Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
Domínguez se apoyó en la mesa y miró por la ventana de la cocina. Vio el viejo carrusel. Miró su reloj. «Hablando de trabajo…», pensó.
El abogado abrió el cajón de arriba del buró del dormitorio. Apartó unos pares de calcetines, pulcramente enrollados uno dentro de otro, y la ropa interior, calzoncillos blancos, uno encima de otro. Debajo había una caja forrada de cuero, un objeto con aspecto serio. La abrió con la esperanza de encontrar algo enseguida. Frunció el ceño. Nada importante. No había ni estados de cuentas bancario, ni pólizas de seguro, sólo una pajarita negra, el menú de un restaurante chino, un antiguo mazo de cartas, una carta con una medalla del ejército y una descolorida foto Polaroid de un hombre junto a una tarta de cumpleaños rodeado de niños.
—Oiga —gritó Domínguez desde la otra habitación—, ¿es esto lo que necesita?
Apareció con un montón de sobres que había sacado de un cajón de la cocina, algunos de un banco cercano, otros del Departamento de Veteranos de Guerra. El abogado los recorrió y, sin levantar la vista, dijo:
—Esto servirá.
Sacó un estado de cuenta bancario y tomó nota mental del saldo. Luego, como sucedía con frecuencia en este tipo de visitas, se felicitó en silencio por sus acciones, bonos y plan de pensiones. Él no iba a terminar como aquel pobre palurdo, con nada más que enseñar que una cocina ordenada.
Blanco. Ahora sólo había blanco. Ni tierra, ni cielo, ni horizonte. Sólo un puro y silencioso blanco, tan callado como la nevada más intensa en el amanecer más tranquilo.
Blanco era lo único que veía Eddie. Lo único que oía era su trabajosa respiración, seguida por el eco de esa respiración. Inhaló y oyó una inspiración más sonora. Exhaló y a continuación también escuchó una espiración.
Eddie se frotó los ojos. El silencio es peor cuando uno sabe que no lo puede romper, y Eddie lo sabía. Su mujer se había ido. La deseaba desesperadamente, un minuto más, medio minuto, cinco segundos más, pero no había modo de alcanzarla, de llamarla o de saludarla con la mano, ni siquiera podía ver una fotografía suya. Se sentía como si hubiera caído por una escalera y estuviera aplastado en el fondo. Tenía el alma vacía. Carecía de fuerza. Colgaba nacidamente y sin vida en el vacío, como si lo hiciera de un gancho, como si le hubieran extraído todos los jugos. Quizá llevaba allí colgado un día o un mes. Quizá un siglo.
Sólo la llegada de un ruido pequeño pero repetitivo hizo que se revolviera; sus párpados se alzaron pesadamente. Ya había estado en cuatro zonas del cielo y conocido a cuatro personas, y aunque cada una había resultado desconcertante a su llegada, notaba que esto era completamente distinto.
El temblor del ruido volvió, ahora más potente, y Eddie, con su instinto de defensa de toda su vida, cerró los puños y al hacerlo se dio cuenta de que su mano derecha tenía cogido un bastón. En los antebrazos tenía manchas del hígado. Las uñas de sus dedos eran pequeñas y amarillentas. Sus piernas desnudas tenían el sarpullido rojizo —herpes— que había padecido durante sus últimas semanas en la tierra. Apartó la vista de su acelerado deterioro. Según los cómputos humanos, su cuerpo estaba cerca del final.
Ahora llegaba otra vez el sonido, un conjunto de chillidos agudos, irregulares, y momentos de calma. En la tierra Eddie había oído aquel sonido en sus pesadillas y se estremeció al recordarlo: la aldea, el incendio, Smitty y aquel ruido, aquella especie de chillido chirriante que, al final, salía de su propia garganta cuando trataba de hablar.
Apretó los dientes, como si eso pudiera interrumpirlo, pero continuó, como una alarma que nadie desconectara, hasta que Eddie gritó a la asfixiante blancura:
—¿Qué pasa? ¿Qué quieren?
Después de eso, el sonido agudo se trasladó al fondo, se impuso a un segundo ruido, un rumor constante, implacable —el sonido de un río que corre—, y la blancura se redujo a un punto de luz que reflejaban unas aguas brillantes. Apareció suelo bajo los pies de Eddie. Su bastón tocó algo sólido. Estaba subido a un muro de contención, donde una brisa le soplaba en la cara y una neblina proporcionaba a su piel un brillo húmedo. Bajó la vista y vio, en el río, el origen de aquellos chillidos obsesionantes, y sintió el alivio de un hombre que comprueba, con el bate de béisbol en la mano, que no hay ningún intruso en su casa. El sonido, aquellos gritos y silbidos, aquella sucesión de chirridos, era sencillamente la cacofonía de voces de niños, miles de ellos, que jugaban en el río, salpicándose y soltando risas muy agudas.
«¿Era en eso en lo que he estado soñando todo este tiempo? —pensó—. ¿Por qué?».
Observó aquellos cuerpos tan pequeños. Unos daban saltos, otros se metían en el agua, otros cargaban con cubos y otros rodaban sobre la hierba alta. Apreció una cierta calma en todo aquello, nada de la brusquedad que habitualmente se ve en los niños. Se dio cuenta de algo más. No había adultos. Ni siquiera adolescentes. Todos eran niños pequeños, con la piel del color de la madera oscura, aparentemente a su propio cuidado.
Y entonces los ojos de Eddie fueron atraídos hacia un gran canto rodado blanco. Una chica delgada estaba quieta encima, separada de los demás, mirando en su dirección. Le hizo gestos con las dos manos, saludándole. Él dudó. Ella le sonrió. Volvió a hacerle gestos con las manos y a asentir con la cabeza, como si dijera: «Sí, tú».
Eddie dejó su bastón y empezó a descender la empinada ladera. Resbaló, la rodilla mala se le dobló y perdió el equilibrio. Pero antes de caer en tierra, notó una repentina ráfaga de viento en la espalda que lo empujaba hacia delante, levantándolo, y allí estaba, delante de la niña, como si hubiera estado en ese lugar todo el tiempo.
Cumple cincuenta y un años. Es sábado. Se trata de su primer cumpleaños sin Marguerite. Se prepara un café instantáneo en una taza de plástico y toma dos tostadas con margarina. En los años posteriores al accidente de su mujer, Eddie rehuía cualquier celebración de su cumpleaños, diciendo: «¿Para qué tengo que recordar ese día?». Era Marguerite la que insistía. La que hacía la tarta. La que invitaba a los amigos. Siempre compraba una bolsa de caramelo quemado y le ponía una cinta alrededor. «No puedes olvidarte de tu cumpleaños», diría ella.
Ahora que ella se ha ido, Eddie lo intenta. En el trabajo, se sujeta con un arnés a la montaña rusa, en lo alto y solo, como si fuera un alpinista. De noche ve la televisión en su apartamento y se acuesta pronto. Nada de tartas. Nada de invitados. No resulta difícil comportarse como si no pasara nada cuando uno siente que no le pasa nada. La palidez de la derrota pasó a convertirse en el color de los días de Eddie.
Cumple sesenta años; es miércoles. Va al taller temprano. Abre una bolsa de papel marrón con el almuerzo y parte un trozo de mortadela de su sándwich. Lo sujeta en un anzuelo y luego pasa el sedal por el agujero para pescar. Observa cómo flota. Finalmente desaparece, tragado por el mar.
Cumple sesenta y ocho años; es sábado. Extiende sus pastillas sobre la encimera. El teléfono suena. Joe, su hermano, le llama desde Florida. Joe le desea un feliz cumpleaños. Le habla de su nieto. Le habla de una casa. Eddie dice «Ya, ya» al menos cincuenta veces.
Cumple setenta y cinco años; es lunes. Se pone las gafas y lee los informes de mantenimiento. Se da cuenta de que alguien se saltó una guardia la noche anterior y de que no han comprobado los frenos del Gusano Tembloroso. Suspira y coge un cartel de la pared, «ATRACCIÓN CERRADA TEMPORALMENTE», para llevarlo a la entrada del Gusano Tembloroso, donde él mismo revisa el panel de frenos.
Cumple ochenta y dos años; es martes. Llega un taxi a la entrada del parque. Él sube al asiento de delante y guarda su bastón después.
—A la mayoría de la gente le gusta ir atrás —dice el taxista.
—¿Le importa? —pregunta Eddie.
El taxista se encoge de hombros.
—No, no me importa.
Eddie mira hacia delante. No dice que le gusta más ir en el asiento de delante y que no ha conducido desde que hace un par de años le retiraron el permiso.
El taxi le lleva al cementerio. Visita la tumba de su madre y la de su hermano y se detiene delante de la de su padre durante sólo unos momentos. Como de costumbre, deja la de su mujer para el final. Se apoya en el bastón y mira la lápida mientras piensa en muchas cosas. Caramelo quemado. Piensa en caramelo quemado. Piensa que ahora le han quitado los dientes, pero que de todos modos se lo comería, si pudiera compartirlo con ella.
La niña parecía asiática, quizá de cinco o seis años, y tenía una hermosa piel canela, pelo del color de una ciruela oscura, nariz pequeña y chata, labios llenos que se extendían alegres sobre sus dientes separados y unos ojos bellos, tan negros como la piel de una foca, con una cabeza de alfiler blanca que hacía de pupila. Sonrió y batió palmas con entusiasmo hasta que Eddie avanzó cautelosamente un paso más cerca, momento en que se presentó.
—Tala —dijo como haciendo una ofrenda de su nombre, con las manos en el pecho.
—Tala —repitió Eddie.
Ella sonrió como si hubiera empezado un juego. Se señaló la blusa bordada, que le caía holgada de los hombros y que estaba mojada de agua del río.
—
Baro
—dijo.
—
Baro
.
La niña tocó la tela roja que le cubría el torso y las piernas.
—
Saya
.
—
Saya
.
Luego señaló su calzado, una especie de zuecos —
bakya
—, y después unas conchas iridiscentes que había junto a sus pies —
capiz
— y, finalmente, una estera trenzada de bambú —
baing
— que estaba extendida delante de ella. Hizo un gesto a Eddie de que se sentara en la estera y ella también tomó asiento, con las piernas recogidas debajo.
Ninguno de los demás niños parecía fijarse en Eddie. Salpicaban y rodaban y cogían piedras del lecho del río. Eddie vio que un chico frotaba una piedra en el cuerpo de otro, por la espalda y debajo de los brazos.
—Bañarse —dijo la chica—. Como hacían nuestras
inas
.
—¿
Inas
? —dijo Eddie.
Ella observó la cara de Eddie.
—Mamas —dijo.
Eddie había oído a muchos niños en su vida, y en la voz de esta pequeña no percibió la vacilación habitual que los niños muestran ante un adulto. Se preguntó si ella y los demás niños habrían elegido esta orilla del río celestial o si, dados sus pocos recuerdos, alguien había elegido por ellos este paisaje tan sereno.
Señaló el bolsillo de la camisa de Eddie. Éste bajó la vista. Los limpiapipas.
—¿Esto? —dijo él. Los sacó y los torció, como había hecho en su época del parque de atracciones. La niña se puso de rodillas para observar el proceso. Las manos de él temblaban—. ¿Ves? Es… —Eddie terminó la última vuelta— un perro.
Ella lo cogió y sonrió; una sonrisa que Eddie había visto un millar de veces.
—¿Te gusta? —dijo.
—Tú quemar mí —dijo ella.
Eddie notó que la mandíbula se le ponía rígida.
—¿Qué estás diciendo?
—Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.
Su voz era inexpresiva, como la de un niño recitando una lección.
—Mi
ina
decir que esperar dentro de la
nipa
. Mi
ina
decir que esconder.
Eddie habló en voz baja, de forma lenta y meditada.
—¿De qué… te estabas escondiendo, niña?
Ella jugueteó con el perro hecho con los limpiapipas, luego lo sumergió en el agua.
—
Sundalong
—dijo.
—¿
Sundalong
?
Ella alzó la vista.
—Soldado.
Eddie notó esa palabra como si fuera un cuchillo en su lengua. Le pasaron fugaces imágenes por la cabeza. Soldados. Explosiones. Morton. Smitty. El capitán. Los lanzallamas.
—Tala… —susurró.
—Tala —dijo ella sonriendo ante su propio nombre.
—¿Por qué estas aquí, en el cielo?
La niña bajó el animal.
—Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.
Eddie sintió un golpeteo detrás de los ojos. La cabeza le iba a estallar. Se le aceleró la respiración.
—Tú estabas en Filipinas… la sombra… en aquella choza…
—La
nipa
. Ina decir que estar segura allí. Esperar por ella. Estar segura. Luego ruido grande. Fuego grande. Tú quemar mí. —Encogió sus estrechos hombros.— No segura.
Eddie tragó saliva. Le temblaban las manos. Miró los profundos ojos oscuros y trató de sonreír, como si ésa fuera la medicina que necesitaba la niña. Ella le devolvió la sonrisa, y eso acabó por destrozarle. Enterró la cara en sus manos. Las tinieblas que le habían ensombrecido todos aquellos años se revelaban por fin, eran carne y sangre auténticas; él había matado a aquella niña, a aquella niña encantadora, la había quemado, matado, se merecía todas las pesadillas que había padecido. ¡
Había
visto algo! ¡La sombra entre las llamas! ¡Él la había matado!
¡Con sus propias manos
! Un torrente de lágrimas le corría entre los dedos y su alma parecía caer en picado.
Entonces gritó y de su interior salió un lamento con una voz que nunca antes había oído; un lamento que nacía en lo más íntimo de su ser; y resonó en el agua del río y agitó el aire neblinoso del cielo. Su cuerpo tuvo convulsiones, y la cabeza le temblaba sin control hasta que el lamento se transformó en una especie de oración, pronunciando cada palabra como una confesión:
—Yo te maté. Yo te maté. —Luego susurró—: Perdóname. —Y gritó—: ¡Perdóname, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Lloró desconsolado hasta que sus sollozos se convirtieron en un temblor. Luego se movió silenciosamente, balanceándose atrás y adelante. Estaba arrodillado en la estera ante la niña de pelo negro que jugaba con el animal hecho con limpiapipas junto a la orilla del río que corría.
En un determinado momento, cuando su angustia se había aplacado, Eddie notó unos golpecitos en el hombro. Alzó la vista y vio a Tala que tenía una piedra en la mano.
—Tú bañar mí —dijo. Se metió en el agua y le dio la espalda a Eddie. Luego se quitó el
baro
bordado por la cabeza.
Él retrocedió. La niña tenía la piel espantosamente quemada. Su torso y sus estrechos hombros estaban negros, carbonizados y con ampollas. Cuando se dio la vuelta, la hermosa e inocente cara estaba cubierta de grotescas cicatrices. Los labios marchitos. Sólo tenía un ojo abierto. El pelo había desaparecido y había sido sustituido por manchas de cuero cabelludo quemado, que estaba de costras duras, abigarradas.