Las puertas de Thorbardin

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

 

Segun la leyenda, a gran profundidad debajo de la fortaleza del Monte de la Calavera se hallan los restos del diabolico hechicero Fistandantilus y el camino que conduce a las puertas de Thorbardin, el reino de los enanos. Enterrado en alguna parte de ese peligroso sendero está el yelmo magico de Grallen, hijo del rey Duncan.

El descubridor del yelmo será premiado y honrado pero, al mismo tiempo, abrirá las puertas del reino a nuevos horrores y al caos

Dan Parkinson

Las puertas de Thorbardin

Héroes de la Dragonlance - 5

ePUB v1.2

OZN
30.05.12

Título original:
The Gates of Thorbardin

Dan Parkinson, enero de 1990.

Traducción: Herminia Dauer

Ilustraciones: Duane O. Myer

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE:

«EL CAZADOR DE SUEÑOS»

1

Incluso allí, en aquella fría, profunda y estrecha grieta abierta en la viva piedra de la montaña..., incluso allí, donde no podía seguir adelante, donde su dolorido cuerpo quedaba tan apretujado entre las serradas paredes de cortante roca que tenía la espalda en carne viva, sangrante..., incluso allí, adonde no llegaban las carreteras y los únicos senderos eran los formados por los pequeños seres que pasaban...

Incluso allí sabía que lo encontrarían. Al final aparecería uno de ellos, atraído por el olor de su sangre. Sí; aparecería entre los quebrados peñascos para hallarlo allí acorralado. Abundaban demasiado en las laderas inferiores, y estaban demasiado bien extendidos en su busca por las zonas altas para no descubrir dónde se había refugiado. Llegaría uno u otro. Dispuesto a darle muerte.

Los había visto recorrer el campo como una terrible jauría, y desde un saliente donde la gran piedra caída yacía en extraña posición a la sombra de los riscos situados más arriba, había observado cómo, de momento, perdían su pista. Ampliamente dispersados, buscaban casi como lo harían los lobos, con movimientos rastreadores, inclinando sus grandes y aplanadas narices para husmear el suelo y levantarlas luego para oliscar el aire, en tanto con las gruesas y lustrosas colas describían airosos arcos mientras daban vueltas y se introducían entre la maleza de la ladera de la montaña, cada vez más rala. Aquellas fieras, de cuerpo alargado y flexible, inmensamente poderosas y, al mismo tiempo, tan gráciles como oscuros céfiros impelidos por el viento, avanzaban vertiente arriba en silenciosa armonía, sin que nada escapara a su atención. La luz del sol formaba en su negra piel, ondulada sobre la vigorosa musculatura, un maravilloso e iridiscente tapiz.

¿Cuántos serían? No habría podido decirlo. Nunca se los veía a todos a la vez. Calculó que sumarían unos treinta, pero eso poco importaba. Uno de esos felinos bastaría para matarlo.

El hambre anudaba su estómago al reanudar la subida en busca de un lugar donde tocar tierra. O de un arma. Sus manos ansiaban sujetar un arma. ¡La que fuese! Por fin había encontrado una piedra del tamaño de la palma de su mano, que tenía el borde cortante, y que sopesó. No era un arma, desde luego, sino sólo un afilado pedrusco. Pero para unas manos acostumbradas a sostener armas, valía más eso que nada.

Gateando por un laberinto de rocas medio sueltas, había utilizado la piedra para cortar una tira de cuero y la había atado al pedrusco de manera que formara un asa del tamaño de su mano. Pero al hacerlo dio un traspié, cayó contra una protuberancia y notó que ésta le acuchillaba el hombro. La sangre le resbaló caliente por el brazo, y relucientes gotas salpicaron la roca que tenía debajo. Él no se permitió más que una breve pausa; miró aquella sangre y, antes de seguir adelante, levantó una ceja a guisa de irónico saludo.

Encima del pétreo laberinto asomaban las escarpadas paredes de los grandes riscos, y entre éstos había descubierto la grieta donde esperaba todavía. Después de atravesar el laberinto, uno de los animales se había detenido a olfatear las gotas de su sangre. Al menos uno de ellos daría con él. La fiera que conocía su olor ya no lo olvidaría.

La grieta era una imponente y profunda raja abierta en el enhiesto picacho. En lo alto se divisaba el cielo, pero las paredes eran completamente lisas, sin ningún reborde donde agarrarse para trepar. La hendidura continuaba hacia adentro y hacia arriba, ensanchándose incluso en un punto donde un diminuto manantial brotaba de un resquicio en la arenisca para formar en el suelo un charco que enseguida era absorbido. El fugitivo se había parado un momento para apagar la sed que tanto lo torturaba, pero al seguir adelante tuvo la sensación de percibir casi el ardoroso aliento de la fiera. Más allá de la fuente, la grieta volvía a estrecharse entre empinadas paredes, hasta el extremo de que él no pudo continuar por ella. Al final se metió en una fisura en la que apenas cabía, sin atreverse a respirar, y la fría roca le hería la carne.

Poco a poco, alzó la cabeza para procurar ver algo. Muy arriba brillaba el cielo, y su luminoso sendero era más ancho que la hendidura que lo tenía aprisionado por todos lados. Haciendo servir de superficies de apoyo las paredes de roca, se empujó hacia arriba unos cuantos centímetros, colocando los codos en la piedra que tenía delante mientras hacía fuerza con los pies en la de detrás. Su respiración era una nube de vapor suspendida en el quieto y frío aire que lo rodeaba, y que se condensaba sobre la gélida roca a cada uno de sus esfuerzos. Trepaba despacio, procurando mantener el equilibrio, y así avanzó treinta centímetros, luego sesenta, luego dos metros y pico. Se sirvió de los extendidos brazos hasta que sus manos palparon la mayor anchura que la chimenea adquiría más arriba. Cuando ya no pudo subir más y los brazos perdieron la capacidad de apalancado, miró hacia abajo. Se hallaba a unos tres metros y medio de altura sobre el fondo de la grieta y no podía seguir adelante.

Todavía estaba al alcance de los felinos. Cualquiera de las bestias, cuyos hombros le llegaban a las orejas, era capaz del salto necesario. Con un angustioso peso en el pecho y su aliento formando pequeñas nubes en las sombras de la oscura piedra, el hombrecillo continuó allí agarrado en espera de lo que sucediera.

—¡Venga ya, salta! —musitó. Conoces mi olor y sabes dónde me encuentro, de manera que la decisión es tuya... ¡Salta ya y acabemos de una vez! Estoy cansado...

Hasta él llegó entonces el eco de unas quedas pisadas sobre la piedra. La bestia se acercaba por la grieta. Ahora ya se percibía su respiración, acompañada del profundo ronquido del animal dispuesto a arrojarse sobre su presa.

Las sombras se corrieron en la hendidura, y el hombrecillo miró hacia arriba. Allí en lo alto, donde las paredes se abrían de cara al cielo, acababa de moverse algo. Una cara, diminuta y lejana, lo observaba con interés. Luego se retiró. Alguien estaba encima de la escarpadura, entre las quiebras. Alguien lo suficientemente curioso para mirar abajo y ver lo que allí sucedía. Pero al hombrecillo poco le importaba quién fuera, en sus circunstancias. Lo único que le preocupaba era que él estaba apretujado allí dentro, y que el felino se aproximaba... Y que en un lugar muy lejano lo aguardaba Jilian, a cuyo lado había prometido regresar.

No le costó imaginarse su rostro en la fría niebla de su aliento. Sólo ella, entre todos, había creído y tenido fe en él. Jilian conocía sus sueños y, aunque también otros estaban enterados, nadie más le hacía caso.

Rogar Hebilla de Oro podía creer en los sueños, pero no veía en ellos ningún presagio. Después de escucharlo y reflexionar durante un rato, había meneado la cabeza.

«¿
Quién sabe lo que significa un sueño? Yo también los tuve, Chane, pero eran sólo eso: ¡sueños!»

Pero aún había sido peor contarle a Slag Atizafuegos lo que pensaba hacer. El viejo no le tenía afecto, precisamente, porque le hacía muy poca gracia que un huérfano carente de medios pasara el tiempo con su hija. Hablarle al padre de sus premoniciones había sido cosa de Jilian, con la esperanza de que Atizafuegos lo equipase para la empresa. No era mucho lo que Chane necesitaba. Sólo ropa de abrigo, armas y provisiones, así como un par de mercenarios que lo acompañaran.

«Thorbardin está en peligro —le había dicho Chane—. Lo sé, porque una voz me reveló en sueños que debo encontrar la clave para impedirlo.»

«¡Bah, sueños! —fue la gruñona respuesta de Atizafuegos, acompañada de una mirada fulgurante—. ¡Eres más tonto que un murciélago!»

«Me consta que estoy en lo cierto —había insistido Chane—. No sé con exactitud qué voy a encontrar, pero lo sabré cuando lo halle.»

Atizafuegos se había reído de él de manera cruel y despectiva.

«¿De modo que vienes a mí en busca de dinero? ¡Pues ya puedes esperar a que se te oxiden los bigotes! ¡Ni una sola moneda de cobre recibirás de mí, Chane Canto Rodado! Y ahora sal de mi casa... ¡y no vuelvas a acercarte a mi hija! ¡Ella merece algo mejor que un individuo como tú!»

Luego, sin embargo, el viejo Atizafuegos pareció cambiar de opinión. Chane creyó que Jilian había logrado convencerlo, y también la joven confió en eso...

Pero ahora se oía más cerca a la fiera, que vaciló unos instantes para olfatear el aire. Chane se apuntaló como mejor pudo, aunque entre los bigotes le corrían helados goterones de sudor.

«Jilian todavía debe de creer en la buena voluntad de su padre —pensó—. ¿Cómo iba a imaginarse que sus esbirros me conducirían hasta el borde del erial para arrojarse entonces sobre mí?»

Lo habían tundido y aporreado con evidente diversión, para despojarlo seguidamente de sus armas, su dinero, sus botas y la ropa. Le arrebataron todo aquello que Atizafuegos le había proporcionado, y además todo lo que él ya poseía antes.

«No te atrevas a volver a Thorbardin —dijeron los indeseables—. Nuestro amo no quiere verte mas.»

Borraron luego el camino para cerciorarse de que Chane no sabría regresar y, como si fuera poco, aún lo persiguieron día tras día, hasta que la agotada y hambrienta víctima hubo dejado atrás el reino de Thorbardin y se halló en las tierras escabrosas.

El hambre lo había debilitado al máximo, y los brazos le temblaban. El horripilante ronquido del enorme felino sonaba ya muy cerca..., allá donde el abismo formaba el último recodo. Chane respiró profundamente y exclamó jadeante:

—Ven acá, maldita bestia! Ven, minino..., ¡sucio carnívoro! ¡Salta sobre mí y acabemos de una vez!

Apareció por fin el felino a unos nueve o diez metros de distancia, un lustroso y acechante depredador negro como la noche. Los dorados ojos lo descubrieron, y el animal hizo una pausa, aplanadas las orejas sobre la endrina cabeza, tan ancha como el cuerpo...

Abrió la fiera la tremenda boca para mostrar unos colmillos del tamaño de puñales, y el gutural ronquido redujo su volumen al mismo tiempo que la cola del felino se agitaba... Y entonces atacó.

Dos grandes saltos y otro final, con las garras delanteras dispuestas a apoderarse de su presa.

En el último instante, Chane se dejó caer. Una pesada pata, del ancho de su propia mano, le rozó la cabeza. Unas garras como agujas le abrieron surcos desde el nacimiento del pelo hasta las cejas. Desde abajo, el hombrecillo oyó el sordo golpe producido por el felino al quedar suspendido entre las oblicuas paredes de la grieta donde él había estado momentos antes.

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