Las poseídas de Stepford (8 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

—No permitas que surja.

—Está empezando a hacer frío.

—Usaremos suéters.

Concurrió a una asamblea de la «Asociación de Padres y Maestros». Allí se encontró con las maestras de Pete y de Kim, Miss Turner y Miss Gay, dos agradables mujeres de mediana edad, solícitamente dispuestas a contestar sus preguntas sobre métodos de enseñanza y los resultados que estaban obteniendo con el nuevo programa de actividad escolar. La concurrencia era escasa. Aparte de las maestras, sentadas al fondo del salón, sólo había nueve madres, y aproximadamente una docena de padres. La presidenta de la Asociación, una atractiva rubia llamada Mrs. Hollingsworth, dirigió el asunto con sonriente y calmosa eficiencia.

Joanna compró ropa de invierno para Pete y Kim y dos pantalones de lana para ella. Hizo unas ampliaciones fantásticas de «Receso Nocturno» y «La Biblioteca de Stepford». Además, llevó a Pete y a Kim al dentista, doctor Coe.

—¿En eso quedamos? —preguntó Charmaine haciéndola pasar.

—Por supuesto que sí. Yo dije que bueno, si no surgía algún inconveniente.

Charmaine cerró la puerta y le sonrió.

—Caramba, Joanna, discúlpame. Se me olvidó completamente.

—No importa. Corre a cambiarte.

—No podemos jugar —dijo Charmaine—. Primero, porque tengo muchísimas cosas que hacer...

—¿Cosas que hacer?

—Quehaceres de la casa.

—Joanna la miró.

—Despedimos a Nettie. Son absolutamente inconcebibles los líos con que salía del paso. Esto parece limpio a primera vista, pero mira un poco los rincones, son un horror. Ayer limpié a fondo el comedor y la cocina, pero me faltan los otros cuartos. No es justo que Ed tenga que vivir en la mugre.

—Muy gracioso el chiste —dijo Joanna, mirándola.

—No estoy jugando. Ed es un tipo verdaderamente extraordinario, y yo he sido egoísta y holgazana. Para mí se acabó el tenis, y se acabó la lectura de esos libros de Astrología. De ahora en adelante voy a cumplir como corresponde a mis deberes para con él, y también para con Merrill. Soy una mujer muy afortunada al tener un esposo y un hijo tan extraordinarios.

Joanna miró la raqueta prensada y enfundada que tenía en la mano, y luego a Charmaine.

—Me parece una gran idea. —Sonrió—. Pero francamente no puedo creer que de veras hayas renunciado al tenis.

—Ve y mira —dijo Charmaine.

Joanna no se movió ni le quitó los ojos de encima.

—Ve y mira —repitió Charmaine.

Joanna se volvió, atravesó el
living
y se aproximó a las puertas vidrieras. Descorrió una —oyó a su espalda los pasos de Charmaine— y salió a la terraza. La cruzó hasta el límite donde empezaba la barranca verde con su sendero de lajas, y miró hacia abajo.

Un camión cargado con secciones de cerca de tela metálica, estaba estacionado sobre el césped surcado de huellas de neumáticos, junto a la pista de tenis.

Dos lados de la verja habían desaparecido, y los otros dos —uno largo y otro corto— estaban derribados horizontalmente sobre el suelo. Dos hombres, de rodillas sobre el lado largo, trabajaban en él con unas cortadoras. Separaban y juntaban alternativamente los largos mangos de las cortadoras, y a cada doble movimiento sucedía un claro y breve sonido metálico.

En el centro de la pista, un montículo de tierra remplazaba la red y los postes desaparecidos.

—Ed necesita un
putting green
para practicar golf —dijo Charmaine, al llegar al lado de Joanna.

—¡Pero ésta es una pista de arcilla! —protestó Joanna, volviéndose hacia ella.

—Es la única superficie llana que tenemos en el terreno.

—¡Mi Dios! —dijo Joanna, consternada, mirando a los hombres que accionaban los mangos de las cortadoras—. ¡Qué disparate, Charmaine!

—Ed juega al golf, no juega al tenis.

Joanna la miró fijamente:

—¿Qué te hizo? ¿Te hipnotizó?

—No seas tonta —dijo Charmaine, sonriendo—. Ed es un tipo extraordinario, y yo una mujer de suerte que debería estarle agradecida. ¿Quieres quedarte un rato? Preparé un poco de café. Estoy limpiando a fondo la habitación de Merrill, pero podemos conversar mientras yo trabajo...

—Bueno —dijo Joanna, pero en seguida sacudió la cabeza y se rectificó—: No, no, yo...

Se apartó de Charmaine, retrocediendo unos pasos, sin dejar de mirarla.

—Hay varias cosas que yo también debería estar haciendo.

Se volvió y atravesó rápidamente la terraza.

—Perdona que haya olvidado llamarte —dijo Charmaine, entrando con ella en el
living.

—No es nada —dijo Joanna mientras caminaba rápidamente. Se detuvo, se volvió, sujetando la raqueta ante sí con las dos manos, y añadió—: Vendré a verte dentro de unos días. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Charmaine, sonriente—. Pero avísame, por favor. Y dale saludos míos a Walter.

Bobbie fue a verlo con sus propios ojos, y la llamó para comentar.

—La encontré moviendo los muebles del dormitorio. ¡Se mudaron en julio! ¿Qué suciedad puede haber?

—No le va a durar —dijo Joanna—. No le puede durar. La gente no cambia así, de la noche a la mañana.

—¿Ah, no? —dijo Bobbie—. ¿Por estos lados tampoco?

—¿Qué quieres decir?

—¡Cállate la boca, Kenny! ¡Adam, dale eso inmediatamente! Joanna, escucha, necesito hablar contigo. ¿Podemos almorzar juntas mañana?

—Sí...

—Pasaré a recogerte alrededor de las doce. ¡Te dije que le dieras eso! A las doce, y no me vayas a fallar.
¿Okay?

—Convenido. ¡Kim, te estás mojando todo el...!

Walter no se sorprendió particularmente, al enterarse del cambio operado en Charmaine.

—Ed debe haberle ajustado las clavijas —dijo, haciendo girar contra su cuchara un tenedor cargado de
spaghetti
—. No creo que gane suficiente dinero para sostener ese tren. Una criada debe estar cobrando por lo menos cien dólares semanales, en este momento.

—¡Pero es que toda su
actitud
ha cambiado! —arguyó Joanna—. Cualquiera hubiera imaginado que se quejaría.

—¿Sabéis cuánto le dan a Jeremy para sus gastos? —preguntó Pete.

—Tiene dos años más que tú —le recordó Walter.

—Te va a parecer una locura —dijo Bobbie—, pero quiero que me escuches sin reír porque, una de dos: estoy en lo cierto, o estoy perdiendo la chaveta y hay que compadecerme —y mordió el panecillo de su hamburguesa con queso.

Joanna, que la observaba, tragó su hamburguesa y dijo:

—Está bien. Habla.

Se habían estacionado frente al parador de MacDonald, y estaban comiendo dentro del automóvil.

Bobbie tomó un bocadito de hamburguesa, masticó y tragó.

—Salió algo en el
Time
hace unas semanas —dijo—. Lo busqué, pero debo haber tirado el número. —Miró a Joanna—. Resulta que tienen un promedio muy bajo de criminalidad en El Paso, de Texas.
Creo
que era en El Paso, pero si no era no importa. De cualquier modo, en algún lugar de Texas, tienen un promedio de criminalidad muy bajo, más bajo que en todo el resto del territorio. Y la razón es que hay en el suelo un agente químico que pasa al agua, aplaca a todo el mundo y afloja las tensiones. Cierto, como que hay Dios.

—Sí, creo recordarlo —admitió Joanna, con la hamburguesa en la mano.

—Yo pienso que también aquí, en Stepford, hay algo, Joanna. Es posible, ¿no? Todas esas plantas industriales raras de la Ruta Nueve, electrónicas, computadoras, trebejos aeroespaciales, en combinación con el riachuelo de Stepford, que corre exactamente detrás, sabe Dios qué porquería están propagando en el ambiente.

—¿Qué pretendes decir?

—Reflexiona un minuto. —Bobbie cerró el puño de su mano libre y proyectó el meñique—. Charmaine ha cambiado y se ha convertido en una fregona. —Proyectó el anular—: La mujer con quien hablaste, la que era presidenta del club, también cambió, ¿verdad? Tuvo que haber sido diferente en otro tiempo...

Joanna asintió con la cabeza.

Apareció el dedo medio de Bobbie.

—La que jugaba al tenis con Charmaine antes que tú, cambió también. La misma Charmaine nos lo dijo.

Joanna arrugó el ceño. Sacó una patata frita de la bolsa que estaba en medio de las dos.

—¿Tú piensas que se debe... a un
agente químico?

Bobbie movió la cabeza afirmativamente:

—Que puede provenir de alguna de esas plantas, o simplemente estar aquí ya, como en El Paso o donde sea. —Tomó su café del tablero—. Tiene que ser eso. No puede ser pura coincidencia que todas las mujeres de Stepford sean como son. Y algunas de las que visitamos, seguramente pertenecieron a ese club. Unos pocos años atrás aplaudían a Betty Friedan, y míralas ahora.
Ellas también han cam
biado.

Joanna comió su patata frita y mordió un bocado de hamburguesa. Bobbie tragó un bojeado de hamburguesa y sorbió su café.

—Hay algo —insistió Bobbie—. En la tierra, en el agua, en el aire... No sé dónde, pero algo hay. Hace que las mujeres se interesen en el manejo de la casa, y se desinteresen de todo lo demás. ¿Quién conoce a fondo la acción de los agentes químicos? Ni los ganadores del Premio Nobel. Tal vez se trate de una especie de hormona. Así se explicarían esas pechugas fabulosas. Te habrás fijado, sin duda.

—¡Cómo no me voy a fijar! Cada vez que pongo un pie en el supermercado, me siento núbil.

—Y yo lo mismo, te lo juro. —Bobbie dejó su café sobre el tablero y sacó unas patatas fritas de la bolsa—. ¿Y bien?

—Supongo que es... posible. Pero suena tan... fantástico —dijo Joanna, y tomó del tablero su café, que había dejado un parche de niebla en el parabrisas.

—No más fantástico, creo, que el asunto de El Paso.

—Sí, más, porque afecta únicamente a las mujeres. ¿Qué opina Dave?

—No se lo he comentado todavía. Me pareció mejor ensayarlo primero contigo.

Joanna sorbió su café.

—Bueno, cabe dentro de lo posible —admitió—. No creo que hayas perdido el juicio. Lo que hay que hacer ahora, se me ocurre, es escribir una carta muy mesurada a... ¿al Departamento de Salud? ¿A la Comisión de Estudios Ambientales? No sé bien: al organismo del Estado que tenga autoridad para investigar. Podríamos averiguar cuál es en la biblioteca.

—Hummm... —Bobbie sacudió la cabeza—. Yo trabajé en un organismo del Estado: olvídalo. Yo pienso que lo primero es mandarse mudar. Después, en todo caso, bombardear con cartas.

Joanna la miró.

—Lo digo en serio —aseguró Bobbie—. Lo que ha podido convertir a Charmaine en una fregona, no va a tener mayor dificultad conmigo. Ni contigo.

—Oh, vamos...

—Hay algo aquí, Joanna. No estoy bromeando. ¡Esto es Villa Zombi! Y recuerda que Charmaine se vino a vivir en julio, yo en agosto, y tú en setiembre.

—Está bien, baja la voz. No soy sorda.

Bobbie tomó un bocado de hamburguesa proporcional a su boca grande. Joanna sorbió su café y frunció el ceño.

—Aunque yo esté equivocada —dijo Bobbie con la boca llena—, aunque no haya aquí ningún agente químico que actúe como sospechoso —tragó—, ¿es éste el lugar donde realmente deseas vivir? Cada una de nosotras cuenta ahora con una amiga: tú la has conseguido después de dos meses, yo al cabo de tres. ¿Responde esto a tu concepto de una comunidad ideal? Cuando fui a Norwood a hacerme peinar para tu comida, vi una docena de mujeres: todas estaban apuradas, desaliñadas, irritadas..., ¡vivas! ¡Me dieron ganas de abrazarlas a todas, una por una!

—Busca amigas en Norwood —sugirió Joanna, sonriendo—. Tienes el coche.

—¡Esa maldita independencia tuya! —Bobbie tomó su café del tablero—. Voy a pedirle a Dave que nos mudemos —anunció—. Venderemos la casa y compraremos otra en Norwood o en Eastbridge. Nos costará, a lo sumo, algunas molestias y dolores de cabeza, más los gastos de mudanza..., que puedo cubrir empeñando el cacharro, si él insiste.

—¿Crees que accederá?

—Será mejor que lo haga, o su vida va a hacerse un verdadero infierno. Yo siempre quise que compráramos en Norwood, pero él dijo: «Hay demasiadas AVISPAS.» Y bueno, prefiero que me piquen las avispas, a que me envenene eso que está actuando por aquí. De modo que vas a quedarte sin ninguna amiga dentro de poco..., salvo que a tu vez hables con Walter.


¿De mudarnos?

Bobbie asintió, se quedó mirándola fijamente y sorbió su café.

Joanna meneó la cabeza.

—No podría pedirle que nos mudáramos de nuevo.

—¿Por qué no? Él quiere que seas feliz, ¿verdad?

—No estoy segura de no serlo. Y acabo de instalar el cuarto oscuro.

—Muy bien. Quédate clavada como una estaca. Transfórmate en tu vecina de al lado.

—Escucha, Bobbie: no puede tratarse de un agente químico. Es decir, podría ser, pero, francamente, no lo creo.

Conversaron sobre el mismo tema mientras terminaban de almorzar, y después siguieron viaje por la carretera de Eastbridge, y doblaron en la Ruta Nueve. Pasaron la galería comercial y las tiendas de antigüedades y llegaron a las plantas industriales.

—Los Solares del Envenenador —dijo Bobbie.

Joanna miró los limpios y bajos edificios emplazados a cierta distancia de la carretera, y separados entre sí por amplios espacios de césped verde. Óptica Ulitz (ahí trabajaba Herb Sundersen); CompuTech (Vic Stavros, ¿o estaba en Instatron?); Bioquímica Stevenson; Computadoras Haig-Darling; Microtécnica Burnham-Massey (Dale Coba —silbidos— y Claude Axhelm); Instatron; Reed & Saunders (Bill McCormick —¿cómo seguía Marge?—); Electrónica Vesey; Química Americana Willis.

—Experimentación sobre fluido nervioso, te apuesto cinco de los grandes —dijo Bobbie.

—¿En zona poblada?

—¿Por qué no? Con esa pandilla de Washington...

—Vamos, Bobbie...

Walter vio que andaba cavilosa, y le preguntó el motivo.

Joanna eludió la respuesta:

—Tienes que hacer ese contrato de Koblenz.

—Tengo todo el fin de semana libre. Vamos, desembucha.

Así, mientras raspaba los platos y los iba colocando en el lavaplatos, le contó que Bobbie quería mudarse, y le habló de su teoría de El Paso.

—Me parece bastante descabellado —dijo Walter.

—A mí también —convino Joanna—. Pero es cierto que las mujeres parecen cambiar aquí, y que el cambio es lamentable. Si Bobbie se va, y si Charmaine no recobra su personalidad anterior, que por lo menos era...

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