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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (18 page)

—Genial. Estaba segura de que dirías que no a las dos cosas —dijo Risitas, yendo hasta la nevera por un manojo de zanahorias.

—¿Así que ésta era tu gran idea, Jeffrey? ¿Enseñarme a tocar el piano? —preguntó Skye consternada, mirando el piano de cola que había en la esquina de la sala de música. Era el más grande que había visto jamás, y la sola idea de tener que tocarlo lo volvía, si cabe, aún más imponente. Era como si una enorme ballena fuese a tragársela.

—Te gustará, ya lo verás. La música se parece mucho a las matemáticas, y a ti se te dan bien, ¿verdad?

—Soy la mejor, pero eso no me ayudó a tocar bien el clarinete; de hecho, fue una auténtica tortura. ¿Por qué no volvemos a subir al desván? Allí hay montones de cosas con las que entretenerse.

—Cobarde.

—No soy cobarde —replicó, mirándolo de forma desafiante.

—Entonces inténtalo. Será divertido, te lo prometo.

—De acuerdo, pero ¿no podríamos, por lo menos, usar el que hay en tu habitación? Este es demasiado grande.

—Arriba sólo hay una banqueta, y no podríamos tocar juntos —argüyó Jeffrey, sentándose en un extremo del banco situado frente al instrumento y dándole una palmada al espacio vacío que había a su lado—. Ven.

Con ciertas reservas, Skye se acercó y se sentó junto a su amigo. Se sintió atrapada. Detrás de ella no había ni puerta ni ventana, y delante tenía un gigantesco piano con ochenta y ocho teclas, cuya enorme tapa no le permitía ver más allá.

—Vale, ahora escucha un minuto —le indicó Jeffrey; sacudió las manos para liberar la tensión de los dedos y se dispuso a tocar.

Sin embargo, antes de que pudiera sonar una nota, Risitas asomó la cabeza por detrás del banco. Skye pegó un salto. La muy pilla debía de haberse arrastrado por debajo del piano para llegar hasta allí.

—Hola, Jeffrey —dijo la chiquilla—. ¿Puedo jugar con esos cojines del sofá?

—Claro —contestó él, y Risitas desapareció.

—¿Qué cojines? —preguntó Skye.

—No te preocupes. Cierra los ojos y escucha. —Jeffrey tocó una serie de notas—. Bueno, eso era Bach. ¿Has percibido las progresiones matemáticas de la melodía?

—Pues claro que no. Vamos al desván; me encantan los desvanes.

Risitas volvió a asomar la cabeza junto a Jeffrey.

—¿Puedo jugar con esa cosa de oro que hay en la chimenea?

—¿Te refieres a la rejilla? Adelante —respondió, y la pequeña se esfumó.

—¿Vas a dejar que juegue con oro? —preguntó Skye.

—No te preocupes; es de bronce. Y ahora concéntrate. Después de aprender a tocar el clarinete, debes de saber...

—Después de haber intentado aprender a tocar el clarinete.

—Bueno, pues debes de saber que las notas son como fracciones. Hay notas enteras, medias, cuartas, octavas... Eso es pura matemática. Si lo prefieres, puedes pensar en las notas musicales como en una escala basada en el número ocho. Do, re, mi, fa, sol, la, si, y de nuevo volvemos a do, ¿verdad? Escucha. —Tocó una escala.

De nuevo Risitas apareció junto a él.

—¿Te importa si agarro esos animalitos de piedra que hay en la mesa del rincón?

—Puedes jugar con lo que te apetezca, pero procura tener cuidado.

—Vale —dijo la niña, yéndose.

—Atiende a la música, Skye. Escucha los patrones.

—No vas a rendirte, ¿verdad?

—Es que estoy convencido de que esto se te daría bien si lo intentases. —Jeffrey volvió a tocar la pieza, pero esa vez no se limitó sólo a los primeros compases y continuó hasta el final. Cuando acabó, miró a Skye expectante.

—¿Sabes? Me parece que ya comienzo a pillarlo.

—¿De veras?

—En el fondo se trata de combinar lógica e instinto; déjame probar. —Skye sacudió las manos y las apoyó con cuidado contra el teclado.

«¡¡Crash!! ¡¡Boom!! ¡¡Bang!!»

—¡Para, por favor! ¡Tú ganas! —gritó Jeffrey tapándose las orejas.

No obstante, Skye se lo estaba pasando tan bien que tenía ganas de seguir. El chaval se puso a hacerle cosquillas hasta que ella cayó del banco. Sólo entonces se hizo el silencio.

—Ahora ya podemos hablar del mi bemol —dijo Jeffrey mirándola desde arriba.

Skye se abalanzó sobre él y lo tiró del banco. Comenzaron a hacerse cosquillas el uno al otro, alternando carcajadas histéricas con amenazas escandalosas, y poco a poco la cosa se convirtió en una lucha sin cuartel, hasta que uno de los dos le dio una patada al banco y las partituras salieron volando por la sala.

Tan alto era el volumen de aquel jovial alboroto que ninguno oyó que alguien abría la puerta y entraba en la habitación. Ojalá hubieran tenido más cuidado, pero ¿qué motivo había para ello? No podían saber que, de camino a Vermont, el coche de Dexter había pinchado un neumático, y que el hombre se había mojado y ensuciado tanto cambiando la rueda bajo la lluvia, que había decidido dar media vuelta y dejar a su novia en casa antes de lo previsto. Por lo tanto, ni Jeffrey ni Skye tenían la menor idea de que la mujer había oído los golpes y el jaleo desde el vestíbulo y había ido a ver qué ocurría. Esa vez, sir Barnaby no estaba allí para impedir que la señora Tifton perdiese los nervios por completo.

—¡Tú de nuevo! —exclamó, lanzando una mirada envenenada a Skye—. ¡¡Tú!!

Jeffrey se puso en pie de un salto, golpeando el banco contra la pata del piano.

—Madre —balbuceó—. Pensaba que estabas en Vermont.

—Y así es como te aprovechas de mi ausencia, revolcándote por el suelo con esta desvergonzada, esta insolente.

Skye, que se había levantado junto con su amigo, no sentía vergüenza en absoluto, ya que no habían hecho nada malo. Ni lo habían llenado todo de tierra, ni habían espachurrado jazmines, ni habían provocado que la mujer perdiera ningún concurso.

—Soy yo la que ha comenzado a revolcarse, señora Tifton —dijo.

—No lo había dudado ni un instante, Jane. Esa es tu especialidad, sembrar el caos allá por donde vas. ¡Primero mi jardín, y ahora esto! —vociferó, señalando el resto de la sala de música con un expresivo movimiento del brazo.

Skye y Jeffrey asomaron la cabeza por detrás del piano de cola. «¡Oh, no!», pensó la niña. Tal vez no se había volcado ninguna vasija, pero la configuración de la estancia había cambiado de manera drástica. En medio de la sala se había erigido una especie de carpa, con un estilo a caballo entre una película del oeste y las mil y una noches, construida a partir de los cojines del sofá y la rejilla de bronce de la chimenea, junto con una decena de enormes libros con cubierta de cuero y varios chales de seda de lo más elegantes.

—¿Risitas?

Un rostro pálido y atemorizado asomó por detrás de un ejemplar de
Vanity Fair.

—No te preocupes —dijo Jeffrey—. No tienes por qué esconderte.

La chiquilla salió de su guarida con un león tallado en piedra en cada mano.

—¡Las figuras africanas de papá! —chilló la señora Tifton—. Jeffrey Framley Tifton, ¿es que no sientes respeto alguno por mis cosas?

Skye decidió echarle una mano a su amigo.

—Risitas sólo estaba...

La mujer se volvió hacia ella, interrumpiéndola en mitad de la frase.

—Salid de mi casa ahora mismo, tú y tu hermanita. Las Penderwick ya no sois bienvenidas aquí.

—Pero, madre...

—No pienso escuchar nada más de lo que digas hasta que se hayan ido —sentenció la señora Tifton.

—Entonces las acompañaré hasta la puerta —dijo Jeffrey, resignado.

—Estoy segura de que ya conocen la salida. Tú te quedarás aquí y me ayudarás a ordenar todo este desastre.

—No pasa nada —le aseguró Skye a su amigo—. Ya conocemos el camino. Venga, Risitas, vámonos.

Con sumo cuidado, la pequeña dejó las figuras en el suelo y fue a gatas hasta su hermana por debajo del piano, para evitar a la señora Tifton.

—Hasta luego —se despidió Jeffrey.

—Hasta luego, Jeffrey. Gracias por enseñarme a tocar el piano —dijo Skye; pasó junto a la madre de su amigo con la cabeza bien alta y fue hasta la puerta.

Risitas salió de la sala de música antes de ponerse a llorar, pero en cuanto estuvo fuera no pudo evitar que sus lágrimas fuesen, como decía el señor Penderwick, como las tormentas silenciosas: rápidas, furiosas y completamente mudas. Skye se la llevó a donde la señora Tifton no pudiera oírla.

—No hagas eso; ahora no. —Calmar a la chiquilla no era una de sus especialidades. Ojalá Rosalind o incluso Jane estuvieran allí.

—Todo ha sido por mi culpa. —Inclinó las alas y comenzó a llorar a moco tendido—. Tenías razón, Skye; no debería haber venido.

Sin embargo, de nada servía que le diera la razón; no si lloraba como si la vida le fuese en ello. Además, Skye sabía que todo aquel embrollo había sido más culpa suya que de su hermana.

—Yo soy la MPD. Tendría que haber prestado más atención.

—Supongo.

—Entonces deja de llorar de una vez y sécate la cara.

—Es que no tengo pañuelo —argüyó la pequeña. Aquella nueva tragedia no hizo sino acrecentar su llanto.

—Pues sécate con la ropa. No se lo contaré a nadie.

Mientras Risitas se enjugaba el rostro con la camiseta, Skye, ansiosa, se volvió hacia la sala de música. Sintió la apremiante necesidad de acercarse a la puerta para asegurarse de que Jeffrey no estaba sufriendo una reprimenda demasiado dura.

—Ya está —anunció Risitas. La camiseta se había empapado y parecía como recién sacada de la lavadora, pero por lo menos su llanto se había convertido en un suave sollozo.

—Buen trabajo —dijo Skye, acariciándole la cabeza—. Ahora vete a la cocina. Seguro que Churchie te da algo de comer.

—Quiero quedarme contigo. Por favor.

La señora Tifton podía salir de la sala en cualquier instante. Si Skye pretendía espiar, aquél era el momento; de lo contrario, sería mejor que abandonaran la casa enseguida. Sin embargo, Skye no deseaba irse sin estar segura de que Jeffrey se encontraba bien. Sobre todo, después de haberlo metido de nuevo en problemas.

—Vale —dijo finalmente—, pero has de estar muy callada mientras veo cómo está Jeffrey.

—¿Vas a espiarlo?

—Sí, voy a espiarlo, y si no te gusta ya puedes ir corriendo a buscar a Churchie.

Risitas prefirió espiar a Jeffrey y su madre antes que ponerse a dar vueltas sola por Arundel Hall, así que las dos volvieron de puntillas hasta la sala de música y pegaron la oreja a la puerta. La señora Tifton estaba hablando.

—No entiendo lo que te pasa, Jeffrey. Nunca te habías comportado de esta manera. Desde que las Penderwick están aquí...

—No tiene nada que ver con ellas, madre.

—Tú, que siempre habías tenido amigos encantadores, como Teddy Robinette.

—Teddy Robinette nunca ha sido amigo mío. Es un matón y un imbécil.

—No puedo creer lo que estoy oyendo.

—A nadie en la escuela le cae bien y siempre copia. Tú sólo querías que fuéramos amigos porque su familia es rica.

—¡Basta! —gritó la señora Tifton. Skye y Risitas oyeron cómo comenzaba a caminar por la habitación—. Ya no sé qué hacer para controlarte. Dexter opina que necesitas un poco de mano dura, y puede que tenga razón.

—¡Dexter! —exclamó Jeffrey, indignado.

—¿Qué significa eso? ¿Es que acaso no te cae bien? Si es así, será mejor que lo digas ahora, porque...

—¿Porque vas a casarte con él? —espetó, concluyendo la frase.

Su madre dejó de caminar y bajó la voz.

—¿Tan malo sería? —preguntó, casi en tono de súplica—. ¿Tan mal te parece que tenga un marido? ¿Y tú un padre?

—¡El no quiere ser mi padre! ¡Lo que quiere es librarse de mí y mandarme a Pencey un año antes de lo previsto!

—Todavía estamos discutiendo si... —De repente la mujer abandonó su comedimiento y volvió a endurecerse—. Un momento, jovencito. ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, porque te oímos... Te oí hablando con él.

—¿Te oímos? —La sala se sumió en el silencio durante unos segundos—. Contéstame, Jeffrey: ¿cuándo y con quién me espiaste? ¿Acaso Churchie tiene algo que ver con todo esto? ¿Cagney, tal vez?

—¡No, no! Claro que no.

—Entonces es cosa de las Penderwick. Debí haberlo imaginado.

—No te estábamos espiando, madre. En serio. Sin querer, os oímos hablar después de mi fiesta de cumpleaños.

—¿Sin querer? Seguro que todo fue idea de esa rubita entrometida de Jane.

—Te refieres a Skye, y ella no es...

—No me interrumpas. Y no sólo es Jane, o Skye, o como se llame. Son todas ellas. Son groseras y consentidas. Es lo que pasa cuando unos padres no hacen bien su trabajo. El padre es un ingenuo, y quién sabe adonde se fue la madre. Supongo que acabó cansada de esas niñas, lo cual no me extrañaría en absoluto.

Para Risitas y Skye, que seguían al otro lado de la puerta, aquello fue como una pesadilla. A Skye no le importaba que la llamaran entrometida. Al fin y al cabo, viniendo de quien venía, no era tan horrible, y lo cierto es que ahí estaba ella, espiando. No obstante, oír a la señora Tifton criticando a su padre, y lo que es peor, vertiendo acusaciones malintencionadas sobre su madre, ya era inaguantable. Sintió que una rabia ciega se apoderaba de ella y cerró los puños con fuerza. Estaba tan cegada de ira que apenas pudo oír la réplica de Jeffrey.

—Madre, la señora Penderwick...

—Y esa Rosalind no deja de seguir a Cagney como un perrito faldero. Si continúa comportándose de esa manera, llegará el día en que un hombre se propase con ella y acabe con su fingida inocencia. Además, no me digas que no le ocurre nada a la más pequeña. Esas horribles alas siempre pegadas a la espalda y la extraña manera en que te mira sin pronunciar palabra...

Skye era consciente de que no debía entrar en la sala de música. No era nada caballeroso, y sólo le daría a la señora Tifton más razones para odiarla. Incluso Risitas se puso a estirarle del brazo para evitarlo, pero nada de eso importó. El honor de su familia estaba en juego, ¡el de su propia madre!, y tenía que defender a la gente que más quería. Tomó aire, se preparó para la batalla y, sin más dilaciones, abrió la puerta de un golpe y fue corriendo hacia la señora Tifton.

—¿Qué diablos...? —soltó la mujer.

—¡Usted no es quién para hablar de mi familia de esa manera! —dijo Skye a grito pelado—. ¡Retire lo dicho inmediatamente!

—¿Cómo te atreves? ¡En mi propia casa! —Salió hasta el pasillo, fuera de sí—. ¡Churchie! ¡Ven a la sala de música ahora mismo!

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