Las hormigas (32 page)

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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

—No…

Augusta estaba muy afectada. Era la primera vez que alguien volvía a subir vivo y sin haberse vuelto loco de aquel agujero. Así que era posible sobrevivir a la aventura…

—Bueno, pues ¿qué hay ahí abajo? ¿Llega hasta el bosque de Fontainebleau, como usted decía?

El hombre se quitó el casco.

—Antes déme algo de beber, por favor. He agotado todas mis reservas de alimentos y no he bebido nada desde el mediodía de ayer.

La señora le dio la infusión que se mantenía caliente en un termo.

—¿Quiere que le diga lo que hay ahí abajo? Pues hay una escalera de caracol que baja a plomo muchos centenares de metros. Hay una puerta. Hay un corredor con vetas rojas, atestado de ratas, y luego, al final de todo, hay una pared que debió levantar su nieto Jonathan. Una pared muy sólida; he intentado agujerearla con el martillo sin resultado. En realidad, debe de girar o hacerse a un lado, porque hay un sistema de botones alfabéticos en código.

—¿Botones alfabéticos en código?

—Sí. Seguro que lo que hay que hacer es escribir una palabra contestando a una pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿Cómo formar cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?

Augusta no pudo evitar un estallido de risa. Y eso molestó profundamente al científico.

—¡Usted conoce la respuesta!

Entre dos hipos, la señora pudo articular:

—¡No! ¡No! No conozco la respuesta. Pero sí que conozco muy bien la pregunta.

Y siguió riendo. El profesor Leduc gruñó:

—He estado horas buscando. Está claro que algo se consigue con los triángulos en forma de V, pero no son equiláteros.

Empezó a ordenar su material.

—Si no le parece mal, voy a consultar a un amigo mío matemático y luego vuelvo.

—¡No!

—¿Cómo que no?

—Una sola vez, una oportunidad, y sólo una. Si no ha sabido aprovecharla, ya es demasiado tarde. Hágame el favor de llevarse esas dos maletas de mi casa. ¡Adiós, señor!

Y Augusta ni siquiera pidió un taxi para él. La aversión que sentía hacia él pudo más que cualquier cosa. Decididamente, olía de una forma que no le gustaba nada. Augusta se sentó en la cocina, ante el muro agujereado. La situación había evolucionado. Por fin, se decidió a telefonear a Jason Bragel y a aquel señor Rosenfeld. Había decidido divertirse un poco antes de morir.

Feromona humana:
como los insectos, que se comunican mediante olores, el hombre dispone de un idioma olfativo mediante el cual dialoga discretamente con sus semejantes.

Como no tenemos antenas emisoras, proyectamos las feromonas en el aire a partir de las axilas, las tetillas, el cuero cabelludo y los órganos genitales.

Esos mensajes se perciben de forma inconsciente, pero no por eso son menos eficaces. El hombre tiene cincuenta millones de terminales nerviosos olfativos; cincuenta millones de células capaces de identificar millares de olores, mientras nuestra lengua sólo sabe reconocer cuatro sabores.

Y ¿qué uso hacemos de ese medio de comunicación?

En primer lugar, el reclamo sexual. Un macho humano podrá muy bien verse atraído por una hembra humana sólo porque ha apreciado sus perfumes naturales (por otra parte, con demasiada frecuencia ocultos por perfumes artificiales). Asimismo podrá sentir rechazo ante otra cuyas feromonas no le «hablan».

El proceso es sutil. Ninguno de los dos seres sospechará siquiera el diálogo olfativo que han establecido. Y, así, se dirá que «el amor es ciego».

Esta influencia de las feromonas humanas puede manifestarse también en las relaciones agresivas. Como ocurre entre los perros, un hombre que olfatea efluvios con el mensaje «miedo» procedente de su adversario sentirá de forma natural deseos de atacar.

Finalmente, una de las consecuencias más espectaculares de la acción de las feromonas humanas es, sin lugar a dudas, la sincronización de los ciclos menstruales. En efecto, se ha comprobado que muchas mujeres que viven juntas emiten olores, y éstos ajustaban sus organismos de manera que las reglas de todas ellas se desencadenaban a la vez.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Ven a las primeras segadoras en medio de unos campos amarillos. En realidad sería más adecuado hablar de leñadoras; esos cereales son bastante más grandes que ellas, de manera que han de cortarlos por la base para que caiga el grano nutritivo.

Aparte de la recolección, su principal actividad consiste en eliminar todas las demás plantas que crecen alrededor de sus cultivos. Para eso utilizan un herbicida de su invención: el ácido indolacético, que pulverizan con una glándula abdominal.

Ante la llegada de la 103.683 y de la 4.000, apenas les dedican atención. Nunca han visto hormigas rojas y para ellas esos dos insectos son a lo mejor dos esclavas fugadas o dos hormigas en busca de la secreción de la lomechuse. Dicho brevemente, o vagabundas o drogadas. Una segadora, sin embargo, acaba por descubrir una molécula con los olores de la hormiga roja con aguijón. Seguida por una compañera, abandona su trabajo y se acerca.

¿Habéis encontrado a las rojas con aguijón? ¿Dónde están?

Durante la conversación, las belokanianas averiguan que las rojas del aguijón han atacado el nido de las segadoras hace muchas semanas. Mataron con su aguijón venenoso a más de cien obreras y sexuadas, y luego robaron toda la reserva de harina de cereales. Al regresar de una campaña que las había llevado al sur, en busca de nuevo cereal, el ejército de segadoras no había podido menos que constatar los destrozos.

Las rojas reconocen que, en efecto, se han tropezado con las del aguijón. Indican la dirección que hay que seguir para encontrarlas. Atienden las preguntas que les hacen, y cuentan a su vez su propia odisea.

¿Estáis buscando el fin del mundo?

Asienten las dos. Las otras estallan entonces en feromonas de risa con olores chispeantes. ¿Por qué se ríen así? ¿Es que el fin del mundo no existe?

Sí que existe, y ya habéis llegado. Además de las cosechas, nuestra principal actividad es el intento de pasar al otro lado.

Las segadoras se proponen guiar a partir del día siguiente a las dos «turistas» hacia ese lugar metafísico. La tarde transcurre entre conversaciones, al resguardo del pequeño nido que las segadoras han horadado en la corteza de un haya.

¿Y los guardianes del fin del mundo?
pregunta la 103.683.

No os preocupéis por eso, muy pronto podréis verles.

¿Es cierto que tienen un arma que puede aplastar con un solo golpe todo un ejército?

A las segadoras les sorprende que esas extranjeras conozcan tantos detalles.

Sí, es cierto.

Es decir que la 103.683 va a conocer por fin la solución del enigma del arma secreta.

Y esa misma noche tiene un sueño. Ve la tierra que acaba en ángulo recto, una pared vertical de agua que invade el cielo y, brotando de esa pared de agua, unas hormigas azules que llevan ramas de acacia de un gran poder de destrucción. Basta que una punta de esas ramas mágicas toque algo para que quede pulverizado.

4. El final del camino

Augusta se pasó todo el día delante de seis cerillas. El muro era más psicológico que real, eso ya lo había comprendido. Lo de que «hay que pensar de manera diferente» de Edmond… Su hijo había descubierto algo, eso era seguro, y lo ocultaba con su inteligencia.

Augusta recordó los nidos de su infancia, sus «madrigueras». Quizá debido a que se las habían destruido todas había tratado de hacer una que fuese inaccesible, un lugar donde nunca nadie fuese a molestarle… Como un espacio interior, que proyectaría su paz al exterior… y también su invisibilidad.

La anciana se sacudió el entumecimiento que la estaba venciendo. Y surgió un recuerdo de su propia juventud. Era una noche de invierno, cuando ella era muy pequeña, y fue entonces cuando comprendió que podía haber números por debajo del cero… 3, 2, 1, 0, y luego -1, -2, -3… ¡Números al revés! Como si se le diese vuelta al guante de las cifras. El cero no era, pues, ni el fin ni el principio de todo. Había otro mundo infinito al otro lado. Era como si se hubiese hecho estallar el muro del «cero».

Entonces ella debía de tener siete u ocho años, pero su descubrimiento la había trastornado y por la noche no pudo dormir.

Las cifras al revés… Era la puerta a otra dimensión. La tercera dimensión. ¡El relieve! ¡Oh, Señor!

Sus manos tiemblan con la emoción, llora, pero aún tiene fuerzas para coger las cerillas. Dispone tres en triángulo, y luego coloca en cada ángulo una cerilla, que levanta para que todas converjan en un punto más alto.

Con eso, forma una pirámide. Una pirámide y cuatro triángulos equiláteros.

Ahí está el límite de la Tierra. Un lugar sorprendente. Ahí ya no hay nada natural, nada terreno. No es como la 103.683 lo imaginaba. El borde del mundo es negro. Nunca ha visto nada tan negro. Es duro, liso, tibio y huele a aceite mineral.

A falta de un océano vertical, aquí hay corrientes de aire de una violencia inaudita.

Las dos exploradoras pasan un largo rato tratando de comprender lo que pasa. De vez en cuando se percibe una vibración. Su intensidad crece de forma exponencial. Luego, el suelo tiembla de repente, un fuerte viento levanta sus antenas, un ruido infernal hace que entrechoquen los tímpanos de las tibias. Parece una violenta tempestad, pero apenas se ha manifestado el fenómeno cuando éste cesa, dejando que vuelvan a caer sólo unas volutas de polvo.

Muchas exploradoras segadoras han intentado franquear esta frontera, pero los Guardianes se mantienen vigilantes. Porque ese ruido, ese viento, esa vibración, son ellos: los Guardianes del fin del mundo que golpean a todo aquel que intente adentrarse en las tierras negras.

¿Han visto a los Guardianes? Antes de que las rojas hayan podido conseguir una respuesta, estalla un nuevo estrépito, y luego cesa. Una de las seis segadores que las acompañan afirma que nadie ha llegado nunca a caminar por la «tierra maldita» y ha regresado con vida. Los Guardianes lo aplastan todo.

Los Guardianes… debieron de ser ellos los que atacaron Lachola-kan y la expedición del macho 327. Pero ¿por qué abandonarían el extremo del mundo para introducirse hacia el oeste? ¿Quieren tal vez invadir el mundo?

Las segadoras no saben de eso más que las rojas. ¿Pueden al menos describírselos? Todo lo que saben es que las que se han acercado a los Guardianes han muerto aplastadas. Incluso se desconoce en qué categoría de seres vivos clasificarlos: ¿son insectos gigantes? ¿Pájaros? ¿Plantas? Todo lo que las segadoras saben es que son muy rápidos y muy poderosos. Tienen una fuerza que las supera y que no se parece a nada conocido.

En ese mismo momento, la 4.000 toma una iniciativa tan repentina como imprevista. Abandona el grupo y se introduce en territorio tabú. Ya que ha de morir de todos modos, quiere intentar ir más allá del fin del mundo, así, a la descarada. Las otras la miran aterrorizadas.

La 4.000 avanza lentamente, espiando la menor vibración, la menor fragancia anunciadora de la muerte en la extremidad sensible de sus patas. Y ahí va… cincuenta cabezas, cien cabezas, doscientas cabezas, cuatrocientas, seiscientas, ochocientas cabezas… Nada. Sigue sana y salva. La aclaman desde el otro lado. Desde donde se encuentra ve unas bandas blancas intermitentes que siguen a la derecha y a la izquierda. En la tierra negra todo está muerto; no hay ni el más mínimo insecto, ni la planta más pequeña. Y el suelo es tan negro… no es auténtica tierra.

Percibe la presencia de vegetales, lejos y hacia delante. ¿Será posible que haya un mundo después del borde del mundo? Lanza algunas feromonas a sus colegas que se han quedado en la orilla para decirles todo eso, pero el diálogo es difícil a una distancia tan grande.

Da media vuelta, y entonces es cuando se desencadenan otra vez el temblor y el enorme ruido. ¿Los Guardianes que regresan? Corre con todas sus fuerzas para reunirse con sus compañeras.

Estas se quedan petrificadas durante la breve fracción de segundo en que una alucinante masa cruza su cielo con un enorme rugido. Los Guardianes han pasado, exhalando olores de aceites minerales. La 4.000 ha desaparecido.

Las hormigas se acercan un poco al borde y entonces comprenden. La 4.000 ha quedado aplastada tan terriblemente que su cuerpo ya no tiene ni una décima de cabeza de espesor. ¡Ha quedado como incrustada en el negro suelo!

Ya no queda nada de la vieja exploradora belokaniana. Ahí mismo ha terminado también el suplicio de los huevos de icneumón. Y entonces se ve que una larva de esta avispa acaba de perforar su espalda y es apenas un punto blanco en medio del cuerpo rojo aplastado.

Así, pues, es cómo golpean los Guardianes del fin del mundo. Se oye un estrépito, se percibe un soplo y al instante queda todo destruido, pulverizado, aplastado. La 103.683 no ha acabado aún de analizar el fenómeno cuando se oye otra deflagración. La muerte golpea incluso cuando nadie cruza el umbral. El polvo cae otra vez.

La 103.683 quisiera intentar al menos la travesía. Vuelve a recordar Satei. El problema es parecido. Si la cosa no funciona por arriba, entonces habrá que ir por debajo. Hay que considerar esta tierra negra como si fuese un río, y el mejor medio de cruzar los ríos consiste en perforar un túnel por debajo.

Habla de eso con las seis cosechadoras, que se entusiasman inmediatamente. Es algo tan evidente que no comprenden por qué no han pensado antes en ello. Y entonces todo el mundo se pone a cavar con toda la fuerza de las mandíbulas.

Jason Bragel y el profesor Rosenfeld nunca habían sido amigos de las tisanas, pero estaban a punto de serlo. Augusta se lo contó todo con pelos y señales. Les explicó que, después de ella, su hijo les había designado como herederos del apartamento. Era posible que cada uno de ellos sintiese el deseo de explorar allá abajo, como ella misma había intentado. Pero ella prefería reunir todas las energías para golpear con un máximo de eficacia.

Cuando Augusta hubo proporcionado los imprescindibles datos preliminares, los tres ya hablaron poco. No tenían necesidad de hacerlo para comprenderse. Una mirada, una sonrisa… Ninguno de los tres había experimentado nunca una osmosis intelectual tan inmediata. Era algo que iba más allá incluso de lo intelectual; se diría que habían nacido para completarse, que sus programas genéticos encajaban y se fundían. Era algo mágico. Augusta era muy vieja, y sin embargo los otros dos la encontraban extraordinariamente bella…

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