Read Las islas de la felicidad Online

Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (7 page)

En la mar bien se ve cuáles son las verdaderas necesidades del hombre, y a mi parecer por su orden son las siguientes: la primera de todas es la de conservar la vida y por lograrlo se acometen hazañas que honran a la criatura, de soportar terribles fríos o tórridos calores, o de luchar contra muchos, siendo pocos, y también se cometen traiciones de vender amigos y hasta seres más allegados; la segunda, sobre todo para los que no son muy cristianos, es la de yacer con mujer, que los hay que miran poco cómo sea ésta con tal de satisfacer su torpe pasión; y luego viene la tercera, que si bien se mira a veces está antes que la segunda y también que la primera, digo la de comer y beber, pues en faltando la man tenencia parece que todo nos falta, y esto bien lo sabemos los que hemos hecho largas singladuras sin avistar tierras, y cuando dábamos con una isla todo era lanzarnos en pos de lo que pudiéramos comer, y no digo beber, que hasta que no está satisfecha esa necesidad no tenemos ojos para ninguna mujer por hermosa que sea ésta. Y digo más, que por comer cuando la necesidad es extrema sacrificamos al amigo, pues esto del canibalismo no es sólo propio de los salvajes, o todos nos tornamos salvajes cuando la necesidad aprieta. Sobre esto si ha lugar contaré las medidas que hubo de tomar el capitán Carquizano para que no nos comiéramos a los salvajes so pretexto de que eran esclavos nuestros.

Perdóneseme semejante digresión, mas la hazaña que estábamos acometiendo de conquistar nuevas tierras para Sus Majestades Católicas, atravesando mares ignotos, parecía olvidarse y en el día a día parecía que la mayor de las hazañas era conseguir de qué comer, y cuando lo conseguíamos nos considerábamos los seres más felices de la tierra. Por eso me recreo en el recuerdo de aquella parte de la travesía en la que nos visitaban con tanta generosidad los peces voladores y los toninos, cuyo verdadero nombre es el de albacoros.

Llevaríamos cuatro meses de navegación cuando por el vuelo de las aves adivinamos que la tierra firme no podía andar lejos y era grande la emoción de los que nunca habíamos estado en ella, y mayor aún la de quienes queríamos quedarnos allá.

Los que habían estado en el nuevo continente, bien que presumían; uno de ellos, como queda dicho, era nuestro contador Hernando de Bustamante, quien contaba y no acababa sobre los embrujos de la Tierra de Verzin a la que nos dirigíamos, de la riqueza de sus mares y de la feracidad de sus tierras. Decía que en los árboles hay frutos en toda época del año y que bastaba alargar la mano para tomarlas; y otro tanto podía decirse de los peces en la mar. También decía que por allí debió de estar el Paraíso Terrenal en el que Adán y Eva, para nuestra desgracia, pecaron, y que una de las huellas de ese pecado era que los indígenas se mostraban muy desprendidos de sus mujeres y por un hacha de las pequeñas entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas, porque entre ellos la esclavitud de mujeres no se tenía a desdoro. Huella sería del pecado original, pero el Hernando de Bustamante lo contaba entre risas, no poco procaces, de suerte que podía entenderse que él hizo algún trato de mujeres. El Urdaneta, que como queda dicho era muy limpio de este mal, no hacía buena cara a estas bromas y yo callaba, pero me imaginaba lo que no debía.

Por fin avistamos la Tierra de Verzin por una parte que es toda verdor con unas calas muy abiertas, en las que las olas van a morir suavemente dejando un ribete de espumas que en la distancia semejan los encajes del vestido de una dama de alto copete. ¿Qué siente el pobre marinero quien después de meses de ver sólo mar y cielo, se encuentra con semejante prodigio? El corazón le brinca de alegría, para a continuación llevarse el más grande de los desengaños, pues nuestro señor Elcano determinó que el invierno austral estaba por llegar y que de ningún modo podíamos perder el tiempo en estadías que no fueran del todo obligadas, y que procedía seguir costa abajo hasta dar con el río de Santa Cruz, que ya está en tierras de la Patagonia, y que allí habría ocasión de repostar. Del mismo parecer fue el almirante general, García de Loaysa, que estaba muy poseído de su cargo y quería alcanzar la hazaña de llegar a las Molucas a través del estrecho, pero otros capitanes se le enfrentaron y consintió, a lo último, en desembarcar en un lugar que llaman el Río Grande, aunque no hay ninguno que justifique ese nombre, sobre todo si lo comparamos con los que habíamos de ver luego, pero en lo demás era tal como nos lo había narrado el Hernando de Bustamante.

Bajar a tierra y sentirme vivo como no me había sentido en aquellos meses en la mar, todo fue uno. Las arenas de la playa se parecían por su finura a las de Ipuzcoa, pero las aguas de la mar no eran profundas como las nuestras, digo en aquellas calas, sino transparente dejando ver un fondo en el que, ciertamente, se podían tomar moluscos y pececillos con sólo extender la mano. Y las aguas tanto de la mar, como de los arroyos que van a dar al Río Grande, tan cálidas que no daba reparo meterse en ellas desnudos para quitarnos la pelagra que es mal que hiere a la gente de la mar, dicen que por no lavarse. Si es pelagra o roña no lo alcanzo a determinar, pero hay algunos que se hacen a ella y entienden que esa costra les protege de otros males y por nada de este mundo quieren meterse en el agua para quitársela. Los que no somos de ese parecer bien que disfrutamos con aquel regalo y Urdaneta el que más y en un arroyo que terminaba en un lago muy hermoso se zambullía de cabeza y, cuando los que no conocían su arte creían que se había ahogado, reaparecía como treinta brazadas más lejos. Digo que se lanzaba en el arroyo y bajo el agua se dejaba llevar por la corriente hasta alcanzar el lago. Aunque era muy sesudo y por el modo de discurrir parecía en todo mayor, cuando se trataba de estos juegos se advertía que era mozo que estaba por cumplir los dieciocho años, y no le fatigaba entrar y salir del agua cuantas veces fuera menester, y también de hacer carreras con otros, pero ninguno a aventajarle. Yo que bien sabía la gracia que se daba en el agua, apostaba por él y siempre ganaba. Esto de jugar y apostar por todo fue mal que habían de pasar años antes de que me librara de él.

En este lugar habían recalado los portugueses, pero de eso hacía años y la única huella que habían dejado de su paso fue un fortín medio derruido y abandonado, pues los indígenas para nada lo querían ya que gustaban de vivir en sus chozas que estaban hechas de caña y unos arbustos que son como nuestros sarmientos. Estas chozas estaban deshabitadas el primer día que desembarcamos, pero al otro día fueron apareciendo los salvajes que se mostraban muy pacíficos y las mujeres muy desenvueltas, pues sin ningún recato se ponían a mirar cómo nos bañábamos, dándosele poco de que estuviéramos desnudos, aunque entre ellos eso de estar desnudos no es como entre nosotros. De todas maneras el almirante Loaysa, que todo lo que tenía de corto como navegante, lo tenía de buen católico, advirtió que ningún soldado tuviera relación con mujeres bajo severas penas de castigo. Estas mujeres eran menguadas de tamaño, el color de la cara bazo, y a menos que fueran muy jóvenes parecían muy viejas, pero no estaba de sobra la advertencia por lo que queda dicho de que cuando la pasión aprieta nada se respeta, y al marinero rijoso se le da poco de que sea de este color o del otro.

Yo no tenía ojos para nada que no fuera el modo de quedarme allá, y no embarcar en una escuadra empeñada en acometer la misma locura que acometiera nuestro señor Elcano con tanta fortuna para él, y tan poca para los demás. ¿No le había oído yo contar de sus propios labios que los que partieron de Sanlúcar de Barrameda fueron doscientos sesenta y cinco, y sólo dieciocho los que regresaron? ¿Por qué habíamos de tener nosotros mejor fortuna? ¿Porque nuestras naves desplazaban más toneles? Poco se le da a la mar de los toneles de un navío cuando se pone fiera, que lo mismo se va a pique el que tiene ochenta que el que tiene cien. Así discurría yo y comencé a andarme por las afueras del poblado buscando dónde esconderme, y también me traía tratos de amistad con los salvajes y a las mujeres les regalé algunas baratijas de las que ellas gustan, sin ninguna torpe intención, sólo buscando su amistad, y al que me parecía el jefe le regalé un cuchillo. Así mismo les hice juegos con los naipes y los colorines de éstos les atraían tanto que a nada que me descuidara me los querían quitar, porque también son un poco ladrones, aunque no tanto como los que luego encontramos en la isla que con toda justicia el señor Magallanes bautizó como de los Ladrones y con ese infame nombre se ha quedado.

Hacia todo esto porque presto me di cuenta de que yo solo no podría valerme y que precisaría de la ayuda de los salvajes, ya que el poblado —si es que merecía ese nombre— estaba como el calvero de una selva que se encontraba a sus espaldas y era inmensa, y muy tupida, de suerte que el sol no podía penetrar hasta sus entrañas, pero yo discurría que algún sendero habrían hecho para ir de un lugar a otro o, si no, me serviría de sus embarcaciones para subir por la costa. Éstas estaban hechas con un tronco de árbol ahuecado al fuego.

Así discurría y preparaba mi escapada bien seguro de que cuando me escondiera en la selva el señor Elcano no dispondría ir en mi busca, por la premura que tenía de zarpar para que no nos pillara el invierno austral antes de alcanzar la Patagonia.

Sería como el séptimo día de nuestra estancia en aquel lugar cuando el almirante Loaysa dispuso la partida, y yo hice como que embarcaba, para luego desembarcar cuando no era visto por nadie, o de ser visto, pasar por uno más de los que andaban en la estiba de los frutos y el carnaje. Me encaminé al lugar de la selva que había elegido para esconderme y con no poco asombro sentí unos pasos que me seguían y pensé que serían de algún salvaje, quién sabe si de una mujer pues cuando anduve con el juego de cartas alguna no me miró con malos ojos, mas por si acaso monté la chispa del arcabuz que había tomado conmigo y cuál no sería mi pasmo cuando apareció ante mis ojos el Andrés de Urdaneta quien con gran decisión se fue a por mí, me quitó la escopeta y me golpeó con ella en el estómago. Cuando estaba tendido en el suelo, me dijo muy sosegado: «¿Qué ocurre, Andonegui, crees que son buenas horas éstas para pasear?» Comencé a maldecir e hice intención de levantarme del suelo para pelear con él, pero de poco me sirvió porque me derribó de nuevo, esta vez jadeante y con el rostro nublado como no lo viera nunca antes.

¿Es que, acaso, el Urdaneta tenía el poder de adivinación y, por eso, conociendo mis intenciones de escapar había venido tras mis pasos? No tal, sino que yo había llevado mi negocio con gran secreto, pero no tanto que no lo comentara con otro marinero, también de Zumaia, de nombre Ermualdo, a quien también veía muy a disgusto en la escuadra y le tenté para que escapara conmigo discurriendo que siendo dos, nos podríamos ayudar el uno al otro. Este Ermualdo era corto de entendimiento, pero de buen natural y pensó que la forma de ayudarme era contándoselo al Urdaneta, para que éste pusiera remedio pues sabía la amistad que nos unía.

Tirado como estaba en el suelo, humillado, el Urdaneta comenzó a hablarme como si me fuera a llevar consigo, preso, y de allí a la horca que merecía en primer lugar como desertor, causa sobrada, y en segundo lugar por robar un arcabuz de la cámara de nuestro señor capitán, arma muy apreciada al extremo de que cada noche el maestro armero tenía que dar cuenta de todas las que había en cada navío.

Cuando advirtió que no había de intentar huir, me razonó, como pueda hacerlo un padre con un hijo descarriado, de esta suerte: ¿a dónde pensaba huir? Cuando le dije mis intenciones fue de reír, y en la arena comenzóme a dibujar cómo era el mundo, digo por la parte en la que nos encontrábamos. Tomó un palo y trazó la Tierra de Verzin, y como por arriba había otras muchas tierras antes de alcanzar el Caribe o cualesquiera otro lugar de la Corona de Castilla en el que pudiera ganarme la vida y hacerme rico. Habían de pasar los años para que apreciara la ciencia que desde su juventud tenía el Urdaneta para saber cómo era el mundo, no porque lo hubiera visto con sus propios ojos, sino por lo atento que siempre estaba a lo que contara el señor Elcano, o cualesquiera otro que supiera más que él, y sin necesidad de apuntarlo, sólo fiado en su memoria, luego decía dónde estaban los ríos o los mares, y qué parte de la costa era de una manera o de otra, y aquí viene a colación algo que sucedió de allí a pocos días, cuando bajamos por la costa camino del estrecho ya para entrar en él, y don Juan Sebastián erró y mandó avanzar por la embocadura de un río que hay poco antes, y que estando el tiempo fosco se confunde con el de las Once Mil Vírgenes, que es la verdadera entrada; en tal momento el Urdaneta, con gran respeto, pero no menos determinación, díjole a tan gran capitán que la orden estaba errada y que por allá no habíamos de atravesar el estrecho. Don Juan Sebastián, pese a su natural sencillo, se encrespó y le preguntó al Urdaneta que de dónde le venía ese saber, y que si acaso había estado antes por allá, a lo que el interpelado respondió: «No he sido yo, sino su señoría quien ha estado por estos pagos, y quien nos dejó dicho que el fondo del cabo de las Once Mil Vírgenes es de cascajo y arena gruesa, mientras que el de este cabo es de fango.» Calló donjuán Sebastián, calló el Urdaneta, pero al tercero de los días se supo quién llevaba razón pues la nave que iba en descubierta encalló en el fango y nos costó Dios y ayuda sacarla de allá, menos mal que era el patache que desplazaba tan sólo sesenta toneles. Cuando salimos del apuro el señor Elcano se quedó mirando muy fijo al Urdaneta y le dijo: «Demoniyo mutil», que en el habla castellana quiere decir de alguien que es un demonio, pero como un halago a su sabiduría porque en nuestra tierra se le tiene al demonio por muy sabio, y hasta hay quienes le rinden culto por tal motivo, aunque no digo, líbreme Dios, que don Juan Sebastián fuera de ellos. Desde ese día el señor Elcano tenía aún en más al Urdaneta.

Mas volviendo a lo que nos ocupa, en aquella oportunidad, como queda dicho, me dibujó sobre la arena la Tierra de Verzin que llegaba hasta lo que es conocido como la Tierra Firme o costa de Cumaná, y luego venían las tierras descubiertas por Núñez de Balboa, pero que todavía seguían sin explorar, y más islas y más mares, de suerte que echó cuentas y ni con media vida tendría para alcanzar, bien la isla de Cuba, bien La Española, eso andando a buen paso, porque si fuera en una de las canoas de los salvajes al primer tifón daría con mis huesos en el fondo de la mar. Y me explicó cómo eran los tifones en aquellas costas, y cómo las corrientes tan adversas para subir hacia arriba, a menos que se fuera en una nave bien guarnida para luchar contra los vientos. ¿Es de admirar que quien tanto sabía cuando no tenía razones para saber, acabara siendo más grande de los cosmógrafos?

Other books

Avoiding Temptation by K. A. Linde
Marissa Day by The Seduction of Miranda Prosper
Sun and Moon, Ice and Snow by Jessica Day George
Innocent Blood by Graham Masterton
A Matter of Trust by LazyDay Publishing
The Martian Ambassador by Baker, Alan K
Archangel's Storm by Nalini Singh