Las señoritas de escasos medios (12 page)

—Esto no es ninguna broma —le dijo Jane.

—Nadie ha dicho que sea una broma.

—Pues te lo estás tomando con mucha alegría. Date prisa. Tilly está llorando como una magdalena.

—Hace bien, porque han ganado los laboristas.

—Venga, date prisa. Nos la vamos a cargar todas como no consigas…

Pero Nicholas había colgado ya.

Fue a esa hora precisamente cuando Greggie regresó del jardín. Se quedó remoloneando por el vestíbulo, atenta a la llegada de la señora Dobell, la mujer que iba a darles la charla después de cenar. Greggie pensaba llevársela a la salita de la directora, donde harían tiempo tomando jerez hasta que sonara la campana para anunciar la cena. Greggie también esperaba conseguir que la señora Dobell se dejara enseñar el jardín antes de cenar.

Un grito lejano y angustiado resonó por el hueco de la escalera.

—¡Qué barbaridad! —dijo Greggie a Jane, que salía de la cabina telefónica en ese instante—. Este club se está echando a perder. ¿Qué va a pensar la gente? ¿Quién está dando esos gritos en el último piso? Parece como si en esta casa todavía viviera una familia. Las chicas del club os portáis exactamente igual que las criadas de antes cuando el señor y la señora de la casa se marchaban de viaje. Dando botes todo el día y gritando a voz en cuello.

Tu lira sea cual selva umbría

y, si caen mis hojas cual las suyas,

su poderosa y mágica armonía…

—George, quiero que venga George —gimoteaba Tilly desde las alturas con su vocecilla angustiada.

Entonces alguien del piso de arriba tuvo la ocurrencia de amortiguar los gritos poniendo la radio a todo volumen:

En el Ritz cenaban los ángeles

y en Berkeley Square cantaba un ruiseñor.

Y por un instante dejaron de oír a Tilly. Greggie se asomó a la puerta de delante, que estaba abierta, y un segundo después volvió a entrar, mirando el reloj.

—Las seis y cuarto —dijo—. Tenía que llegar a las seis
y
cuarto. Diles a las de arriba que bajen la radio. Produce una impresión tan vulgar, tan chusca…

—Al menos es una impresión vulgar
y
chusca que solo se oye, pero no se ve —dijo Jane.

Atenta a la puerta de la calle, esperaba ver aparecer en cualquier momento el taxi que traería a Nicholas al hotel contiguo, y que tan conveniente les iba a resultar en aquella ocasión.

—Una vez más —dijo Joanna con su voz nítida, hablando con su alumna de turno en su habitación del tercer piso—. Repite las tres últimas estrofas, por favor.

Lleve, pues, mis pensamientos al Universo

y fecunde también las marchitas hojas,

por la magia de este verso.

Y de pronto a Jane le entró una enorme envidia de Joanna, cuyo origen era incapaz de hallar en los entresijos de su juventud. El sentimiento guardaba relación con la profunda admiración que le producía su desapego, esa capacidad suya, ese don, para abstraerse de sí misma y de sus circunstancias. Jane se sintió repentinamente embargada por el desconsuelo, como si la hubieran expulsado del Edén sin llegar a darse cuenta de que estaba en él. Procuró animarse recordando dos datos que había logrado sacar de los típicos comentarios que hacía Nicholas: que el entusiasmo poético de Joanna era algo simplón, y que siempre sería una persona aquejada de cierta melancolía religiosa. Por desgracia, estas ideas no le ofrecieron consuelo alguno.

Por fin apareció el taxi de Nicholas, que entró apresuradamente por la puerta del hotel. Jane echó a correr escaleras arriba justo cuando llegaba otro taxi.

—Ahí tenemos a la señora Dobell —dijo Greggie—. Son las seis y veintidós, nada menos.

En su ascenso, Jane se iba dando empellones con las chicas que bajaban de los dormitorios en nutridos grupos. Avanzando a trompicones, Jane se abrió paso entre ellas. Estaba deseando decirle a Tilly que ya venían a socorrerla.

—¡Jane! —exclamó una chica, alargando la vocal de su nombre—. Vigila esos malditos modales, que casi me matas tirándome por la barandilla.

Pero Jane subía implacable, escalón a escalón.

Ora duerme el pétalo carmesí, ora el blanco.

Al llegar arriba se encontró con Anne y Selina, que ahora estaban empeñadas en cubrir la parte inferior del cuerpo de Tilly para darle un aspecto decente. Todavía iban por las medias. Anne le sujetaba una pierna mientras Selina usaba sus largos dedos para irle subiendo la media poco a poco.

—Ya ha venido Nicholas —dijo Jane—. ¿Sabéis si ha salido al tejado ya?

—Ay, que me muero —aulló Tilly—. No puedo más. Llamad a George. Quiero que venga George.

—Por ahí sale Nicholas —dijo Selina.

Gracias a su altura pudo verle salir por la trampilla del ático del hotel, como había hecho últimamente, durante las serenas noches veraniegas. Nicholas tropezó con una alfombra enrollada que había junto a la portezuela, precisamente una de las alfombras que ellos habían sacado para poder tumbarse. Una vez recuperado el equilibrio, Nicholas se encaminó velozmente hacia el ventanuco de las chicas, pero entonces cayó de bruces al suelo, justo cuando un reloj daba las campanadas.

—Las seis y media —se oyó decir Jane en voz muy alta.

De pronto Tilly apareció a su lado, sentada en el suelo del cuarto de baño. Anne también estaba en el suelo hecha un ovillo, tapándose los ojos como si quisiera esconderse de algo. Apoyada en la puerta, Selina parecía anonadada. Abrió la boca para gritar y probablemente lo hizo, pero fue entonces cuando empezó a ascender una vibración que se fue imponiendo desde el jardín, convirtiéndose enseguida en un estallido colosal. La casa volvió a temblar y las chicas, que habían intentado sentarse, acabaron tiradas en el suelo. Todo estaba cubierto de cristales y Jane sangraba por alguna parte. Transcurrió un rato de silencio, que se hizo eterno. El rumor de las voces lejanas, de los gritos, de los pasos en las escaleras y los techos desmoronados hizo reaccionar al fin a las chicas. Jane vio, desenfocada, la cara gigante de Nicholas atisbando por el ventanuco desde fuera. Les estaba pidiendo que se levantaran inmediatamente.

—Ha explotado algo en el jardín —dijo.

—Es la bomba de Greggie —dijo Jane, intentando sonreírle a Tilly—. Resulta que Greggie tenía razón —añadió.

Aquello era tronchante, pero Tilly no se rio, sino que cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Como estaba medio desnuda, tenía un aspecto verdaderamente cómico. Jane soltó una sonora carcajada y miró a Nicholas, pero él tampoco parecía tener ni una pizca de sentido del humor.

En la calle, a las puertas del club, se veía una pequeña congregación formada por casi todas las socias que en el momento de la explosión estaban reunidas en las salas de la planta baja o en los dormitorios, donde la explosión se escuchó perfectamente, pero sin producir apenas daños. Por ahora ya habían acudido dos ambulancias y una tercera estaba en camino. En el vestíbulo del hotel los equipos de socorro trabajaban para reanimar a varias de las personas afectadas.

Entretanto, Greggie había decidido convencer a la señora de Felix Dobell de que era ella quien había avisado a las socias del club de que se prepararan para un desastre inminente. La señora Dobell, una señorona guapa de considerable altura, estaba en pie al borde de la acera, atenta a lo ocurrido, pero sin hacer demasiado caso a Greggie. Mientras oteaba el edificio con la sabia mirada de una topógrafa, mostraba una insólita serenidad, pese a estar algo aturdida por la explosión. Tras su aplomo había un malentendido, sin embargo, pues daba por hecho que en Inglaterra estallaban bombas olvidadas todos los días y, aparte de la alegría que le daba haber sobrevivido a un incidente bélico, ahora tenía una gran curiosidad en cuanto a las medidas que se iban a adoptar en un caso semejante.

—¿Cuándo calculáis que se disipará la nube de polvo? —preguntó.

—Ya sabía yo que había una bomba enterrada en el jardín —dijo Greggie una vez más—. Lo sabía. He dicho mil veces que había una bomba. Los expertos no la vieron. No la vieron.

Las mujeres que miraban al edificio vieron unas cabezas en uno de los dormitorios de arriba. De pronto la ventana se abrió. Una chica se puso a dar gritos, pero tuvo que apartarse porque se atragantaba con la densa polvareda que rodeaba la casa.

Cuando empezó a salir humo, costaba distinguirlo de la nube de polvo resultante de la explosión. Una tubería de gas reventada provocó un incendio en las calderas que se fue extendiendo sigilosamente por el sótano. Las tímidas llamas pronto fueron feroces llamaradas. La planta de abajo se convirtió en un crepitante infierno de fuego que lamía los grandes cristales de las ventanas buscando la madera de los entrepaños, mientras Greggie insistía en convencer a la señora Dobell. El runrún de su vocecilla se entremezclaba con los gritos desesperados de las chicas y de la gente de la calle, con las estridentes sirenas de las ambulancias y de los coches de bomberos.

—Teníamos un noventa por ciento de posibilidades de estar en el jardín al explotar la bomba —decía Greggie—. ¡Y pensar que íbamos a salir al jardín antes de cenar! Ahora estaríamos las dos muertas, asesinadas, enterradas. Un noventa por ciento de posibilidades, señora Dobell.

—Es algo espantoso —dijo la aludida con la mirada vidriosa de una iluminada, añadiendo con voz entrecortada—: En momentos como este se impone la discreción, que es una prerrogativa de la mujer.

Sus sentidas palabras formaban parte de la charla que pensaba dar después de cenar. Entre frase y frase, la señora Dobell escudriñaba los rostros del gentío que la rodeaba, buscando el de su marido. La aguerrida dama tardaría una semana en acusar los efectos de la explosión, cosa en la que se le había adelantado la directora del club, a quien dos bomberos se llevaban en una camilla.

—¡Felix! —gritó la señora Dobell.

Su marido salía en ese preciso momento del hotel contiguo al club, con el uniforme color caqui verdoso cubierto de hollín y oscuros brochazos de grasa. Tras reunirse con su esposa le explicó que venía de investigar la parte trasera del club.

—Los ladrillos de los muros parecen poco firmes —dijo—. La mitad superior de la escalera de incendios se ha desmoronado. Unas pobres chicas se han quedado atrapadas dentro del edificio. Los bomberos les están diciendo que suban al último piso. Las van a tener que sacar por una claraboya que da a la azotea.

—¿Quién dices que eres? —preguntó lady Julia.

—Soy Jane Wright. Llamé la semana pasada para ver si podía usted averiguar algo más sobre…

—Ah, ya. Pues me temo que el Ministerio de Exteriores nos ha dado muy poca información. Como ya sabrás, jamás emiten comunicados oficiales. Por lo que he podido colegir, el hombre este se había convertido en un auténtico incordio, porque estaba empeñado en predicar contra las supersticiones locales. Le habían dicho que se la estaba jugando y al final le han dado su merecido. ¿Y tú de qué le conocías?

—Se trababa con varias de las chicas del May of Teck en sus tiempos de civil, quiero decir, antes de meterse en la Orden esa. Estaba en el club la noche de la tragedia, incluso, y por eso…

—Pues entonces le debió de afectar el cerebro. Algo le pasó, eso seguro, porque se rumoreaba que estaba completamente ido, aunque nadie lo dijera claramente…

La claraboya, clausurada desde hacía años por orden de una directora que se puso histérica cuando un hombre se coló en el club para visitar a una chica, se acabaría abriendo tarde o temprano. Bastaba con que alguien decidiera llamar a los bomberos. Era cuestión de tiempo.

Pero ese día concreto el tiempo no era un factor a tener en cuenta. Desde luego no lo era para las chicas del May of Teck, trece nada menos, que se quedaron atrapadas con Tilly Throvis-Mew en las plantas superiores de la residencia cuando, tras la explosión del jardín, el fuego empezó a extenderse por el edificio. Una parte enorme de la escalera de incendios —esa escalera perfectamente segura que salía en el manual de emergencias leído en voz alta a las socias durante la cena— era ya una gigantesca chatarra con forma de zigzag y estaba tirada en mitad del jardín, rodeada de tierra removida en la que se veían las raíces de las plantas.

El tiempo, temido por las mujeres que esperaban en la calle y por los bomberos que trabajaban en la azotea, era solo un remoto recuerdo para las chicas del último piso, que no solo seguían aturdidas por el efecto de la explosión, sino que, al reaccionar un poco y mirar a su alrededor, se quedaron atónitas ante la repentina dislocación de todo su entorno cotidiano. En la pared del fondo había un hueco por el que se veía el cielo. Para esas chicas de la Inglaterra de 1945, que estaban viviendo su propia tragedia, el tiempo era algo tan insignificante y remoto como lo habría sido si todas ellas fueran las ingrávidas astronautas de un cohete espacial. Por eso sucedían cosas tan extrañas como que Jane se levantara de pronto y echara a correr hacia su habitación donde, llevada por su instinto animal, agarró y engulló entero el gran pedazo de chocolate que seguía intacto sobre su mesa. La sustancia dulzona le dio fuerzas al instante. Cuando regresó al cuarto de baño vio que Tilly, Anne y Selina se estaban poniendo en pie lentamente, y oyó unos gritos que parecían venir del tejado. Una cara desconocida apareció por el ventanuco al que una mano enorme le arrancó de cuajo el marco de madera.

Pero el fuego ya subía por la escalera principal, precedido de unos heráldicos tirabuzones de humo y unas llamas que se deslizaban sigilosamente por las barandillas.

Las chicas que estaban en sus habitaciones del segundo y tercer piso en el momento de la explosión resultaron menos afectadas que las de la parte superior del edificio, seriamente dañada en un bombardeo al inicio de la guerra. Las chicas del segundo y tercer piso tenían heridas y moratones, pero estaban más impresionadas por el estruendo que gravemente afectadas por la explosión.

Varias de las chicas del dormitorio del segundo piso tuvieron los suficientes reflejos como para lanzarse escaleras abajo, y así lograron salir a la calle en el lapso entre el estallido de la bomba y el comienzo del fuego. Las diez restantes hicieron varias intentonas de huir por la misma vía, pero se toparon con las llamas y tuvieron que retroceder.

Joanna y Nancy Riddle, que acababan de terminar la clase de elocución, estaban en la puerta de la habitación de Joanna cuando estalló la bomba y gracias a ello se libraron de las esquirlas de cristal de la ventana. Pero Joanna se cortó la mano con el cristal de un diminuto reloj de viaje al que estaba dando cuerda en ese instante. Por eso se enteró de la gravedad del suceso cuando las chicas de su planta se pusieron a chillar al ver ascender el fuego por la escalera y fue ella quien exclamó:

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