Las hormigas (2 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Y empezó a arrastrar las zapatillas. Pero se detuvo al tercer paso deslizante.

—Pero, bueno, qué tonta soy. Mira cómo te recibo. ¿Te apetece tomar una tisanita?

—Si, gracias.

Se dirigió a la cocina y empezó a mover cacerolas.

—Dame noticias tuyas, Jonathan —dijo alzando la voz desde allí.

—Bien, las cosas no están tan mal. Me han despedido del trabajo.

La abuela asomó su cabeza de ratón blanco por la puerta, y luego reapareció toda ella, con expresión grave, cubierta con un gran delantal azul.

—¿Que te han despedido?

—Pues sí.

—¿Por qué?

—Ya sabes, los cerrajeros son gente muy especial. Nuestra empresa, «SOS Cerrojo», funciona las veinticuatro horas del día en todos los barrios de París. Cuando un compañero de trabajo fue agredido, me negué a desplazarme de noche a los barrios sospechosos. Y entonces me echaron.

—Hiciste lo que debías. Más vale estar parado y bien de salud que al contrario.

—Además, no me llevaba muy bien con el jefe.

—¿Y tus experiencias con las comunidades utópicas? En mis tiempos se les llamaba comunidades New Age —la abuela rió para sí; pronunciaba «nuiash».

—Eso lo dejé cuando fracasó la granja de los Pirineos. Lucie estaba harta de cocinar y fregar para todo el mundo. Había parásitos entre nosotros. Nos hartamos. Ahora vivo sólo con Lucie y Nicolás… Y tú, abuela, ¿cómo estás?

—¿Yo? Vivo. Y eso es ya algo que me ocupa cada momento.

—Suerte que tienes. Ya has vivido el paso del milenio.

—Si, mira, lo que más me sorprende es que nada haya cambiado. Antes, cuando era una jovencita, se decía que después del paso del milenio ocurrirían cosas extraordinarias; y, ya ves, no ha cambiado nada. Sigue habiendo viejos que viven solos, y parados, y coches que despiden humos. Ni siquiera las ideas han cambiado. Mira, el año pasado se redescubrió el surrealismo, y el año anterior el rock'n roll, y los periódicos están anunciando ya la vuelta de la minifalda para este verano. Si seguimos así, pronto reaparecerán las viejas ideas de principios del siglo pasado: el comunismo, el psicoanálisis y la relatividad…

Jonathan sonrió.

—Ha habido algún progreso: la expectativa de vida de la gente se ha ampliado, y lo mismo el número de divorcios, y el nivel de contaminación atmosférica, y las líneas de Metro…

—Gran cosa. Yo creía que todos tendríamos aviones particulares y que despegaríamos desde el balcón… Mira, cuando yo era joven, la gente temía que hubiese una guerra atómica. Era un miedo tremendo. Morir a los cien años en el brasero de un gigantesco hongo nuclear, morir con toda la Tierra… Pues sí. Y en lugar de eso, yo me muero como una patata podrida. Y a todo el mundo le dará lo mismo.

—No, abuela, no.

La abuela se enjugó la frente.

—Y además hace calor. Cada vez más. En mis tiempos no hacía tanto calor. Teníamos auténticos inviernos y auténticos veranos. Ahora, la canícula empieza en marzo.

Volvió a ir a la cocina, saltando para alcanzar con una destreza poco común todos los utensilios necesarios para la confección de una buena tisana. Después de encender una cerilla y cuando se oyó soplar el gas en las antiguas toberas de la cocina, volvió mucho más tranquila.

—Pero, bueno, has debido venir por algún motivo concreto. La gente no va a ver a los viejos sin más ni más en nuestros días.

—No seas cínica, abuela.

—No soy cínica, sé en qué mundo vivo, eso es todo. Basta de comedias, y dime qué es lo que te trae aquí.

—Me gustaría que me hablases de «él». Me ha legado su piso, y ni siquiera le conozco…

—¿Edmond? ¿No te acuerdas de Edmond? Y sin embargo a él le gustaba jugar contigo al avión cuando eras pequeño. Incluso recuerdo que una vez…

—Sí, también yo me acuerdo, pero aparte de esa anécdota, no hay nada más.

La abuela se instaló en un gran sillón procurando no arrugar demasiado la funda.

—Edmond es, en fin, era todo un personaje. Ya siendo muy jovencito me creaba grandes trastornos. Ser su madre no era una sinecura. Mira, por ejemplo, rompía sistemáticamente todos sus juguetes para desmontarlos, y más raramente para volver a montarlos. ¡Y si sólo hubiese roto los juguetes! Todo lo deshacía: relojes, tocadiscos, cepillos de dientes eléctricos… Una vez, incluso desmontó la nevera.

Como para confirmar lo que decía, el antiguo reloj de pie del salón empezó a dar lúgubremente la hora. También las había visto de todos los colores con el pequeño Edmond.

—También tenía otras manías. Los escondrijos, por ejemplo. Ponía la casa patas arriba para hacerlos. Había hecho uno con cobertores y paraguas en el ático, y otro con cajas y abrigos de piel en su habitación. Le gustaba quedarse escondido allí dentro, en medio de los tesoros que amontonaba. Una vez fui a mirar, y estaba lleno de cojines y un lío de mecanismos que había ido quitándoles a las máquinas. Por otra parte, todo estaba bastante ordenado.

—Todos los niños hacen esas cosas.

—Puede ser, pero en él la cosa adquiría proporciones sorprendentes. No se acostaba en la cama, sólo aceptaba dormir en uno de sus nidos. Y allí se quedaba a veces días enteros sin moverse. Como si hibernase. Tu madre decía que debía haber sido ardilla en una vida anterior.

Jonathan sonrió para animarla a seguir.

—Un día le dio por hacerse su cabaña entre las patas de la mesa de la sala. Eso fue la gota que desbordó el vaso. Tu abuelo estalló con una furia que en él era muy poco frecuente. Le pegó una paliza, destruyó todos los nidos y le obligó a dormir en la cama. —La abuela suspiró. A partir de ese día prescindió por completo de nosotros. Fue como si le hubiesen cortado el cordón umbilical. Ya no formábamos parte de su mundo. Pero creo que esa prueba era necesaria, tenía que saber que el mundo no se amoldaría eternamente a sus caprichos. Después, al crecer, eso creó problemas. No podía soportar la escuela. Ya sé que vas a decirme «como todos los niños». Pero en él eso fue más lejos. ¿Conoces a muchos niños que se ahorquen en los baños con su cinturón porque su profesor les ha reñido? Pues él se ahorcó a los siete años. Fue el empleado de la limpieza el que le descolgó.

—Quizás era demasiado sensible…

—¿Sensible? ¡Seguro! Un año después intentó apuñalar a uno de sus profesores con unas tijeras. Apuntó al corazón. Por suerte, sólo le estropeó la pitillera.

La abuela alzó los ojos al techo. Recuerdos dispersos caían en su memoria como copos de nieve.

—Luego la cosa se arregló un poco porque hubo algunos profesores que llegaron a apasionarle. Tenía sobresalientes en todas las materias que le interesaban, y en las demás cero. La cosa era siempre o cero o sobresaliente.

—Mamá decía que era genial.

—A tu madre le fascinaba porque él le había dicho que trataba de conseguir el «saber absoluto». Tu madre, que creía desde los diez años en las vidas anteriores, creía que era una reencarnación de Einstein o de Leonardo.

—¿Además de ardilla?

—¿Por qué no? «Hacen falta vidas para conformar un alma…» dijo Buda.

—¿Pasó pruebas de CI?

—Sí, y quedó muy mal. Puntuó veintitrés sobre ciento ochenta, lo que corresponde a subnormal leve. Los profesores creían que estaba loco y que había que meterle en un centro especializado. Sin embargo, yo sabía que no estaba loco. Sólo era un poco raro. Recuerdo que una vez cuando debía tener unos once años, me desafió a hacer cuatro triángulos equiláteros sólo con seis cerillas. No es fácil. Prueba y ya lo verás.

La abuela fue a la cocina, echó un vistazo a la cacerola y volvió con seis cerillas. Jonathan dudó un momento. Parecía posible. Dispuso de diferentes maneras los seis palitos, pero después de intentarlo un buen rato tuvo que renunciar.

—¿Cuál es la solución?

La abuela Augusta se concentró.

—Bueno, en realidad creo que no me lo dijo nunca. Todo lo que recuerdo es la frase que me dijo para ayudarme a dar con la solución: «Hay que pensar de forma diferente, si se piensa como de costumbre no se consigue nada». ¡Imagínate, un chiquillo de once años diciendo cosas semejantes! Ah, creo que oigo el pito de la olla. Ya debe de estar caliente el agua.

Volvió con dos tazas llenas con un líquido amarillento y aromático.

—¿Sabes? Me gusta que te intereses por tu tío. En estos tiempos la gente se muere y olvidamos incluso que nació.

Jonathan dejó las cerillas y bebió delicadamente unos sorbos de la tisana.

—¿Qué pasó después?

—Ya no sé nada más. En cuanto empezó sus estudios universitarios ya no tuvimos más noticias suyas. Por tu madre me enteré vagamente de que había acabado el doctorado con brillantez, que trabajó para una empresa de productos alimenticios, que la dejó para ir a África, y luego que volvió y estuvo viviendo en la calle de los Sybarites, donde nadie supo nada de él hasta que murió.

—¿Cómo murió?

—¿No lo sabes? Es una historia increíble. Todos los periódicos hablaron de ello. Figúrate que le mataron unas avispas.

—¿Unas avispas? ¿Cómo fue eso?

—Paseaba solo por el bosque. Debió tropezar con un avispero por puro descuido. Y todas las avispas se lanzaron sobre él. Dijo el forense que nunca había visto tantas picaduras en una misma persona, que tenia clavados veinte mil aguijones. Murió con 0,3 gramos de veneno en cada litro de sangre. Algo nunca visto.

—¿Está enterrado en alguna tumba?

—No. Había pedido que le enterrasen debajo de un pino en el bosque.

—¿Tienes una foto suya?

—Mira allí, en esa pared, encima de la cómoda. A la derecha, Suzy, tu madre (¿la habías visto alguna vez tan joven?) Y a la izquierda, Edmond.

Tenía la frente despejada, un bigotito puntiagudo, orejas sin lóbulo como Kafka que subían por encima del nivel de las cejas. Sonreía con malicia. Un verdadero diablillo.

A su lado, Suzy estaba resplandeciente vestida de blanco. Se casó unos años después, pero siempre mantuvo como único apellido Wells. Como si no quisiese que su compañero dejase la huella de su nombre en la progenie.

Acercándose más, Jonathan vio que Edmond tenía dos dedos abiertos sobre la cabeza de su hermana.

—Era muy travieso, ¿verdad?

La abuela Augusta no respondió. Un velo de tristeza le había oscurecido la mirada al volver a ver la cara de su hija. Suzy había muerto seis años después. Un camión de quince toneladas conducido por un chófer borracho había enviado su coche a un barranco. La agonía había durado dos días. Suzy había preguntado por Edmond, pero Edmond no compareció. Estaba fuera otra vez.

—¿Conoces a alguien más que pudiera hablarme de Edmond?

—Bueno… Había un amigo de infancia al que veía a menudo. Incluso fueron juntos a la universidad. Jason Bragel. Aún debo de tener su teléfono.

Augusta consultó rápidamente su ordenador y le dio a Jonathan la dirección de ese amigo. Miró a su nieto con afecto. Era el último superviviente de la familia de los Wells. Un buen chico.

—Anda, acaba eso, se te va a enfriar. También tengo unas magdalenas, si te apetece. Las hago yo misma con huevos de codorniz.

—No, gracias, tengo que marcharme. Pasa un día a visitarnos, ya hemos terminado de trasladar las cosas.

—De acuerdo; pero espera, no te vayas a ir sin la carta.

Registró afanosamente el armario y las cajas y por fin encontró un sobre blanco en el que había una anotación hecha con una escritura febril: «Para Jonathan Wells». La solapa del sobre estaba protegida con muchas capas de cinta adhesiva para evitar cualquier apertura intempestiva. Jonathan lo abrió con cuidado. Una hojita de papel manoseada, como la de un cuaderno escolar, salió del interior. Leyó la única frase que había allí escrita:

«SOBRE TODO NO IR NUNCA A LA BODEGA»

Las antenas de la hormiga tiemblan. Es como un automóvil que ha estado mucho tiempo bajo la nieve y al que se intenta volver a poner en marcha. El macho insiste muchas veces. Las unta con la saliva caliente.

Vida. Eso es, el motor vuelve a ponerse en marcha. Ya ha pasado una estación. Todo vuelve a empezar como si la hormiga nunca hubiese experimentado la «pequeña muerte». La frota aún más para transmitirle calorías. Ahora está bien. Mientras él sigue con su tarea, la hormiga orienta las antenas en su dirección. Le roza. Quiere saber quién es.

Toca su primer segmento a partir del cráneo y lee su edad: ciento setenta y tres días. Por el segundo segmento, la obrera ciega averigua su casta: macho reproductor. Por el tercero, su especie y su ciudad: hormiga roja del bosque procedente de la ciudad madre de Bel-o-kan. Por el cuarto segmento, reconoce el número de puesta que le sirve de denominación: es el 327° macho puesto al principio del otoño.

La hormiga detiene aquí su descodificación olfativa. Los otros segmentos no son emisores. El quinto sirve para percibir las moléculas de las pistas. El sexto se utiliza para los diálogos sencillos. El séptimo permite mantener diálogos complejos de orden sexual. El octavo se destina a los diálogos con la Madre. Los tres últimos, finalmente, sirven como mazas.

Ya ha hecho el recorrido de los once segmentos de la segunda mitad de la antena. Pero no tiene nada que decirle al macho. Se separa de él y va a calentarse a su vez en el techo de la Ciudad.

Él hace lo mismo. Ya ha terminado con el trabajo de mensajero térmico, y ahora les llega el turno a las actividades de reparación.

Al llegar arriba, el macho 327 constata los destrozos. La Ciudad se ha construido con forma de cono para que la afecten menos las inclemencias del tiempo. Sin embargo, el invierno ha sido destructor. El viento, la nieve y el granizo han desprendido la primera capa de ramitas. Los excrementos de los pájaros han obturado algunas salidas. Hay que ponerse en seguida manos a la obra. 327 se lanza hacia una gran mancha amarilla y ataca con las mandíbulas la materia dura y fétida. Al otro lado aparece ya en transparencia la silueta de un insecto que está excavando desde el interior.

La mirilla óptica se había oscurecido. Le estaban mirando a través de la puerta.

—¿Quién es?

—Gougne… Vengo por lo de la encuadernación.

La puerta se entreabrió. El tal Gougne bajó los ojos para ver a un chico rubio de unos diez años, y luego, aún más abajo, un perro minúsculo que, metiendo el hocico entre las piernas del chico, empezó a gruñir.

—Papá no está.

—¿Estás seguro? El profesor Wells tenía que ir a verme y…

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