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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (5 page)

—Bien. —Perila dejó el libro a un lado y se reclinó, regalándome una sonrisa que habría lanzado a cualquier escultor griego digno de ese nombre en busca de su libro de bosquejos—. No me digas nada. Has ido a ver al emperador y él dio su acuerdo.

—La verdad… no, Perila. No he venido por eso. —La sonrisa se le borró de la cara, pero al menos no puso su cara de hielo.

—Pero estás avanzando.

—Lo intento. Pero no hay nada que hacer.

—¿Por qué no?

Me encogí de hombros.

—Vete a saber. Sólo recibo negativas rotundas de todo el mundo. Creo que tiene algo que ver con el crimen de tu padrastro. —No respondió, así que fui más explícito—. ¿Qué hizo el viejo, Perila? ¿Prometió que entregaría Armenia a los partos? ¿Violó a Livia? ¿Violó a Augusto? ¿Le reventó un forúnculo a Verruga? —Silencio—. ¡Habla, muchacha! Soy tu patrón, ¿recuerdas?

—No lo sé —contestó al fin—. Mi padrastro nunca nos lo dijo.

¡Por Júpiter!

—¿Cómo que nunca os lo dijo? El hombre ya estaba castigado. El secreto se sabía.

Ella meneó la cabeza. Su cabello dorado estaba sujeto en una trenza ceñida, más sencilla de lo que dictaba la moda pero que le sentaba a la perfección. Un rizo provocador rozaba cada sien. Olí a rosas.

—Se lo preguntamos —dijo—. Al menos mi madre se lo preguntó. Yo era demasiado pequeña. Pero ni siquiera se lo contó a ella. Dijo que era demasiado peligroso.

Sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo.

—¿Peligroso? ¿Peligroso para quién?

—Para él, supongo. Quizá para mi madre y para mí. Lo cierto es que no nos dijo nada.

No podía creerlo.

—¡Por favor, Perila! Sé que no tuvo difusión pública, pero tu madre debe de haber sabido lo que hizo, o al menos lo habrá deducido. Eran muy íntimos, ¿verdad?

—Sí. Mucho —murmuró.

—¿Y me dices que no se lo contó a ella? ¿Nada de nada?

—Quizá ella lo sepa. —Perila había bajado los ojos y su voz era apenas un susurro. Esperé algo más, pero no habló. Había algo que yo no entendía.

—¿Entonces por qué no le preguntas sin rodeos?

—Porque no serviría de nada.

De nuevo esa frase. Me la había dicho el secretario, y Crispo. Sonaba rara en labios de Perila.

—¿Ovidio no dijo nada antes de partir? ¿No dejó ninguna pista en sus cartas? Envió cartas, ¿verdad?

—Claro que sí. —Perila arrancó una ramilla de un arbusto y la hizo girar distraídamente entre los dedos—. Él hablaba… de sus actividades más frecuentes. No sólo en sus cartas. También en sus poemas.

¡Al fin llegábamos a alguna parte!

—Pues dime.

—Según él, cometió un error. Vio algo que no tendría que haber visto, y no lo denunció.

—¿Y?

—Eso es todo.

Me recliné. Demonios. Cuanto más me metía en este asunto, más intriga me causaba, y más se me escabullía. Insinuaciones y rumores. Como niebla o agua entre los dedos.

—¿Eso es todo?

—Ya me has oído. Bah, hay más, mucho más, pero ése es el meollo. Eso, y lo que él no hizo.

—¿Lo que no hizo? —Yo empezaba a sonar como el coro de un dramaturgo chapucero.

—Él afirma que no sacó ningún provecho personal de ese asunto. Y no había matado a nadie, ni había cometido una falsificación, un fraude ni una traición.

—Eso no deja muchas posibilidades.

—No.

—¿Me estás diciendo que Ovidio no hizo nada en absoluto? —exclamé con todas las letras—. ¿Que Augusto lo mandó a Tomi sólo por haber visto algo que no tendría que haber visto?

—Y por no haberlo denunciado. Así es.

—¡Es una locura! ¡No tiene el menor sentido! ¡Por la divina polla de Júpiter, estamos hablando de un exilio!

—No obstante, Corvino, eso es todo lo que hay. Y por favor, no uses ese vocabulario. No me agrada.

—¿Pero qué pudo haber visto para merecer ese tratamiento? Lo despacharon al mar Negro por el resto de su vida, sin juicio ni apelación. Ni siquiera le permiten volver para la sepultura.

—No lo sé.

—¡Por favor, muchacha! ¡Eres su puñet…! ¡Eres su hijastra!

Apretó los labios y desvió los ojos.

—Ya te he dicho todo lo que sé —dijo—, y te agradecería que cambiáramos de tema.

Quizá no sepa distinguir a Bion de Mosco, pero sé muy bien cuando una mujer me oculta la verdad. Y si alguna mujer hermosa me había mentido descaradamente, era Rufia Perila. Esperas obstrucciones por parte de burócratas quisquillosos y de arribistas como mi padre y Crispo, pero no del cliente que tratas de ayudar.

Me levanté.

—Está bien, no me digas nada. Lo averiguaré por mi cuenta. De todos modos, ya debo irme. Me espera una larga noche de libertinaje y primero necesito emborracharme. Gracias por tu hospitalidad, dama Rufia.

Se volvió para encararme, y tuvo la gracia de parecer culpable, pero eso fue todo.

—Gracias por el libro —dijo—. Fue amable de tu parte pensar en ello.

—El gusto es mío. —Estaba casi tan furioso como en la oficina del secretario—. Será hasta pronto. —Cuando pasé junto a ella, me apoyó una mano en el brazo.

—De veras, no sé por qué desterraron a mi padrastro, Corvino. No te oculto nada. Soy sincera.

—Claro —repliqué, pero me había detenido. Regresar a mi casa con la marca ardiente de esos dedos en la piel me habría resultado tan imposible como organizar una fiesta para mi padre y su nueva esposa.

Ella bajó los ojos, pero yo ya había visto el destello de las lágrimas.

—Tengo mis ideas sobre el tema, pero son sólo eso. Ideas mías.

—¿No quieres compartirlas?

Negó con la cabeza.

No, lo más probable es que sean erróneas, de todos modos. No tienen mayor sentido.

Yo tenía un nudo en la garganta del tamaño de un huevo. Como he dicho, soy un majadero bondadoso. Sin embargo, también tenía mi orgullo. Un Valerio Mesala no se derrite fácilmente.

—Como quieras —dije, y recobré el brazo. Ya nada me retenía.

—¿Seguirás intentando… obtener la autorización?

—Desde luego —dije envaradamente—. Te lo prometí.

Ella se levantó y antes de que yo me enterase de lo que pasaba me dio un beso leve en la mejilla. Era la clase de picoteo de pajarillo que esperas de tu hermanita menor, pero en mí surtió el efecto de un apasionado beso de lengua corintio. Murmuré algo apropiadamente noble sobre mis deberes de patrón y escapé a toda prisa.

Le había dado mi palabra de que haría traer las cenizas de su padrastro, y me proponía cumplirla a toda costa. Pero mi idea de cómo lograrlo era tan precisa como los conocimientos que tiene una ostra sobre carpintería.

Varo a sí mismo

Vela ha venido a pedir la consigna para los centinelas. Le di «Vigilancia inflexible», una broma que él no entendió. Numonio Vela es mi lugarteniente, con responsabilidad especial sobre la caballería. Ésa es otra broma.

Los caballos siempre me parecieron bestias estúpidas. El seso sólo les alcanza para no deshacerse de sus jinetes en combate, y así marchan alegremente hacia su posible evisceración. Dicho de otro modo, están bendecidos con las virtudes militares perfectas. Los caballos y Vela tienen mucho en común. Vela es una nulidad de obtusidad asombrosa, un cretino incapaz de seguir un razonamiento más allá de la primera premisa obvia. La palabra que se me ocurre es sólido, o quizá estólido, pues Vela no tiene rigidez ni entereza. Es grueso y almidonado como las gachas. Podrías amasarlo con las manos, en cuerpo y alma. Ello no significa que posea fibra moral. Si Vela es incorruptible (y lo es, claro que lo es), su virtud no es fruto de la elección sino de la pereza mental y espiritual.

En síntesis, estimado confidente, Numonio Vela es un pelmazo de primer orden. No es un castigo menor tener que atravesar la Germania en su compañía.

Quizá debería darte más nombres, y las caras que los acompañan. No te fatigaré con una lista larga. Somos pocos los escogidos, a pesar de las miles de almas vivientes que nos rodean. Tres (sin contar a Vela) serán suficientes.

Ante todo, el egregio Egio. Mi comandante de campo, o uno de ellos. Un soldado de raza, un romano por antonomasia, que se habría plantado junto con Horacio en el puente, pero se habría negado a la cobardía de destruirlo. Si Vela es gachas frías, Egio es puro pimienta y especias picantes, un hombre impulsivo destinado a la gloria o la tumba; su destino más probable es el segundo, y que le aproveche mientras no nos arrastre a los demás. No puedo lograr que me guste Egio, pero tiene su utilidad, sobre todo por su antipatía natural hacia Vela. Ésta es recíproca, y me brinda mucha diversión.

Luego, Marco Ceonio, mi otro comandante de campo y, por necesidad, aliado. Venal, codicioso (aunque, como sabes, yo no debería hablar así), cobarde y corrompido como un higo podrido, al que lamentablemente se parece su rostro. Es posible que también él conquiste la gloria, pero será inmerecida y la obtendrá por astucia y no por mérito. Lo más probable es que la tumba lo reclame prematuramente, pero será con la jabalina de un soldado raso clavada en la espalda. La tropa lo detesta, y con buenos motivos. Es raro conocer a alguien sin cualidades que lo rediman. Ceonio se aproxima tanto como es humanamente posible.

Tercero y último, un humilde servidor: Publio Quintilio Varo. Ex cónsul, ex esto, ex aquello (después de todo, no volveré a tener sesenta). Virrey de Augusto y general de este glorioso ejército. Amante de la buena vida y del oro acuñado y (un atributo nada menor) traidor contra el estado. Creo que esto bastará por el momento. A fin de cuentas, no deseo ahuyentar del todo tu simpatía.

Desde luego, notarás que no he descrito a Arminio, que es el personaje más relevante. Paciencia. Como todo buen general, debo mantener algo en reserva. Conocerás a Arminio oportunamente, y prometo que te empacharás de él.

Allá vamos.

6

No emprendí el regreso tras irme de la casa de Perila. Había dejado un anillo de sello para reparar en la tienda de Cadmo, en la calle del Zorro, frente al Saepta, lo cual significaba otro viaje hasta la zona céntrica. No me molestaba. Me agradaba caminar por la ciudad, pese al mal tiempo. Además, era una excusa para dar un paseo por la Suburra.

Sí, ya sé. Es la clase de comentario que los jóvenes herederos de la fortuna familiar esperan de sus papás ricos. Significa que los vejetes andan mal de la azotea y es hora de llamar a los abogados para endilgarles un certificado de flagrante inestabilidad mental. Nadie en su sano juicio camina por Roma si puede evitarlo. Las multitudes son más numerosas que pulgas en el jergón de una ramera barata, en verano hace un calor hirviente y en invierno un frío glacial, y todo el año las calles apestan a residuos, verdura rancia y todo lo demás, desde incienso barato hasta perros muertos y pescado podrido. Y eso es sólo el principio. Si nos desviamos de las arterias principales para internarnos en los distritos más pobres, descubrimos que los lugareños más emprendedores prestan servicios de degüello, atraco y ratería que no tienen parangón en todo el imperio. Si nos atenemos a la avenida principal, quizá recibamos el impacto de algo que arrojaron de un inquilinato. Y si andamos de muy mala racha, quizá nos caiga encima el inquilinato mismo. Sin risas. He sido testigo.

Pero me gusta Roma. Ya, es un vertedero fuera de los tramos donde Augusto encontró ladrillo y dejó mármol, y apesta más que el retrete de una taberna en pleno verano, pero tiene carácter. ¿En qué otro sitio compras un actor enano negro como la pez, una cabra quiromántica te predice la fortuna o pillas la gonorrea de una tragasables, todo en pocos pasos a la redonda?

Roma es un plato fuerte. Puede lastimarte, incluso matarte, pero no puede aburrirte.

El cielo empezaba a encapotarse en serio cuando dejé la ladera del Esquilino y me interné en la Suburra. Pésima noticia. La mayoría de la gente que trabaja en esa parte de la ciudad no puede permitirse impermeables, y mucho menos literas, y las probabilidades de encontrar una litera de alquiler entre la calle Puliana y el Argileto es tan grande como ver a Verruga zapateando por unos cobres en la plataforma de los oradores. Me ceñí la capa, me bajé la capucha para no sentir el viento en los ojos, y traté de pensar en otra cosa que no fuera en cómo me iba a empapar hasta llegar al Saepta.

Por ejemplo, lo que había averiguado sobre Ovidio.

Primero. El motivo de su exilio no era ningún secreto entre los que yo llamaría los lameculos: sujetos como mi padre y Crispo, que tenían contactos con el gobierno y sabían dónde se colgaban los trapos sucios. Si temían abrir sus púdicos labios por miedo a que se los cerraran de un castañazo, el secreto era bastante delicado, aunque fuera historia antigua.

Segundo. Ovidio no había hecho ninguna de las cosas que normalmente te llevan al exilio. O al menos afirmaba que no. Ni traición, ni asesinato, ni falsificación ni fraude. Y eso, como le había dicho a Perila, no dejaba muchas posibilidades. Quizá mintiera, desde luego, pero no me parecía así. ¿Por qué tomarse el trabajo de negar una acusación que nadie le hacía a menos que realmente dijera la verdad? Perila había dicho que ella y su madre aún conservaban la villa de las afueras de Roma, es decir que el emperador no había confiscado el patrimonio de Ovidio. Si el crimen era realmente grave, eso tampoco encajaba.

Por último: no sólo no habían acusado a Ovidio de ninguno de los delitos que él había enumerado. No lo habían acusado y punto. No hubo imputación ni juicio, no hubo nada de nada, sólo una cita para una entrevista privada con el emperador y un billete sólo de ida por decreto imperial. Eso no sucedía con un crimen normal. Más aún, Augusto había dejado claro que era un caso cerrado, al margen de lo que ese hombre hubiera hecho para sacarlo de sus imperiales casillas. No se hacían preguntas ni se daban explicaciones. Más extraño aún, cuando Verruga subió al poder y algunos notables de Roma le suplicaron que derogara el edicto o al menos trasladara al pobre diablo a un sitio donde los lugareños no arrastraran los nudillos al caminar, Tiberio se había negado. Ni indulto ni explicación, sólo esa negativa rotunda. Y ahora el hombre había muerto y el emperador ni siquiera le hacía lugar en Italia para sus huesos.

Un asunto muy espeso. Y extraño por donde lo mirases.

Crucé en el empalme de Puliana con Orbiana y vi una familia de músicos callejeros. Eran talentosos: el abuelo con los timbales, papá con el tamboril y mamá con la flauta doble, y detrás de ellos un crío de túnica parda y sucia escarbándose la nariz como número cómico. La hija —que no era ninguna chiquilla— recogía monedas. Tenía una falda corta con campanillas, un sostén de cuero y una expresión de aburrimiento demoledor. Con ese tiempo, se debía de estar congelando. Cuando se me acercó, le deslicé una pieza de plata bajo cada copa del sostén, le palmeé las posaderas y me marché deprisa, antes de que papá descubriera por qué sonreía la niña. Siembra un poco de alegría, ése es mi lema. Además, tenía unas tetas maravillosas. Luego me interné en una calleja que me llevaría por el corazón del distrito hasta la calle Suburra.

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