Las hormigas (18 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

La soldado 103.683 ha visto desencadenarse sobre ella las primeras líneas enanas. Con unas decenas de colegas de su subclase, consigue formar un triángulo que siembra el terror entre las hordas enanas. Y luego se rompe el triángulo y se queda sola haciendo frente a cinco shigaepuyanas ya tintas en sangre de sus amadas hermanas.

Muerden todo su cuerpo. Mientras ella les responde lo mejor que puede, los consejos formulados en la sala de combate por la anciana guerrera acuden a ella automáticamente:

Todo queda decidido antes del contacto. La mandíbula o el chorro de ácido no hacen más que confirmar una situación de dominio ya reconocida por las dos adversarias… Es todo cuestión de moral. Hay que aceptar la victoria y nada puede oponerse a ella.

Quizá eso funcione así con un solo enemigo. Pero, ¿qué hacer cuando son cinco? Y en ese momento siente que hay por lo menos dos que quieren vencer cueste lo que cueste. La enana que le está cortando de forma sistemática la articulación del tórax y la que le está arrancando la pata trasera izquierda. La inunda una oleada de energía. Se debate, hinca una antena como un estilete justo bajo el cuello de una de ellas, y hace que la otra abandone su presa acabando con ella de un golpe con la mandíbula.

Mientras tanto, unas enanas han vuelto a lanzar en pleno campo de batalla decenas de cabezas infectadas con la
alternaria.
Pero como todas están protegidas por la baba de caracol, las esporas revolotean, se deslizan sobre las corazas antes de caer suavemente en la fértil tierra. Decididamente, éste no es un gran día para las nuevas armas. Todas ellas han encontrado réplica.

A las tres de la tarde, los combates están en su paroxismo. Vaharadas de ácido oleico, efluvios característicos de los cadáveres mirmeceanos al secarse, saturan el aire. A las cuatro y media, las rojas y las enanas que aún se mantienen en pie al menos sobre dos patas siguen hiriéndose bajo las amapolas. Las luchas no cesan hasta las cinco debido a un trueno que anuncia un inmediato aguacero. Es como si el cielo ya tuviera suficiente violencia. A no ser que se trate de un chaparrón de marzo que llega retrasado.

Las supervivientes y las heridas se retiran. Balance: cinco millones de muertos, cuatro de ellos, enanas. La-chola-kan ha sido liberada.

En todo lo que alcanza la vista, el suelo está sembrado de cuerpos desarticulados, corazas rotas, muñones siniestros agitados de vez en cuando por un último soplo de vida. Y por todas partes hay sangre transparente como el barniz y charcos de ácido amarillento.

Algunas enanas, todavía empantanadas en la cola, se debaten creyendo que podrán llegar hasta su Ciudad. Y los pájaros acuden a picotearlas rápidamente antes de que caiga la lluvia.

Los relámpagos iluminan las nubes de color de antracita y hacen brillar algunas armaduras de tanques cuyas mandíbulas aún se mantienen arrogantemente erguidas; es como si esas puntas sombrías quisiesen aún perforar el lejano cielo. Y una vez se han recogido los actores, la lluvia limpia el escenario.

La mujer estaba hablando con la boca llena.

—¿Bilsheim?

—¿Sí?

—Hummm, hummm… ¿Se burla usted de mí, Bilsheim? ¿Ha visto los periódicos? ¿No era de los suyos el inspector Galin? ¿No es aquel muchacho tan molesto que pretendía tutearme los primeros días?

Era Solange Doumeng, la directora de la PJ.

—Pues si, me parece que sí.

—Le había dicho que se desembarazase de él, y ahora me lo encuentro en plan de estrella póstuma. ¡Está usted acabado! ¿Qué le ha pasado a usted para que se le ocurriese enviar a alguien con tan poca experiencia a hacerse cargo de un asunto tan grave?

—Galin no es un hombre sin experiencia; incluso es un elemento excelente. Pero creo que hemos subestimado el problema…

—Los buenos elementos son los que encuentran soluciones y los malos los que buscan excusas.

—Hay problemas en que incluso los mejores…

—Hay asuntos en los que incluso nuestros peores hombres tienen el deber de salir airosos. Ir a rescatar a un matrimonio a una bodega forma parte de esta categoría.

—Perdóneme, pero…

—¿Sabe usted lo que puede hacer con sus excusas, querido? Me hará usted el favor de volver al fondo de esa bodega y sacar de ahí a todos ellos. Galin, su héroe, merece cristiana sepultura. Y quiero un artículo elogioso sobre nuestro servicio antes de fin de mes.

—Pero…

—¡Basta de historias! ¡También quiero que mantenga la boca cerrada! No le dirá nada a la Prensa hasta que este asunto esté listo. Lleve si quiere a seis números y material extra. Eso es todo.

—Pero y si…

—Y si fracasa usted, ¡tenga en cuenta que haré lo necesario para estropearle el retiro!

Y colgó.

El comisario Bilsheim sabía cómo tratar a todo tipo de locos, menos a ella. Así que se resignó a idear un plan para bajar a la bodega.

Cuando el hombre
tiene miedo, se siente feliz o furioso, sus glándulas endocrinas producen hormonas que sólo influyen en su propio cuerpo. Funcionan en circuito cerrado. Su corazón se acelerará, sudará, hará muecas o gritará, o llorará. Eso es cosa suya. Los demás le mirarán sin compadecerse, o compadeciéndose porque su intelecto así lo habrá decidido.

Cuando la hormiga tiene miedo, se siente feliz o furiosa, sus hormonas circulan por su cuerpo, salen de su cuerpo y entran en los cuerpos de otras. Debido a las ferohormonas, o feromonas, millones de individuos gritarán o llorarán a la vez. Debe de ser una sensación increíble experimentar las cosas vividas por los demás, y hacer que sientan lo que uno mismo siente…

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Hay gran alegría en todas las ciudades de la Federación. Se ofrecen en abundancia trofolaxias azucaradas a los agotados combatientes. Sin embargo, aquí no hay héroes. Cada cual ha cumplido con su deber; bien o mal, poco importa, todo vuelve a partir de cero al finalizar las misiones.

Se curan las heridas con grandes lengüetazos. Algunas jóvenes ingenuas sostienen en sus mandíbulas una, dos o tres de las patas que se les arrancaron en la refriega y que han conseguido recuperar por puro milagro. Les explican que no se las pueden volver a pegar.

En la gran sala de lucha del nivel -45, unas soldados reconstruyen para quienes no estaban para verlos los episodios sucesivos de la batalla de las Amapolas. La mitad de ellas hacen de enanas, la otra mitad de rojas.

Simulan el ataque a la ciudad prohibida de La-chola-kan, la carga de las rojas, la lucha contra las cabezas enterradas, la falsa huida, la llegada de los tanques, su derrota ante los cuadros de las enanas, las líneas de artilleras, el gran encuentro final…

Las obreras han acudido en gran número. Comentan cada escena de la reconstrucción. Un punto retiene de forma particular su atención: la técnica de los tanques. Es cierto que su casta ha tenido que ver con ello, y según su opinión no se trata de renunciar ahora. Hay que aprender a utilizar esa técnica de forma más inteligente, no sólo practicando cargas frontales.

Entre los que han sobrevivido a la batalla, la 103.683 ha salido bien librada. Sólo ha perdido una pata. Una futesa, teniendo seis a su disposición. Es algo que apenas vale la pena mencionar. La hembra 56 y el macho 327, que como sexuados no han podido participar en la batalla, la llevan a un rincón. Contacto antenar.

¿No ha habido problemas por aquí?

No. Las guerreras con olor a rocas estaban todas ellas en el combate. Nos quedamos encerrados en la Ciudad prohibida, por si las enanas llegaban hasta aquí. ¿Y allí? ¿Has visto el arma secreta?

No.

¿Cómo que no? Se había hablado de una rama de acacia móvil…

La 103.683 explica que la única arma a la que se han enfrentado ha sido la terrible
alternaria,
aunque consiguieron atajarla.

No pudo ser eso lo que acabó con la primera expedición,
dice el macho.
La alternaria tarda mucho tiempo en matar.
Además, está seguro de algo: ninguno de los cadáveres que él examinó mostraba la menor huella de esas esporas mortales.
Pues entonces, ¿qué?

Desconcertados, deciden prolongar la CA. Verdaderamente les gustaría ver las cosas más claras. Y hay un nuevo intercambio de ideas y opiniones.

¿Por qué las enanas no han recurrido al arma que había destruido de forma tan radical a las veintiocho exploradoras? Y, sin embargo, lo intentaron todo para lograr la victoria. Si un arma semejante estaba entre sus patas, ¡bien se hubiesen servido de ella! ¿Y si no la tenían? Si aparecen siempre antes o después de que actúe el arma secreta, quizá sea por pura casualidad…

Esta hipótesis se adecuaría bastante bien a las características del ataque a La-chola-kan. Y en cuanto a la primera expedición, alguien ha podido muy bien dejar huellas de enanas para lanzar al Nido sobre una pista falsa. Y ¿quién podría tener interés en hacer algo así? Si las enanas no son las responsables de todos los reveses, ¿a quién culpar? ¡Pues a las otras! Al segundo enemigo implacable, el enemigo hereditario: ¡las termitas!

Esa sospecha no tiene nada de fantástico. Hace algún tiempo que unos soldados aislados de la gran termitera del Este cruzan el río y multiplican sus incursiones en las zonas de caza federadas. Sí, lo más seguro es que sean las termitas. Se las han arreglado para lanzar a enanas y rojas las una contra las otras. Y, así, se desembarazan de las dos. Y, una vez debilitadas sus enemigas, ya no tienen que hacer más que apoderarse de los hormigueros.

¿Y las guerreras con olor a rocas? Serán espías mercenarias al servicio de las termitas, eso es todo.

Cuanto más se concreta su común idea a fuerza de darle vueltas en los tres cerebros, más evidente les parece que son las termitas del Este las que poseen la misteriosa «arma secreta».

Pero los efluvios generalizados del Nido intervienen en sus pensamientos y les apartan de ellos. La Ciudad ha decidido aprovechar el momento de entreguerras y adelantar la celebración del Renacimiento, que tendrá lugar mañana.

¡Todas las castas a sus puestos! ¡Hembras y machos, a las salas de las calabazas para llenarse de azúcar! ¡Artilleras, recargad el abdomen en las salas de química orgánica!

Antes de dejar a sus compañeros, la soldado 103.683 emite una feromona:

¡Buena cópula! No os preocupéis, yo seguiré por mi cuenta con la investigación. Cuando estéis en el cielo, yo estaré camino de la gran termitera del Este.

Apenas se han separado cuando las dos asesinas, la grande y la pequeña coja, hacen su aparición. Arañan las paredes y se hacen con las feromonas volátiles de su conversación.

Tras el trágico fracaso del inspector Galin y los bomberos, Nicolás había entrado en un orfelinato situado a unos cientos de metros tan sólo de la calle de los Sybarites.

Aparte de los simples huérfanos, se hacinaban allí los niños abandonados o maltratados por sus padres. Los seres humanos son, en efecto, una de las pocas especies capaces de abandonar o maltratar a su progenie. Los pequeños humanos pasaban allí unos años de prueba, educándoseles a fuerza de patadas en el trasero. Crecían, se endurecían. La mayoría de ellos entraban a continuación en el Ejército profesional.

El primer día, Nicolás permaneció postrado en el balcón mirando el bosque. Al día siguiente recuperó la saludable rutina de la televisión. El aparato estaba instalado en el refectorio, y los celadores, encantados de desembarazarse de los «mierdosos», les dejaban embrutecerse allí durante horas. Por la noche, Jean y Philippe, otros dos huérfanos, le preguntaron en el dormitorio:

—Y a ti, ¿qué te ha pasado?

—Nada.

—Vamos, cuéntanoslo. Aquí no se viene porque si a tu edad. Y antes que nada, ¿cuántos años tienes?

—Yo lo sé. Al parecer, a sus padres se los han comido las hormigas.

—¿Quién os ha contado esa estupidez?

—Alguien; te lo diremos si nos cuentas lo que les ha pasado a tus padres.

—Que os zurzan.

Jean, el más corpulento, agarró a Nicolás por los hombros mientras Philippe le retorcía el brazo echándoselo atrás.

Nicolás se soltó con un empujón y golpeó a Jean en el cuello con el canto de la mano (había visto cómo lo hacían en la televisión, en una película china). El otro empezó a toser. Philippe volvió a la carga intentando estrangular a Nicolás, que le golpeó entonces en el estómago con el codo. Una vez desembarazado de su agresor, que estaba de rodillas y doblado en dos, Nicolás hizo otra vez frente a Jean, escupiéndole en la cara. Este se le vino encima y le mordió una pierna hasta hacerle sangre. Los tres jóvenes humanos rodaron debajo de las camas, golpeándose como gitanos. Nicolás quedó finalmente debajo.

—¡Dinos lo que les ha pasado a tus padres o te haremos comer hormigas!

A Jean se le había ocurrido eso en el calor de la pelea. Y no se sentía nada descontento de la frase. Mientras mantenía al nuevo de espaldas en el suelo, Philippe corrió a buscar algunos himenópteros, que no escaseaban en aquel lugar, volvió y los agitó ante la cara de Nicolás.

—¡Mira! ¡Fíjate en lo gordas que están!

(Como si las hormigas, cuyo cuerpo está rodeado por un rígido caparazón, pudiesen tener capas de grasa).

Luego, le pellizcó la nariz para obligarle a abrir la boca, en la que arrojó con repugnancia tres jóvenes obreras que verdaderamente tenían otras cosas que hacer. Y Nicolás tuvo entonces la mayor sorpresa de su vida. Estaban deliciosas.

Los otros, sorprendidos al ver que no escupía el infame alimento, quisieron probarlo a su vez.

La sala de las garrafas de melado es una de las más recientes innovaciones de Bel-o-kan. La tecnología de las «garrafas» la tomaron de las hormigas del Sur, que después de los grandes calores no dejan de moverse hacia el Norte.

Es cosa bien sabida que con ocasión de una guerra victoriosa contra estas hormigas, la Federación descubrió su sala de calabazas. La guerra es la mejor fuente y el mejor vector de circulación de inventos en el mundo de las sociedades de insectos.

En un primer momento, las legionarias belokanianas quedaron horrorizadas al ver, ¿qué? Unas obreras condenadas a pasar toda su vida suspendidas del techo, cabeza abajo y con el abdomen tan hinchado que era dos veces más grueso que el de una reina. Las sudistas explicaron que esas hormigas «sacrificadas» eran garrafas vivientes, capaces de mantener frescas increíbles cantidades de néctar, rocío o melado.

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