Las hijas del frío (20 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Por primera vez, Agnes levantó la vista desde su rincón. Para su sorpresa, Anders no vio en sus ojos ni rastro de la alegría que él sentía, sino sólo desesperación. La joven se dirigió a su padre con voz suplicante:

—Te lo ruego, papá, no me obligues a casarme con él. No es más que… un simple trabajador.

Aquellas palabras fueron como un latigazo en la cara. Era como si estuviese viéndola por primera vez, como si ella se hubiese convertido en otra persona ante su vista.

—¡Pero, Agnes! —dijo rogándole con su exclamación que siguiese siendo la muchacha a la que él amaba, pese a que ya sabía que todos sus sueños acababan de arruinarse.

Ella no le prestó atención y continuó suplicándole a su padre, desesperada, pero August no se dignó mirarla siquiera, sino que se dirigió al juez y le dijo brevemente:

—Haga lo que tiene que hacer.

—¡Por favor, papá! —gritó Agnes arrojándose con dramatismo a los pies de su padre.

—¡Calla! —le gritó el padre mirándola fríamente—. ¡No te pongas en evidencia! No pienso tolerarte esos accesos de histeria. Tú misma has preparado la cama y ahora tendrás que dormir en ella —rugió poniendo así un brusco final a los lamentos de su hija.

Con una expresión de dolor, Agnes se levantó muy a su pesar para que el juez cumpliera su misión. Fue una ceremonia extraña, con la novia visiblemente disgustada a un par de metros del novio. Pero la respuesta a la pregunta del juez fue «sí» en ambos casos, aunque con no poca reticencia por una de las partes y bastante desconcierto por la otra.

—Bien, pues ya está hecho —constató August una vez que el acto hubo concluido desde el punto de vista administrativo—. Comprenderás que no puedo mantenerte trabajando aquí —añadió.

Anders bajó la cabeza confirmándole que ya esperaba la noticia. El que ahora era su suegro continuó:

—Pero, por mal que hayas actuado, no puedo permitir que mi hija quede totalmente desprotegida; se lo debo a su madre.

Agnes lo miró expectante, con un resto de esperanza de que no lo perdería todo.

—Te he buscado un trabajo en la cantera de Fjällbacka. La estatua la terminará otro. También he pagado el primer mes de alquiler por una habitación con cocina en uno de los barracones. A partir de ahí, os las arreglaréis solos.

Agnes dejó escapar un grito. Se llevó la mano a la garganta como si se estuviese asfixiando, y Anders se sintió a bordo de un barco a punto de hundirse. Si aún conservaba alguna esperanza sobre su futuro con Agnes, se disipó definitivamente al ver el desprecio con el que la joven lo miraba.

—Por favor, padre querido —volvió a rogar la muchacha—. No puedes hacerme esto. Prefiero quitarme la vida antes que irme a vivir a una barraca maloliente con ese hombre.

Anders hizo un gesto de repulsión al oírla. De no haber sido por el niño, se habría dado media vuelta y se habría marchado. Pero un hombre de verdad asumía su responsabilidad, por difíciles que fuesen las circunstancias; era algo que le habían inculcado desde pequeño. Por ese motivo permaneció en la sala, que ahora se le antojaba angosta y asfixiante, e intentó imaginarse el futuro con una mujer que, a todas luces, lo consideraba repugnante como esposo.

—Lo hecho, hecho está —le dijo August a su hija—. Tienes el resto de la mañana para recoger las pertenencias que podrás llevarte. Después, saldrá el coche para Fjällbacka. Elige con sensatez. No creo que los vestidos de fiesta te sean de gran utilidad —añadió en un tono duro para demostrarle que lo había herido profundamente y que la herida era irreparable.

Cuando cerraron la puerta al salir, se hizo un silencio atronador. Agnes lo miraba con tanto odio que Anders tuvo que hacer un esfuerzo para no darle la espalda. Una voz interior le susurraba que huyese mientras estaba a tiempo, pero sus pies no se movieron, como si estuviesen clavados al suelo.

Con un escalofrío, presintió que se avecinaban malos tiempos.

Morgan veía ir y venir a los policías. Pero no perdió el tiempo pensando qué habrían ido a hacer a la casa de sus padres. Él no era de los que se ponían a cavilar.

Se estiró. Empezaba a hacerse tarde y, como de costumbre, se había pasado todo el día al ordenador. Su madre se preocupaba por su espalda, pero él no veía razón para inquietarse hasta que no llegase el momento. Cierto que empezaba a notar cierta rigidez, pero no sentía ningún dolor y mientras el problema fuese de apariencia, su cerebro no lo registraba. Para alguien que, como él, no era normal, no importaba si tenía la espalda ligeramente encorvada.

Sentirse tranquilo era un placer. Y ahora que la niña no estaba, esos momentos de desasosiego habían desaparecido. A él no le gustaba lo más mínimo. Ni lo más mínimo. Siempre se presentaba allí a molestar justo cuando más enfrascado estaba en su trabajo y, además, no le hacía caso cuando le decía que se marchase. Los otros niños le tenían miedo y se contentaban con señalarlo con el dedo a sus espaldas en las contadas ocasiones en que se dejaba ver fuera de las cuatro paredes de la cabaña. Pero ella no. Ella se entrometía, reclamaba atención y se negaba a dejarse asustar cuando le gritaba. A veces sentía tal frustración que se levantaba y se ponía a vociferar, tapándose los oídos, con la esperanza de que la niña se marchase. Pero ella se reía. Así que era un auténtico placer saber que ya no volvería. Nunca más.

La muerte le resultaba fascinante. Había algo en su carácter definitivo que le hacía barajar constantemente ideas sobre su realidad y sus formas. Los juegos con los que más le gustaba entretenerse eran los que incluían mucha muerte. Sangre y muerte.

En alguna ocasión consideró la posibilidad de quitarse la vida. Y no tanto porque no quisiera seguir viviendo, sino porque quería ver cómo era estar muerto. Antes contaba esas cosas. Sólo a título informativo les dijo claramente a sus padres que pensaba suicidarse. Pero a raíz de su reacción, optó por guardarse para sí tales reflexiones. Se armó un escándalo y aumentaron las visitas al psicólogo al tiempo que sus padres, o quizá más bien sólo su madre, empezó a vigilarlo a todas horas. A Morgan eso no le gustaba.

No comprendía por qué todos temían tanto a la muerte. Esos sentimientos extraños que abrigaban los demás parecían concentrarse y multiplicarse en cuanto oían hablar de la muerte. En verdad que no lo comprendía. La muerte era un estado, igual que la vida; ¿por qué iba a ser una mejor que otra?

Sobre todo le habría gustado estar presente cuando rajaron a la niña. Estar allí al lado, mirando. Ver aquello que los demás consideraban tan aterrador. Tal vez habría encontrado la respuesta si la hubiera visto cuando la abrieron. O tal vez en el rostro de las personas que lo hicieron.

A veces se soñaba a sí mismo en un depósito de cadáveres. Sobre un frío banco de metal, sin nada que protegiese su cuerpo desnudo. En sus sueños veía relucir el acero justo antes de que el forense hiciese la primera incisión en el pecho.

Aunque de eso tampoco hablaba. Entonces pensarían que estaba loco, no sólo que era anormal, una etiqueta con la que había aprendido a vivir con los años.

Morgan volvió a los códigos del ordenador disfrutando de la paz y del silencio. En verdad que era un placer que la niña no estuviera.

Lilian abrió sin aguardar a que llamasen. Patrik sospechó que había estado mirando por la ventana desde que se marcharon. En el vestíbulo había un par de zapatos que no habían visto al salir y supuso que serían de Eva, la amiga de Lilian, que había acudido a prestarle apoyo moral.

—¿Y bien? —preguntó Lilian—. ¿Qué tenía que argumentar en su defensa? ¿Podemos cursar ya la denuncia para que lo detengan cuanto antes?

Patrik respiró hondo.

—Pensábamos hablar unos minutos con su marido antes de seguir adelante con la denuncia. Aún hay algunos aspectos poco claros.

Por un instante, Lilian pareció perder la confianza, pero no tardó en recuperar su actitud combativa.

—Ni pensarlo. Stig está enfermo y descansando en su habitación. No se le puede molestar de ninguna manera.

Habló con voz forzada y empañada por cierta inquietud. Patrik comprendió que también Lilian había olvidado a Stig como posible testigo. Tanto más importante le parecía, pues, hablar con él.

—No queda más remedio, por desgracia. Seguro que puede recibirnos un par de minutos —dijo Patrik con toda la autoridad que fue capaz de mostrar.

A su vez, se quitó la cazadora en señal de que estaba resuelto a hacerlo.

Lilian iba a abrir la boca para protestar cuando Gösta la interrumpió con su tono más policial.

—Si no nos permite hablar con él, estaríamos hablando de obstrucción a una investigación policial. No quedará muy bien en los papeles.

Patrik dudaba de que aquella afirmación se sostuviese a la larga, pero pareció surtir el efecto deseado en Lilian. Ésta, airada, se adelantó para que la siguieran escaleras arriba. Parecía que pretendía estar presente, así que Gösta, decidido, le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Sabemos llegar solos, gracias.

—Pero…

Fue paseando la mirada de uno a otro, buscando desesperadamente otras protestas justificadas; al final se vio obligada a rendirse.

—Bueno, no digan que no se lo advertí. Stig no se encuentra bien y si empeora por su visita y sus preguntas…

Los dos policías desoyeron sus comentarios y siguieron subiendo al piso de arriba. El cuarto de huéspedes estaba justo a la izquierda y, puesto que Lilian había dejado la puerta abierta, no resultó difícil localizar a su esposo. Stig yacía arropado en la cama, pero estaba despierto y tenía la cabeza vuelta hacia la puerta, pues los estaba esperando. A juzgar por lo bien que les llegaba ahora la voz alterada de Lilian desde la cocina, el enfermo sin duda había oído que iban a verlo. Patrik entró en la habitación antes que Gösta y tuvo que hacer un esfuerzo para no contener la respiración. El hombre que descansaba en la cama tenía un aspecto tan frágil y endeble que su cuerpo parecía un relieve bajo la manta. Tenía los pómulos hundidos, de un tono grisáceo e insalubre, y su cabello encanecido, se diría que de forma prematura, lo hacía aparentar mucha más edad de la que tenía. La habitación estaba cargada de olor a enfermedad y Patrik hizo un esfuerzo para no respirar por la nariz.

Algo turbado, le tendió la mano a Stig para presentarse. Gösta hizo otro tanto. Ambos contemplaron la minúscula habitación en busca de algún lugar donde sentarse. Se les antojaba demasiado solemne permanecer de pie mientras Stig estaba postrado. El hombre alzó su mano blanquecina y les señaló el borde de la cama.

—Lo siento, es lo único que puedo ofrecerles —dijo con voz seca y débil.

Horrorizado, Patrik volvió a pensar en lo desmejorado que estaba. Aquel hombre parecía demasiado enfermo para estar en casa. Debería estar en un hospital; aunque eso no era asunto suyo y, después de todo, tenían un médico en casa.

Patrik y Gösta se sentaron en la cama con mucho cuidado. Stig hizo una mueca al notar el balanceo y Patrik se apresuró a disculparse, temeroso de haberle hecho daño, pero Stig lo tranquilizó con un gesto de la mano.

Patrik carraspeó un poco y luego comenzó:

—Ante todo, quisiera presentarle mis condolencias por la muerte de su nieta.

Una vez más, se le escapó aquel tono excesivamente formal que tanto detestaba.

Stig cerró los ojos, como reuniendo fuerzas para responder. Parecía luchar por dominar los sentimientos que el pésame había desatado en él.

—Bueno, desde un punto de vista puramente técnico, Sara no era mi nieta. Su abuelo, el padre de Charlotte, murió hace ocho años. Pero en mi corazón sí lo era. La he visto crecer desde que era un bebé hasta…, hasta el final —balbuceó conmovido.

Luego volvió a cerrar los ojos, pero cuando los abrió de nuevo, parecía haber recobrado cierto sosiego.

—Hemos estado hablando con los demás miembros de la familia para averiguar qué ocurrió aquella mañana y me pregunto si usted oyó algo especial. Por ejemplo, ¿sabe a qué hora salió Sara de casa?

Stig negó con la cabeza.

—Tomo unos somníferos muy fuertes y no suelo despertar antes de las diez. Para entonces…, ella ya se había marchado.

Una vez más, cerró los ojos.

—Cuando le preguntamos a su mujer si había alguien que pudiera querer dañar a Sara, mencionó a Kaj Wiberg, su vecino. ¿Comparte usted su opinión?

—¿Ha dicho Lilian que Kaj mató a Sara? —Stig preguntó sin dar crédito.

—No exactamente, pero insinuó que su vecino podía tener motivos para desearles la desgracia.

Stig dejó escapar un largo suspiro.

—Ya, bueno, yo jamás he comprendido qué les pasa a esos dos. Los enfrentamientos comenzaron antes de que yo apareciera, antes de que muriese Lennart. Si he de ser sincero, no sé quién tiró la primera piedra y me atrevería a asegurar que Lilian es tan habilidosa para mantener la disputa como pueda serlo Kaj. Yo he intentado mantenerme al margen en la medida de lo posible, pero no resulta nada fácil. —El hombre meneó la cabeza—. De verdad que no comprendo por qué lo hacen. Yo conozco a mi esposa como una mujer cálida y bondadosa, pero, tratándose de Kaj y de su familia, parece estar ciega. ¿Saben?, a veces creo que tanto ella como Kaj disfrutan de todo esto, que viven por y para esas disputas. Ya sé que suena absurdo. ¿Por qué iba uno a andar así, como ellos, por voluntad propia, con tantos juicios y demás? Por si fuera poco, nos ha costado un montón de dinero. Kaj puede permitírselo, claro, pero nosotros no nadamos en la abundancia, dos jubilados. En fin, no lo entiendo, ¿cómo puede gustarle a alguien estar discutiendo así?

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