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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (74 page)

No tardé en darme cuenta de que lo más delicado iba a ser la cuestión de la vivienda: no podía seguir en el hotel de forma indefinida. El Obersturmbannführer del
SS-Personal Hauptamt
me propuso dos opciones: una residencia SS para oficiales solteros, muy económica, en donde estaban incluidas las comidas; o una habitación en alquiler en alguna casa particular. Thomas, por su parte, vivía en un piso de tres habitaciones, amplio y muy confortable, de techos altos y con valiosos muebles antiguos. En vista de la grave crisis de alojamiento que había en Berlín -las personas que disponían de una habitación vacía tenían obligación, en principio, de alquilarla-, era un piso lujoso, sobre todo para un Obersturmbannführer soltero; un Gruppenführer casado y con hijos no le habría hecho ascos. Thomas me explicó, riéndose, cómo lo había conseguido: «Pues no tuve que hacer nada del otro mundo. Si quieres, puedo ayudarte a encontrar un piso, quizá no tan grande, pero con dos habitaciones por lo menos». Como tenía a un conocido que trabajaba en la
Generalbauinspektion
de Berlín, consiguió que le concedieran, en régimen especial, el piso de unos judíos que había quedado vacío por los proyectos de reconstrucción de la ciudad. «El único problema fue que me lo concedían a condición de que pagase yo la restauración, alrededor de 500 reichsmarks. No los tenía, pero conseguí que me los atribuyera Berger a título de ayuda excepcional». Recostado en el sofá, paseó una mirada satisfecha por lo que le rodeaba: «No está mal, ¿verdad?».. —«¿Y el coche?», pregunté riéndome. Thomas tenía, además, un descapotable pequeño con el que le encantaba salir y, a veces, pasaba a recogerme por la noche. «Eso, chico, es otra historia que algún día te contaré. Ya te dije en Stalingrado que si salíamos vivos nos daríamos la gran vida. No hay razón para renunciar a ella». Estuve pensando en su propuesta, pero, al fin, me decidí por una habitación amueblada en una casa particular. No me apetecía vivir en un edificio para SS; quería escoger con quién me trataba fuera del trabajo, y la idea de quedarme solo y vivir en mi propia compañía me daba cierto miedo, a decir verdad. Unos caseros serían, al menos, una presencia humana. Pediría que me hicieran la comida y habría ruido por el pasillo. Así que hice una petición, especificando que quería dos habitaciones y que tenía que haber una mujer que guisara y se encargara de la limpieza. Me ofrecieron algo en Mitte, en casa de una viuda, a seis estaciones del U-Bahn de la Prinz-Albrechtstrasse, sin transbordos, y con un precio razonable; acepté sin ir siquiera a ver la casa y me dieron una carta. Frau Gutknecht, una mujer gruesa y rubicunda, con los sesenta cumplidos, de pechos voluminosos y pelo teñido, me examinó de arriba abajo con ojos taimados cuando me abrió la puerta: «¿Así que es usted el oficial?», me espetó con marcado acento berlinés. Entré y le di la mano: apestaba a perfume barato. Retrocedió por el largo pasillo y me señaló las puertas: «Aquí es donde yo vivo; y aquello es lo de usted. Aquí tiene la llave; yo tengo otra, claro». Abrió y me enseñó las habitaciones: muebles de serie atestados de adornos, un papel pintado amarillento y abarquillado, olor a cerrado. Después del salón, venía el dormitorio, aislado del resto del piso. «La cocina y el retrete están al fondo. Hay restricciones de agua caliente; así que de bañarse, nada». De la pared colgaban dos retratos, enmarcados en negro: un hombre de unos treinta años, con bigotito de funcionario, y un muchacho rubio y recio, con uniforme de la Wehrmacht. «¿Es su marido?», pregunté respetuosamente. Una mueca le deformó el rostro: «Sí. Y mi hijo Franz, mi Franzi. Cayó el primer día de la campaña de Francia. Su Feldwebel me escribió que había muerto como un héroe por salvar a un compañero, pero no le dieron ninguna medalla. Él quería vengar a su papá, a mi Bubi, ese de ahí, que murió gaseado en Verdón».. —«La acompaño en el sentimiento».. —«Ay, a lo de Bubi ya me he acostumbrado, ¿sabe? Pero a mi Franzi todavía lo echo de menos». Me lanzó de reojo una mirada calculadora. «Qué pena que no tenga una hija. Habría podido usted casarse con ella. Me habría gustado tener un yerno oficial. Mi Bubi era Unterfeldwebel y mi Franzi no era todavía más que Gefreiter».. —«Sí -contesté cortésmente-, es una pena». Señalé los adornos: «¿Podría pedirle que quitara todo esto? Necesito sitio para mis cosas». Puso una expresión indignada: «¿Y dónde quiere que lo meta? En mi parte de la casa hay todavía menos sitio. Y además queda bonito. Bastará con que los empuje un poco. Pero ojo, ¿eh? Quien rompe paga». Señaló los retratos: «Si quiere puedo llevarme esto. No querría apenarlo con mis pérdidas».. —«No tiene importancia», dije.. —«Bueno, pues entonces los dejo. Ésta era la habitación preferida de Bubi». Nos pusimos de acuerdo para las comidas y le di parte de mis cupones de racionamiento.

Me acomodé lo mejor que pude; de todas formas, no tenía demasiadas cosas. Apretujando los adornos y las noveluchas de antes de la guerra, conseguí despejar unas cuantas estanterías en donde coloqué mis propios libros, que mandé que me trajeran del sótano en donde los había guardado antes de irme a Rusia. Me gustó desempaquetarlos y hojearlos, incluso aunque la humedad hubiera deteriorado bastantes. Coloqué junto a ellos la edición de Nietzsche que me regaló Thomas y que no había abierto nunca, los tres Burroughs que me había traído de Francia y el Blanchot, que no había seguido leyendo; los Stendhal que me llevé a Rusia se habían quedado allí, como se quedaron en Rusia sus diarios de 1812, y hasta cierto punto de la misma forma. Lamentaba no haberme acordado de comprar otros ejemplares cuando pasé por París, pero ya se me presentaría alguna ocasión si seguía vivo. El opúsculo acerca del crimen ritual me complicó la vida; podía situar fácilmente el
Festgabe
con los libros de economía y de ciencias políticas; pero al otro libro costaba encontrarle sitio. Lo metí por fin con los libros de historia, entre Von Treitschke y Gustav Kossinna. Aquellos libros y ropa era cuanto poseía, si exceptuamos un gramófono y unos cuantos discos; por desgracia, el
kinyal
de Nalchik se había quedado también en Stalingrado. Cuando lo tuve todo colocado, puse unas arias de Mozart, me recosté en un sillón y encendí un cigarrillo. Frau Gutknecht entró sin llamar y se enfadó en el acto: «¡No pensará fumar aquí! Van a apestar las cortinas». Me puse de pie y me estiré la guerrera: «Frau Gutknecht, le rogaría que tuviera a bien llamar y esperar a que le conteste antes de entrar». Se puso como la grana: «Disculpe, Herr Offizier, pero estoy en mi casa, ¿no? Y además, si no le molesta que se lo diga, podría ser su madre. ¿Qué más le da que entre? ¡No creo que tenga intención de traer aquí a fulanas! Esta es una casa respetable, una casa de buena familia». Decidí que era urgente dejar las cosas claras: «Frau Gutknecht, tengo alquiladas estas dos habitaciones; así que aquí no está ya en su casa, sino en la mía. No tengo intención alguna de traer aquí a fulanas, como dice usted, pero quiero tener vida privada. Si esas condiciones no le interesan, recogeré mis cosas y el importe del alquiler y me iré. ¿Queda entendido?». Se calmó: «No se lo tome así, Herr Offizier... Es que no tengo costumbre, y nada más. Hasta puede fumar si quiere. Sólo que ya podría abrir las ventanas..».. Miró los libros: «Ya veo que es un hombre culto». La interrumpí: «Frau Gutknecht, si no tiene ninguna pregunta más que hacerme, le agradecería que se fuera».. —«Sí, perdón, sí». Salió y yo cerré la puerta y dejé la llave puesta.

Arreglé el asunto de la documentación con el servicio de personal y me fui a ver a Brandt. Había mandado que despejaran, para mi uso, una de las oficinas pequeñas y luminosas que habían hecho en el desván del edificio. Tenía a mi disposición una antesala con teléfono y un gabinete de trabajo con un sofá; una secretaria joven, Fräulein Praxa; y los servicios de un ordenanza que atendía tres oficinas y de un equipo de taquimecanógrafas que estaban a disposición de toda la planta. Mi chófer se llamaba Piontek, y era un
Volksdeutscher
de Alta Silesia que también me haría las veces de ordenanza cuando tuviera que viajar; el coche estaba a mi disposición, pero el Reichsführer insistía en que todo desplazamiento de carácter personal se contabilizara aparte y se me descontara el gasto de gasolina del sueldo. A mí todo aquello me parecía casi extravagante. «No tiene importancia. Para trabajar como es debido hay que contar con medios», me tranquilizó Brandt con una sonrisita. No pude entrevistarme con el
Persónlicher Stab,
el Obergruppenführer Wolff; convalecía de una grave enfermedad y Brandt llevaba, de hecho, haciéndose cargo de todas sus funciones desde hacía meses. Me dio unas cuantas precisiones más acerca de lo que esperaban de mí: «Antes de nada, es importante que se familiarice con el sistema y con sus inconvenientes. Todos los informes que, sobre este tema, se dirigen al Reichsführer se archivan aquí: mande que se los suban y écheles un vistazo. Aquí tiene una lista de los oficiales SS al frente de los diferentes departamentos que tienen que ver con su mandato. Pídales una cita y vaya a charlar con ellos, porque lo están esperando y le hablarán con total franqueza. Cuando tenga ya una visión de conjunto adecuada, deberá hacer una gira de inspección». Miré la lista: eran sobre todo oficiales de la
Wirtschafts-Verwaltungshauptamt
(la oficina central SS de Economía y Administración) y de la RSHA. «Inspección de Campos depende de la WVHA, ¿verdad?», pregunté.. —«Sí -contestó Brandt-, desde hace poco más de un año. Mire la lista: es el Amtsgruppe D ahora. Como ve, figuran el Brigadeführer Glücks, jefe de dirección; y su ayudante, el Obersturmbannführer Liebehenschel, que, dicho sea entre nosotros, le será de más utilidad que su superior; y unos cuantos jefes de departamento. Pero los campos no son sino un aspecto del problema; también están las empresas SS. El Obergruppenführer Pohl, que dirige la WVHA, lo recibirá para hablarle del asunto. Por supuesto, si quiere usted entrevistarse con otros oficiales para profundizar en algunos puntos, no vacile en hacerlo: pero empiece por los que le he dicho. En la RSHA, el Obersturmbannführer Eichmann le explicará el sistema de transportes especiales y también le dirá en qué punto se halla la resolución de la cuestión judía y sus perspectivas de futuro».. —«¿Puedo hacerle una pregunta, Herr Obersturmbannführer?». —«No faltaría más».. —«Si le he entendido bien, ¿puedo tener acceso a todos los documentos que tengan que ver con la solución definitiva de la cuestión judía?». —«En todo aquello en que la solución definitiva del problema judío afecte directamente a la cuestión del máximo despliegue de la mano de obra, sí. Pero quiero dejar muy claro que esto lo convierte a usted, y en un grado muy superior al de su cometido en Rusia, en un
Geheimnistrager,
un portador de secretos. Le está terminantemente prohibido hablar de esto con nadie fuera del servicio, y eso incluye a los funcionarios de los ministerios y del Partido con quien tenga usted contacto. El Reichsführer no admite más que una sentencia para cualquier violación de esa norma: la pena de muerte». Volvió a señalar la hoja que me había dado: «Puede hablar libremente con todos los oficiales de esta lista y, en lo referido a sus subordinados, pregunte primero».. —«Bien».. —«En cuanto a los informes, el Reichsführer ha fijado unas
Spracbregelungen,
unas normas de lengua. Entérese de ellas y respételas estrictamente. Cualquier informe que no las tenga en cuenta le será devuelto».. —«
Zu Befehl,
Herr Obersturmbannführer».

Me sumergí en el trabajo como en un baño vigorizador, como en uno de los manantiales sulfurosos de Piatigorsk. Pasé días enteros sentado en el pequeño sofá de mi despacho, leyendo a fondo informes, correspondencias, órdenes, cuadros organizativos y fumando de vez en cuando un cigarrillo discreto asomado a la ventana. Fräulein Praxa, que era de los Sudetes, que era bastante cabeza de chorlito y estaba claro que habría preferido pasarse el día charlando por teléfono, tenía que bajar continuamente a los archivos y volver a subir y se quejaba de que se le hinchaban los tobillos. «Gracias -le decía yo sin mirarla, cuando entraba en mi despacho con otro legajo-. Déjelo ahí y coja esto otro; ya he terminado, se lo puede usted llevar». Suspiraba y se volvía a marchar procurando hacer todo el ruido que podía. No tardé en darme cuenta de que Frau Gutknecht era una cocinera abominable; sabía hacer como mucho tres platos, todos con col, y que le salían mal con mucha frecuencia; así que, por la noche, me acostumbré a decirle a Fräulein Praxa que se fuera, bajar al comedor de oficiales para comer algo, volverme al despacho para seguir trabajando hasta bien entrada la noche y no ir a casa sino para dormir. Para que Piontek no tuviera que quedarse, cogía el U-Bahn; a aquellas horas, la línea C iba casi vacía y me gustaba observar a los escasos pasajeros, mirar aquellos rostros ajados y cansados era algo que me permitía evadirme un tanto de mí mismo y de mi trabajo. Coincidí varias veces en un vagón con el mismo hombre, un funcionario que debía de trabajar hasta tarde, igual que yo; él no se fijaba nunca en mí porque iba siempre sumido en un libro. Ahora bien, aquel hombre tan poco notable por lo demás, leía de forma notable: mientras recorría las líneas con los ojos, movía los labios como si fuera pronunciando las palabras, pero sin que me llegara a los oídos sonido alguno, ni siquiera un cuchicheo; y notaba entonces algo de aquel asombro de Agustín cuando vio por vez primera a Ambrosio de Milán leer en silencio, sólo con los ojos, mientras que él era un provinciano que no sabía que algo así era posible, que sólo sabía leer en voz alta y oyéndose leer.

En el curso de mis lecturas, me topé con el informe que había entregado a finales de marzo al Reichsführer el doctor Korherr, aquel estadístico malhumorado que ponía en tela de juicio nuestras cifras: debo confesar que las suyas me dejaron espantado. Tras una argumentación estadística que a alguien que no fuera un especialista le costaba trabajo asimilar, llegaba a la conclusión de que a 31 de diciembre de 1942 , sin meter en la cuenta a Rusia y Serbia, 1.873.549 judíos habían muerto, o los «habían transportado hacia el Este», o los habían «procesado a través de los campos»
(durchgeschleust,
curiosa palabra; alguna de las imposiciones sin duda de las
Sprachregelungen
del Reichsführer). En resumidas cuentas, la estimación final era que la influencia alemana desde la Toma del Poder había mermado en cuatro millones de personas la población judía de Europa, cifra que incluía, si lo estaba interpretando bien, la emigración anterior a la guerra. Era impresionante, incluso después de lo que había presenciado en Rusia: hacía mucho que habíamos dejado atrás el nivel artesanal de los Einsatzgruppen. Tras mirar toda una serie de órdenes y de instrucciones, pude también hacerme una idea de la dificultosa adaptación de Inspección de Campos a las exigencias de la guerra total. Aunque la constitución en sí de la WVHA y la absorción de la IKL, que supuestamente implicaban y ponían en marcha el paso a la máxima producción de guerra, databan de marzo de 1942 , hasta octubre no se habían promulgado medidas efectivas para reducir la mortalidad de los presos y mejorar su rendimiento; en diciembre, Glücks, el jefe de la IKL, volvió a ordenar a los médicos de los
Konzentrations-lager
que mejorasen las condiciones sanitarias y consiguieran que bajara la mortalidad y que subiera la productividad, pero, una vez más, sin especificar medidas concretas. Según las estadísticas del D II, que consulté, la mortalidad, expresada en porcentajes mensuales, bajó mucho: la tasa global en el conjunto de los KL pasó de un diez por ciento de bajas en diciembre al 2 , 8 por ciento en abril. Pero aquella reducción seguía siendo muy relativa, pues la población de los campos no paraba de crecer y las cifras de bajas netas no cambiaban. Un informe semestral del D 11 indicaba que, de julio a diciembre de 1942 , murieron 57.503 de los 96.770 presos, es decir el sesenta por ciento del total; ahora bien, desde enero, las pérdidas seguían rondando las seis mil o siete mil personas al mes. Ninguna de las medidas adoptadas parecía capaz de reducirlas. Además, se veía claramente que algunos campos eran peores que otros: la tasa de mortalidad de marzo en Auschwitz, un KL de Alta Silesia, del que oía yo hablar por primera vez, había sido del 15,4 por ciento. Empecé a caer en la cuenta de adonde quería ir a parar el Reichsführer.

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