Las correcciones (62 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

—Considero un gran triunfo —dijo Lámar, masticando— el hecho de haber conseguido por fin que te tomaras una pausa de café.

Laredo Bob se secaba los ojos con un pañuelo tamaño funda de almohada.

Alfred le transmitió un elogio, aquella noche, en el camino de vuelta a casa.

—Me comenta Sam Beuerlein —dijo— que eres la mejor trabajadora que ha visto en su vida.

Denise no dijo nada.

—Los has dejado a todos muy impresionados. Les has hecho ver la clase de trabajo que puede hacer una chica. No quise decírtelo antes, pero tuve la impresión de que no los convencía demasiado la idea de contratar a una chica para el verano. Supongo que se temían que todo fuera charlar y muy poco hacer.

Se alegró de que su padre la admirara. Pero su benevolencia, como la benevolencia de todos los delineantes, con excepción de Don Armour, se le había vuelto inaccesible. Daba la impresión de recaer en su cuerpo, de referirse de algún modo a él; y su cuerpo se rebelaba.

Ooh, pero ¿qué has hecho, Denise, pero qué has hecho?

—El caso —dijo su padre— es que ahora ya tienes una idea de cómo es la vida en el mundo real.

Hasta que de veras se instaló en Filadelfia, Denise siempre había deseado estudiar en algún sitio que no estuviera lejos de Gary y Caroline. La casa grande que éstos poseían en Seminole Street era como un hogar sin las miserias propias del hogar, y Caroline, cuya belleza la dejaba sin aliento, por el mero expediente de dirigirle la palabra, era estupenda como confirmación del derecho pleno de Denise a que su madre la sacara de quicio. Pero a finales del primer semestre de
college,
tuvo que rendirse a la evidencia de que Gary le estaba dejando tres mensajes en el contestador por cada uno que ella le devolvía. (Una vez, sólo una vez, hubo un mensaje de Don Armour, que tampoco devolvió). Gary le proponía recogerla de su residencia y volver a dejarla allí después de cenar, y ella no aceptaba. Tenía que estudiar, alegaba, pero luego, en vez de estudiar, se pasaba el rato viendo la tele con Julia Vrais. Era una culpabilidad tipo
hat trick,
es decir triple: se sentía mala por mentirle a Gary, peor por no cumplir con sus deberes de estudiante, y peorcísima por hacerle perder el tiempo a Julia. Denise siempre se podía marcar una noche empollando, pero Julia se volvía completamente inútil a partir de las diez. Julia carecía de motor y de timón. Julia era incapaz de explicar por qué su plan de estudios para el otoño estaba constituido por Introducción al Italiano, Introducción al Ruso, Religiones Orientales y Teoría de la Música; acusaba a Denise de habérselas agenciado para que alguien de fuera la ayudase a escoger una dieta académica tan equilibrada como Inglés, historia, filosofía y biología.

Denise, por su parte, le envidiaba a Julia los «hombres» de
college
que había en su vida. Al principio, ambas se vieron auténticamente sitiadas. Una desmesurada cantidad de los «hombres» de los primeros y de los últimos cursos que utilizaban las bandejas como instrumentos de percusión cada vez que ellas pasaban cerca, en el comedor, procedía de New Jersey. Eran de expresión madura, en el rostro, y megafónica, en la voz con que comparaban los respectivos estudios de matemáticas o intercambiaban recuerdos sobre aquella vez que estuvieron en Rehoboth Beach y se desmadraron a tope. Para Denise y Julia sólo tenían tres preguntas: (1)
¿Cómo te llamas?
(2)
¿En qué residencia estás?
(3)
¿Te vienes a nuestra fiesta del viernes?
A Denise le parecía muy sorprendente aquel examen tan esquemático y tan grosero, pero también la dejaba perpleja la fascinación de Julia por aquellos aborígenes de Teaneck, New Jersey, con sus relojes digitales talla monstruo y sus cejas con propensión a la convergencia central. Julia iba por ahí mirando como mira una ardilla cuando cree saber que alguien lleva un mendrugo de pan en el bolsillo. Al salir de las fiestas, le decía a Denise, encogiéndose de hombros al mismo tiempo: «Éste tiene material; me voy con él». Denise empezó a pasarse los viernes por la noche estudiando sola. Adquirió reputación de princesa helada y lesbiana presunta. Le faltaba el talento de Julia para derretirse viva cuando todos los integrantes del equipo de fútbol del college, como un solo hombre, se le plantaban al pie de la ventana y le cantaban cosas. «¡Me da una vergüenza que me muero!», gemía Julia, en plena agonía feliz, escondiéndose tras la persiana para mirar. Los «hombres» de ahí abajo no tenían ni idea de lo dichosa que la estaban haciendo y, por consiguiente, según los estrictos criterios estudiantiles que Denise aplicaba entonces, no estaban a la altura de Julia y no se la merecían.

Denise pasó el verano siguiente en los Hampton, con cuatro de sus más disolutas compañeras de pabellón y falseó la situación a sus padres en todos los aspectos posibles. Dormía en un cuarto de estar y ganaba su buen dinero fregando platos y haciendo de pinche de cocina en la Posada de Quogue, trabajando codo con codo con una chica de Scardale que era muy guapa y se llamaba Suzie Sterling, y cayendo perdidamente enamorada de la vida entre pucheros. Le encantaban las horas de agobio demencial, la intensidad del trabajo, la belleza del resultado. Le encantaba la profunda quietud que seguía al barullo. Un buen equipo era como una familia electiva donde todos los integrantes del mundo culinario, tan pequeño y tan caluroso, funcionaban en pie de igualdad, donde todos los cocineros tenían un pasado o un rasgo de carácter extraño que ocultar y donde, incluso en medio de la más sudada intimidad, cada miembro de la familia disfrutaba de su ámbito privado y de su autonomía. Le encantaba todo eso.

Ed, el padre de Suzie Sterling, había llevado varias veces a Denise y Suzie en coche a Manhattan, con anterioridad a la noche de agosto en que Denise regresaba en bicicleta a casa y a punto estuvo de llevárselo por delante, porque el hombre estaba de pie fuera de su coche, un BMW, fumándose un Dunhill y deseando que ella volviera sola. Ed Sterling era asesor jurídico de artistas. Alegó incapacidad para vivir sin Denise. Ella escondió su bicicleta (prestada) en unos matorrales, junto al camino. El hecho de que la bicicleta hubiera desaparecido a la mañana siguiente, cuando volvió a buscarla, y de haberle tenido que jurar a su legítima propietaria que ella la había dejado donde siempre, atada al poste, con su candado, debería haberle servido de aviso en cuanto al territorio en que estaba adentrándose. Pero la excitaba su efecto en Sterling, la teatral fisiología hidráulica de su deseo, y cuando volvió a sus estudios, en septiembre, llegó a la conclusión de que un
college
de artes liberales no podía ni empezar a compararse con una buena cocina. No le veía la punta a eso de quemarse las cejas preparando trabajos que luego sólo vería el profesor; necesitaba público. También le molestaba mucho que el
college
la hiciera sentirse culpable de sus privilegios, siendo así que otros afortunados grupos de identidad gozaban de indulgencia plenaria y se sentían enteramente libres de culpa. Ya se sentía ella suficientemente culpable sin ayuda de nadie, gracias. Casi todos los domingos utilizaba un billete combinado de la Southeastern Pennsylvania Transportation Authority y de la New Jersey Transit, tan barato como lento, y se iba a Nueva York. Sobrellevó las comunicaciones telefónicas con Ed Sterling, paranoicas y unidireccionales y sus aplazamientos en el último segundo y sus distracciones crónicas y sus aburridoras ansiedades por posible falta de cumplimiento y su propio bochorno ante el hecho de verse llevada a restaurantes tan baratos como exóticos, situados en Woodside y Elmhurst y Jackson Heights, no fuera Sterling a tropezarse con algún conocido (porque, como solía explicarle mientras le mesaba con ambas manos la espesa cabellera de visón, él conocía
a todo el mundo
en Manhattan). Mientras su amante iba derivando hacia el puro y simple desequilibrio y la incapacidad para seguir viéndose con ella, Denise comía chuletones uruguayos, tamales chino-colombianos, cangrejitos de río tailandeses en salsa curry, anguilas rusas ahumadas al aliso. La belleza o la excelencia en la calidad, que ella tipificaba en platos dignos de recordación, alcanzaban a redimirla de cualquier humillación. Pero nunca logró superar el arrepentimiento por lo ocurrido con la bici. Su insistencia en que la había dejado encadenada al poste.

La tercera vez en que se lió con un hombre que le doblaba la edad también se casó con él. Estaba totalmente resuelta a no convertirse en una liberal de chicha y nabo. Tras dejar los estudios, se puso a trabajar, ahorró dinero para sobrevivir un año y se pasó seis meses en Francia e Italia; luego regresó a Filadelfia y encontró trabajo en un sitio de pasta y pescado de Catherine Street, siempre lleno. En cuanto adquirió un poco de experiencia, ofreció sus servicios al Café Louche, que por aquel entonces era el sitio más sitio de la ciudad. Emile Berger la contrató allí mismo, nada más verla manejar el cuchillo y nada más ver lo guapa que era. No había pasado una semana cuando ya estaba quejándosele de lo inútiles que eran todos los pobladores de su cocina, menos ella y él.

El arrogante, irónico y devoto Emile se convirtió en su refugio. Con él se sentía infinitamente adulta. Emile afirmaba que con el primer matrimonio ya había tenido bastante, pero cumplió como es debido y llevó a Denise a Atlantic City y (en palabras del Barbera D'Alba piamontés a que ella apeló para emborracharse y pedirle la mano a él)
hizo de ella una mujer decente.
En el Café Louche trabajaban como socios, con una corriente de experiencia pasando de la cabeza de él a la cabeza de ella. Ambos despreciaban a su pretencioso y antiguo rival, Le Bec-Fin. Dejándose llevar por un impulso, compraron una casa de tres pisos en Federal Street, en un barrio mezclado de blancos y negros y vietnamitas, cerca del Mercado Italiano. Hablaban de sabores como los marxistas hablan de revoluciones.

Cuando Emile ya le hubo enseñado todo lo que podía enseñarle, trató ella de enseñarle a él un par de cosas (como, por ejemplo: vamos a renovar la carta, qué tal si, por qué no probamos esto con caldo vegetal y una pizca de comino, qué tal si) y chocó de frente con un muro de ironía y de opiniones blindadas que antes, mientras estuvo ella en el lado de los ganadores, le habían parecido la mar de bien. Ahora se veía con más talento y más ambiciones y más ganas que su cano marido. Era como si, a fuerza de trabajar y dormir y trabajar y dormir, hubiera envejecido tan rápidamente, que no sólo hubiera rebasado a su marido, sino que hubiera alcanzado a sus padres. Su constreñido mundo de veinticuatro horas diarias en casa y en el trabajo, al mismo tiempo, porque eran lo mismo, se le antojaba idéntico al universo de dos en que vivían sus padres. Tenía dolores de vieja en las jóvenes caderas y rodillas y pies. Tenía manos de vieja, llenas de cicatrices, tenía vagina de vieja, seca, tenía prejuicios de vieja y actitudes políticas de vieja, tenía la misma actitud de rechazo a los jóvenes —a sus productos electrónicos y a su manera de hablar— que tienen los viejos. Se dijo, pues: «Soy demasiado joven para ser tan vieja». Tras lo cual su desterrado sentido de la culpabilidad salió volando de la cueva, sobre vengadoras alas, profiriendo gritos, porque Emile seguía tan devoto de ella como siempre, fiel a su inmutable personalidad, y era ella quien se había empeñado en casarse.

Llegaron a un acuerdo amistoso y Denise salió de la cocina de Emile para firmar contrato con un competidor, el Ardennes, que necesitaba un subjefe de cocina y que, en su opinión, superaba al Café Louche en todo excepto en el arte de ser excelente sin dar la impresión de estarlo intentando. (La virtuosidad sin esfuerzo constituía, sin duda alguna, el mejor talento de Emile).

En el Ardennes concibió el deseo de estrangular a la joven encargada de preparar los platos fríos. La chica, Becky Hemerling, estaba en posición del título de una escuela de gastronomía y de una melena rubia rizada y de un cuerpo pequeñito y plano y de un cutis muy blanco que se tornaba escarlata en el caluroso ambiente de las cocinas. No había nada en Becky Hemerling que no pusiera enferma a Denise: su formación en el I.C.N. (Instituto Culinario de Norteamérica; Denise, en cambio, era una esnob autodidacta); su excesiva familiaridad con los cocineros más veteranos (y en especial con Denise); su expresa adoración de Jodie Foster; los estúpidos textos de sus camisetas, su abuso de la palabra «joder» como partícula enfática, su muy consciente «solidaridad» lesbiana con los «latinos» y los «asiáticos» de la cocina, sus generalizaciones sobre «derechistas» y «Kansas City» y «Peoría», su frecuentación de frases como «los hombres y las mujeres de color», la resplandeciente aura de titulación que se le derivaba del mero hecho de contar con la aprobación de unos educadores deseosos de sentirse tan marginados y tan victimizados y tan libres de culpa como ella.
¿Qué hace una persona así en mi cocina?,
se preguntaba Denise. No se supone que un cocinero tenga ideas políticas. Los cocineros eran los mitocondrios de la humanidad: tenían su propio ADN aislado, flotaban en una célula, dotándola de fuerza, pero sin que pudiera verdaderamente considerárseles parte de ella. Denise sospechaba que Becky Hemerling había optado por la vida culinaria para demostrar algún extremo de carácter político: para mostrarse dura, para tenérselas tiesas con los tíos. A Denise le parecía tanto más repugnante esta motivación cuanto ella también la llevaba dentro, aunque sólo fuera en una partecilla. Hemerling la miraba siempre como dando a entender que conocía a Denise mejor que la propia Denise. Una insinuación tan irritante como imposible de refutar. Despierta en su cama, junto a Emile, por las noches, Denise se imaginaba retorciéndole el gañote a Hemerling hasta que se le salían de las órbitas aquellos ojos tan azulitos. Se imaginaba apretándole la tráquea con ambos pulgares, hasta reventarla.

Luego, una noche, se durmió; y soñó que estrangulaba a Becky y que Becky no le ponía inconvenientes. Sus ojos azules, de hecho, invitaban a tomarse mayores libertades. Las manos de la estranguladora aflojaron la presión y se pasearon por el mentón de Becky y subieron por sus orejas y alcanzaron la suave piel de sus sienes. Separáronse los labios de Becky, cerráronse sus ojos, como en arrobo, en tanto que la estranguladora extendía las piernas sobre sus piernas y los brazos sobre sus brazos…

Denise no recordaba haberse arrepentido tanto de despertar de un sueño.

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