras—. No conozco ningún buque de ese nombre que haya viajado por estos mares.

—Es evidente —afirmó el doctor— que algunos náufragos han pasado por aquí no hace ni siquiera dos meses.

—¿Qué vamos hacer? —preguntó Bell.

—Seguir nuestro camino —contestó con frialdad Hatteras—. No sé que es el
Porpoise
, pero sé que el bergantín
Forward
nos espera.

La Acusación de Simpson

La idea de un encuentro con miembros de otra expedición daba vueltas por las cabezas de todos.

—¡El
Porpoise
! —murmuraba Hatteras—. ¿Qué buque es ése y qué viene a buscar tan cerca del Polo?

La presencia de un posible competidor lo hacía sudar pese a la baja temperatura. El doctor y Bell, en cambio, sólo pensaban en salvar a sus semejantes o ser salvados por ellos. Pero con las dificultades, los obstáculos, las fatigas, ya no pudieron pensar más que en ellos mismos y en su propia situación.

La luz procedente de los crepúsculos, reflejada por la nieve, abrasaba la vista. Era difícil protegerse contra ese reflejo porque los cristales de los anteojos se cubrían de una costra de hielo que los volvía opacos y anulaban la visión; como era preciso examinar cuidadosamente hasta los menores accidentes del camino, se hacía necesario desafiar los peligros de la irritación aguda de los ojos.

El trineo se deslizaba con dificultad sobre sus bastidores ya gastados, y el arrastre era cada día más penoso. Las dificultades del terreno no disminuían. Los viajeros habían llegado a una altura de 300 metros para salvar la cumbre de las montañas. Allí la temperatura era terrible; ráfagas y torbellinos se desencadenaban con furia. Era un tiste espectáculo el que ofrecían aquellos pobres expedicionarios tirando el trineo junto a los perros por las cimas solitarias.

También los atacó una enfermedad especial que produce el estar siempre ante el inalterable color blanco. Aquel resplandor uniforme ofende, embriaga y causa vértigos. La tierra parece faltar y no ofrece ningún punto de apoyo en el espacio ilimitado. La sensación que ocasiona es parecida a la del mareo. Cierto entorpecimiento se apoderaba de los miembros de los viajeros. Una extraña somnolencia invadía su espíritu y con frecuencia andaban medio dormidos. Entonces algún tropezón inesperado o una caída los sacaba de ese estado inerte al que volvían pocos instantes después.

El 25 de enero iniciaron un descenso vertiginoso por declives helados que acrecentaron sus fatigas. Un traspié o un paso en falso, muy difícil de evitar, podía lanzarlos a insondables despeñaderos.

Esa noche una tempestad violenta barrió la cima nevada. La fuerza del huracán era irresistible y fue preciso echarse al suelo; pero como la temperatura era muy baja, corrían el peligro de morir helados.

Bell, ayudado por Hatteras, construyó una casa de nieve, donde los infelices fueron a refugiarse. Allí tomaron una cantidad minúscula de
pemmícan
y un poco de té caliente. No quedaban ya más que cuatro galones de alcohol, que se necesitaban para fabricar agua, puesto que la nieve no puede ingerirse en su estado natural, sino que es preciso derretirla. Más allá del círculo polar la nieve alcanza una temperatura tan baja que no se puede coger con la mano, como no se puede tomar un pedazo de hierro al rojo. Existe entre esa nieve y el estómago una diferencia tal de temperatura, que su absorción produce un verdadero ahogo. Los esquimales prefieren sufrir la peor sed a meter dentro de sus bocas aquella nieve, que no puede reemplazar al agua. Los viajeros, pues, para obtener agua debían derretir la nieve, exponiéndola a la llama del alcohol.

A eso de las tres de la madrugada, cuando arreciaba la tempestad, el doctor, vigilante, escuchó los tristes gemidos de Simpson. Se levantó para atenderlo, pero al hacerlo chocó su cabeza en la bóveda de hielo. Sin preocuparse mayormente, se inclinó junto al enfermo y empezó a darle friegas en las piernas, que estaban hinchadas y azules. Después de prodigarle durante quince minutos este tratamiento quiso levantarse y, no obstante salir de rodillas, volvió a tocar el techo con la cabeza.

—Es raro —dijo para sí mismo.

Entonces alzó la mano encima de su cabeza y notó que la bóveda bajaba.

—¡Atención! —aulló despavorido.

Al escuchar sus gritos, Hatteras y Bell se levantaron inmediatamente y se golpearon también la cabeza. La oscuridad era total.

—¡Salgamos! ¡Salgamos! —gritó el doctor—. ¡La casa se derrumba. Moriremos aplastados!

Arrastrando a Simpson salieron por la abertura, mientras ci iglú cedía ante la presión de la nieve. Los infelices se encontraron en medio de la tempestad, desamparados. Hatteras armó la tienda, pero ésta no resistió la violencia del huracán y fue necesario abrigarse con un lienzo que quedó muy pronto cubierto de una densa capa de nieve. Al menos esa nieve, al impedir al calor escapar fuera, preservó a los viajeros del peligro de helarse.

Las ráfagas siguieron al día siguiente. Entonces engancharon a los perros mal alimentados. Bell notó que tres de ellos habían empezado a roer las correas y que dos estaban muy enfermos y no podrían ya avanzar mucho más.

Pero esta triste y miserable caravana 5 volvió a emprender su marcha. Había aún que andar 96 kilómetros antes de alcanzar el objetivo.

El día 26 Bell, que iba a la cabeza, descubrió con asombro una escopeta apoyada en un témpano.

—Los hombres del
Porpoise
deben estar cerca —conjeturó el doctor.

Al examinar el arma, Hatteras notó que era de procedencia norteamericana y sus manos se crisparon alrededor del cañón helado.

—¡Sigamos adelante! —ordenó.

Continuaron entonces bajando la pendiente de las montañas. Simpson parecía haber perdido el conocimiento, ya ni siquiera se quejaba.

El 27 se encontraron un sextante medio enterrado en la nieve y después una botella con alcohol o más bien un pedazo de hielo en cuyo centro todo el espíritu del licor se había convertido en una bola de nieve.

Hatteras, cada vez más preocupado, avanzaba por el único camino transitable, recogiendo los despojos de lo que al parecer había sido un trágico naufragio.

Entretanto el doctor se preguntaba qué hacer si daban con el paradero de los náufragos, ¿qué socorro podría proporcionarles? A él y a sus compañeros empezaba a faltarles todo; sus vestidos se destrozaban y sus víveres eran escasos. Hatteras, evidentemente quería evitar su encuentro. Y tal vez tenía razón. ¿Debía, llevar extranjeros al
Forward
, comprometiendo la seguridad de todos?

Pero, aun así esos extranjeros eran hombres; eran sus semejantes. Por escasas que fueran sus probabilidades de salvación, ¿debía dejárselas abandonados? El doctor quiso averiguar la opinión de Bell, pero éste no contestó. Sus propios sufrimientos le habían helado el corazón.

La noche del 17 de febrero, Simpson llegó a un estado de extrema gravedad. Sus miembros, estaban rígidos y sus convulsiones anunciaban ya el final. La expresión de su rostro era desesperada. Dirigía al capitán miradas de odio en las que había toda una acusación, silenciosa pero implacable.

Hatteras más taciturno y concentrado en sí mismo que nunca, evitó esa feroz mirada del moribundo.

La noche siguiente fue espantosa. La temperatura redobló su violencia. Tres veces el huracán arrancó la carpa y los torbellinos de nieve envolvieron a los desventurados viajeros, cegándoles, helándolos e hiriéndoles con agujas arrancadas de los témpanos circundantes. Los perros aullaban quejumbrosos. Bell logró reponer el miserable abrigo de tela, pero una ráfaga lo arrebató por cuarta vez y se lo llevó para siempre.

Simpson estaba en plena agonía. De pronto, haciendo un último esfuerzo se incorporó a medias y tendió hacia Hatteras, sus puños crispados, lanzó un grito horrible y cayó muerto, en medio de su amenaza.

—Ha muerto —dictaminó el médico.

El capitán, que trató de acercarse fue lanzado atrás por la violencia del viento.

Aquel muerto lo había tratado de asesino. Ante esa acusación, Hatteras no dobló la cabeza. Sin embargo ahora, una lágrima caída de sus párpados se heló en su rostro.

Apoyado en su largo bastón Hatteras parecía el genio tutelar de esas desolaciones hiperbóreas, y allí se quedó en pie, sin moverse ni pestañar hasta los primeros resplandores del crepúsculo. Parecía desafiar la tormenta que rugía a su alrededor.

Regreso

Cerca de las seis de la mañana el viento amainó y el cielo se despejó de nubes. El termómetro marcaba 37 grados bajo cero. El crepúsculo fue plateando el horizonte que algunos días después debería dorar.

Acercándose a sus dos compañeros abatidos, Hatteras les dijo con voz suave:

—Amigos míos, más de 90 kilómetros faltan para llegar a nuestro objetivo. No tenemos ya más que los víveres estrictamente necesarios para volver al buque. Ir más adelante sería exponernos a una muerte segura. Creo que es mejor regresar.

—Es una buena decisión, Hatteras —comentó el doctor—. Nuestra salud se deteriora más y más, y apenas tenemos fuerzas para dar un paso.

—Bueno —dijo Hatteras— vamos a descansar dos días, ya que el trinco necesita reparaciones complicadas. Me parece que debemos construir una casa de nieve, donde podamos rehacernos en alguna medida.

Los viajeros empezaron a trabajar con gran empeño. Bell tomó las precauciones necesarias para asegurar la solidez de la construcción y muy pronto se levantó el refugio en el fondo de la barranca donde se había hecho el último alto.

No fue fácil para Hatteras decidirse a interrumpir su viaje. ¡Una excursión inútil que había costado la vida de un hombre para luego volver a bordo sin un trozo de carbón! ¿Qué iba a pensar la tripulación?

Comenzaron pues los preparativos de regreso. El trineo fue reparado. Ahora tendría la ventaja de llevar un cargamento más liviano. Se parcharon los vestidos gastados, rotos y endurecidos por las heladas, y botas nuevas reemplazaron a las viejas, ya inservibles.

Durante los días pasados en la casa de nieve, el doctor observó que
Duck
daba vueltas incesantes, describiendo innumerables rodeos que parecían tener un centro en común. Esta era una especie de elevación, ocasionada por diferentes capas de hielo sobrepuestas.
Duck
, girando alrededor de ese promontorio, aullaba sordamente y movía la cola impaciente.

Clawbonny pensó que ese estado de inquietud se debía a la presencia del cadáver de Simpson, que permanecía insepulto.

Resolvieron entonces enterrarlo, ya que debían emprender la marcha a la madrugada del día siguiente.

Bell y el doctor tomaron los azadones y fueron al fondo del barranco. La prominencia indicada por
Duck
ofrecía un sitio favorable para depositar el cadáver.

Los hombres quitaron las capas superficiales de nieve y después cavaron en el hielo endurecido. El tercer golpe de azada, chocó con un cuerpo duro que se rompió. Sus pedazos eran los restos de una botella.

Luego encontraron una bolsa muy endurecida con migajas de galletas perfectamente conservadas.

—¿Qué significa esto? —preguntó Bell.

El doctor llamó a Hatteras.

Duck
aullaba tratando de excavar con sus patas la espesa capa de hielo.

—¿Habrá aquí un depósito de provisiones? —preguntó Clawbonny.

—Ojalá —respondió Bell.

Aparecieron otros restos de alimentos y una caja con algo de
pemmican
.

Al parecer —dijo Hatteras— los osos encontraron este lugar antes que nosotros.

—Así parece —respondió el doctor—, porque…

Un grito de Bell lo interrumpió sin dejarlo terminar. Al separar una piedra Bell encontró una pierna rígida y helada que sobresalía entre los témpanos.

—¡Un cadáver! —gritó el doctor.

—Esto es un cementerio —dijo Hatteras.

Sacaron el cadáver al aire libre. Era de un marinero de unos treinta años. Se encontraba en perfecto estado de conservación y llevaba la indumentaria propia de los navegantes árticos. El doctor no pudo determinar la fecha de su muerte.

Junto a ese cadáver, Bell descubrió otro, de un hombre de unos cincuenta años, que aún tenía en el rostro la huella de los dolores que lo habían ultimado.

—A estos nadie los enterró —exclamó el doctor—. Estos desgraciados fueron sorprendidos por la muerte tal como nosotros los encontramos.

—El doctor tiene razón —respondió Bell.

—Sigan excavando —ordenó Hateras.

¿
Quién podía decir cuántos cadáveres encerraba aquel montón de hielo
?, pensaba Bell asustado.

—Estos hombres fueron víctimas del accidente del que nosotros nos salvamos —dijo el doctor—. Su casa de nieve se desplomó. Veamos si alguno respira todavía.

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