Las señoritas de escasos medios (5 page)

Recordé a Chatterton, el prodigio aquel

cuyo recio espíritu murió por su altivez,

embozado en la gloria y el placer,

tras su yugo no pensó jamás volver.

Divinos nos hacía el valer

a los poetas nacidos con ventura,

llevados al hastío y la locura.

—Ojalá vuelva al «Naufragio del
Deutschland
» —dijo Judy Redwood—. A Hopkins lo borda.

—Recuerda que el énfasis va en Chatterton, seguido de una breve pausa —se oyó decir a Joanna. Y la alumna de Joanna recitó:

—Recordé a Chatterton, el prodigio aquel.

El nerviosismo en torno al ventanuco duró lo que quedaba de tarde. La labor intelectual de Jane continuaba con el trasfondo de las voces procedentes de la gran habitación donde estaban los aseos. Ya habían vuelto las otras dos inquilinas del piso superior, tras pasar el fin de semana con la familia en el campo. Una era Dorothy Markham, la sobrina pobre de lady Julia Markham, presidenta del comité del club, y la otra Nancy Riddle, una de las numerosas hijas de cura que habían pasado por la institución. Como Nancy quería quitarse el acento de la zona de las Midlands, daba clases de elocución con Joanna.

Jane, concentrada en su labor intelectual, supo por las voces que llegaban del cuarto de baño que Dorothy Markham había conseguido escabullirse por la ventana. Dorothy tenía noventa y tres centímetros de cadera y solo setenta y nueve de pecho, cosa que no la desanimaba, pues pensaba casarse con uno de los tres hombres de su séquito a quienes les gustaban las mujeres de cuerpo aniñado y, sin saber tanto del asunto como su tía, Dorothy era consciente de que su cuerpo sin caderas ni pecho siempre gustaría a ese tipo de hombre que se sentía más cómodo con una mujer escurrida. Dorothy era capaz de emitir, a cualquier hora de la noche o el día, una cháchara de colegiala que animaba a deducir que cuando no estaba hablando, comiendo o durmiendo, sencillamente no pensaba en nada, salvo en sus típicos latiguillos: «Una comida bestial». «Qué boda tan fenomenal.» «Parece ser que él la violó y ella se quedó pasmada.» «Una película atroz.» «Estoy asquerosamente bien, gracias. ¿Y tú?»Su voz, que venía del cuarto de baño, distrajo a Jane.

—Maldita sea. Me he manchado de hollín. Estoy hecha una asquerosidad.

Abriendo la puerta de Jane sin llamar, asomó la cabeza y dijo:

—¿Tienes un poquillo de jaboncillo?

Varios meses después volvió a aparecer en la puerta de Jane y anunció:

—Qué espanto. Estoy
embarazosa.
Vente a la boda.

Cuando le pidió que le prestara su jabón, Jane dijo:

—¿Me dejas quince chelines si te los devuelvo el viernes?

Era su recurso de emergencia para librarse de alguien cuando estaba en plena labor intelectual.

A juzgar por el ruido, era evidente que Nancy Riddle se había quedado atascada en la ventana y se estaba poniendo histérica. Pero al fin lograron sacarla y tranquilizarla, como atestiguaba la gradual sustitución de las vocales de las Midlands por las vocales inglesas en las voces procedentes del cuarto de baño.

Jane siguió con su trabajo, diciéndose que debía seguir en la lucha. El club entero usaba la misma expresión a todas horas, procedente de las chicas vírgenes de los internados, que la habían aprendido a su vez de los soldados.

De momento, Jane había dejado de leer el manuscrito, que tenía su intríngulis. De hecho aún no había captado el tema del libro, cosa necesaria para elegir el fragmento concreto que se iba a poner en tela de juicio, aunque ya se le había ocurrido el comentario que pensaba sugerirle a George para que se lo dijera al autor: «¿No te parece que esta parte resulta algo
derivativa
?». La idea era fruto de un momento de inspiración.

Pero ahora tenía el libro relegado. En ese momento estaba dedicada a un serio trabajo adicional, por el que además le pagaban. El asunto tenía que ver con Rudi Bittesch, a quien odiaba en aquella etapa concreta de su vida, por su aspecto poco atractivo. Aparte de todo lo demás, era demasiado mayor para ella. Cuando se deprimía procuraba recordar que solo tenía veintidós años, porque la idea siempre conseguía animarla. Ojeó la lista de autores famosos que le había dado Rudi, con las direcciones correspondientes, para ver quién le faltaba. Sacó una cuartilla y escribió la dirección de la casa de campo de su tía abuela, seguida de la fecha. A continuación puso:

Querido señor Hemingway:

Le envío esta carta a su editorial con la convicción de que se la harán llegar.

Aquel era un preámbulo aconsejable, según Rudi, porque a veces los editores recibían instrucciones de abrir las cartas de los autores y tirarlas a la basura si el contenido no parecía tener ningún interés comercial, pero este comienzo, leído por un editor, tal vez lograra «llegarle al corazón». En cuanto al resto de la carta, lo podía escribir ella a su completo antojo. Tras esperar unos instantes a que le llegara la inspiración, Jane escribió:

Estoy segura de que recibirá muchas cartas entusiastas y por ello he dudado antes de añadir una más a su buzón. Pero desde que salí de la cárcel, donde he pasado los últimos dos años y cuatro meses de mi vida, cada vez me parece más importante que sepa lo mucho que han significado sus novelas para mí durante todo ese tiempo. En prisión recibía pocas visitas. Las escasas horas de ocio que tenía cada semana las pasaba en la biblioteca. Por desgracia, en la sala no había calefacción, pero la lectura me ayudaba a entrar en calor. Ningún libro me dio tanto ánimo para afrontar el futuro y forjarme una nueva vida al salir como Por quién doblan las campanas. Su novela me devolvió las ganas de vivir.

Solo quería hacérselo saber y darle las gracias.

Sinceramente, (Señorita)

J. Wright

P.D.: Esta carta no es para pedirle nada. Le aseguro que si optara por enviarme dinero, no dudaría en devolvérselo.

En caso de que la carta le llegara, era posible que Hemingway le respondiera de su propia mano. Era más fácil obtener contestación con una misiva enviada desde la cárcel o el manicomio que con un texto más clásico, pero además había que saber elegir un escritor «con corazón», como decía Rudi. Los escritores sin corazón no solían responder, y si lo hacían, escribían a máquina. Por una carta escrita a máquina y firmada, Rudi pagaba dos chelines si el autógrafo en cuestión escaseaba, pero si la firma del autor era fácil de conseguir y la carta se limitaba a una simple respuesta formal, no pagaba nada. En el caso de una carta manuscrita daba cinco chelines por la primera página y un chelín por cada una de las siguientes. Jane debía agudizar el ingenio, por tanto, para dar con el tipo de carta que llevara al destinatario a responder con un texto totalmente hológrafo.

Lo que sí pagaba Rudi era el papel de escribir y los sellos. Decía que las cartas le interesaban «por motivos sentimentales, para tenerlas en mi colección». Era cierto, porque Jane había visto la colección con sus propios ojos. Pero sospechaba que las conservaba pensando que su valor aumentaría año tras año.

—Si las escribo yo, me salen menos auténticas y no consigo ninguna respuesta interesante. Además, el inglés que hablo yo no es el mismo que el de una joven inglesa como tú.

Jane también hubiera querido tener su propia colección, pero como le hacía falta el dinero que se ganaba con las cartas, no podía permitirse el lujo de guardarlas con vistas al futuro.

—Jamás pidas dinero en tus cartas —le advirtió Rudi—. No saques el tema del dinero. Podrían acusarte de cometer un delito de estafa.

Pero en uno de sus momentos de inspiración, a Jane se le ocurrió lo de añadir la posdata, por si acaso.

Al principio le preocupaba que alguien descubriera su treta y acabara metiéndose en un lío. En cuanto a eso, Rudi la tranquilizó.

—Tú dices que es una pequeña broma. No es un delito. Además, ¿quién se va a poner a hacer comprobaciones? ¿Crees que Bernard Shaw se va a dedicar a hacerle preguntas sobre ti a tu anciana tía? Bernard Shaw es un hombre célebre.

Bernard Shaw, de hecho, había resultado decepcionante. Respondió a la carta de Jane con una postal escrita a máquina:

Gracias por su carta alabando mis escritos. Ya que dice que la han consolado de sus desgracias, no abundaré en mis comentarios personales. Y puesto que dice no querer dinero, no le enviaré mi firma hológrafa, que tiene un cierto valor. G. B. S.

Las iniciales también estaban a máquina. Con el tiempo, Jane había ido ganando experiencia en el asunto. Con su carta sobre un hijo ilegítimo consiguió una amable respuesta de Daphne du Maurier, por la que Rudi pagó el precio estipulado. Con algunos autores lo que funcionaba era una pregunta sobre algún asunto académico como la intención subyacente. Un día, en un momento de inspiración, Jane escribió una carta a Henry James y se la mandó al Ateneo.

—Eso que hiciste fue una bobada, la verdad, porque James está muerto —dijo Rudi.

—¿Te interesa una carta de un escritor llamado Nicholas Farringdon? —le preguntó ella.

—No —dijo él—. A Nicholas Farringdon le conozco. No vale nada. Lo más probable es que jamás llegue a ser un escritor célebre. ¿Qué ha escrito? —Un libro llamado
Los cuadernos sabáticos.
—¿Es de tema religioso?

—Bueno, él dice que es sobre filosofía política. Consiste en una serie de notas y pensamientos.

—El título tiene un cierto tufillo a religión. Ese hombre acabará convertido en un catolicón devoto del Papa. Ya lo predije yo antes de la guerra, por cierto.

—Pues es un hombre con muy buena pinta.

Jane odiaba a Rudi, que no era nada atractivo. Tras poner la dirección y el sello a la carta de Ernest Hemingway, lo marcó en la lista como «Hecho», y anotó la fecha junto al nombre. Ya no se oían las voces de las chicas en el cuarto de baño. La radio de Anne cantaba:

En el Ritz cenaban los ángeles

y en Berkeley Square cantaba un ruiseñor.

Eran las seis y veinte. Tenía tiempo para escribir otra carta antes de cenar. Jane repasó la lista.

Querido señor Maugham,

Le envío esta carta a su club con la convicción…

Tras pararse a pensar, Jane se comió una onza de chocolate para mantener activo el cerebro durante el tiempo que le quedaba antes de la cena. Podía ser que a Maugham no le gustaran las cartas carcelarias. Rudi le había contado que tenía una opinión muy cínica de la humanidad. En un momento de inspiración recordó que Maugham había sido médico. Quizá fuera buena idea escribirle desde un sanatorio. En este caso podía llevar dos años y cuatro meses enferma de tuberculosis. Al fin y al cabo, era una dolencia imposible de atribuir al género humano y, por tanto, incapaz de inspirarle ningún cinismo. Mientras lo meditaba le empezaron a entrar remordimientos por haberse comido el chocolate y dejó lo que quedaba al fondo de un estante del armario, como quitándoselo de la vista a un niño pequeño. La voz de Selina desde el cuarto de Anne pareció confirmar el acierto de esconder el chocolate así como la equivocación de haberse comido un trozo. Entre tanto, Anne había apagado la radio y se oía a las dos chicas hablando. Selina estaría echada en la cama de Anne con su languidez de siempre, lo que se confirmó cuando Selina empezó a repetir, con lentitud y solemnidad, las Dos Frases.

Las Dos Frases eran un sencillo ejercicio nocturno prescrito por la Instructora Jefe del Cursillo de Compostura que había estado estudiando Selina en los últimos tiempos, por correspondencia, en doce lecciones, y que le había costado cinco guineas. El cursillo recomendaba firmemente la autosugestión y aconsejaba a la mujer trabajadora que quisiera mantener la compostura repetir dos veces al día las dos siguientes frases:

La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social.

Vestimenta elegante, limpieza inmaculada y modales perfectos contribuyen a lograr la seguridad en una misma.

Hasta Dorothy Markham interrumpía su cháchara durante unos segundos, a las ocho y media de la mañana y a las seis
y
media de la tarde, por respeto a Selina. Todo el piso de arriba le guardaba respeto. Al fin
y
al cabo, el asunto le había costado cinco guineas. Los dos pisos inferiores se mostraban indiferentes. Pero las chicas salían de los dormitorios al rellano a escuchar, atónitas, aquella palabrería que se aprendían con alegre ferocidad, para hacer reír a sus novios los soldados como descosidos, pues esa era la expresión que usaban en sus círculos. Por otra parte, las chicas de los dormitorios tenían envidia de Selina, porque sabían que jamás alcanzarían su categoría en cuanto a la apariencia física.

Ya hacía un buen rato que las Frases habían dejado de oírse cuando Jane puso fuera de su vista
y
de su alcance lo que le quedaba de chocolate. Entonces siguió escribiendo la carta. Jane llevaba ya bastante tiempo con tuberculosis. Soltando una tosecilla, paseó la mirada por la habitación: un lavabo, una cama, una cómoda, un armario, una mesa con una lámpara, una silla de mimbre, una silla de madera, una estantería, una estufa de gas y un contador para medir su consumo, chelín a chelín. Por un instante, a Jane le dio la impresión de estar realmente en la habitación de un sanatorio.

—La última vez —dijo la voz de Joanna desde el piso de abajo.

Estaba dando clase a Nancy Riddle, que en ese preciso momento parecía estar empezando a dominar las vocales inglesas básicas.

—Y una vez más —dijo Joanna—. Tenemos el tiempo justo antes de cenar. La primera estrofa la leo yo y tú me sigues.

Hileras de manzanas en el desván

y la luz que una claraboya deja entrar.

Manzanas de color aguamar

y una nube sobre la luna otoñal.

Capítulo 4

E
stábamos en julio de 1945, tres meses antes de las elecciones generales.

Bajo las sombrías vigas, hileras de manzanas

que sobre el corvo suelo atraen la luna temprana.

Cada manzana luce cual luna vana.

Y bajo la escalera, ay, no suena nada.

—Ojala vuelva al «Naufragio de
Deutschland
» —insistió Judy.

—¿Tú crees? A mí me gusta «Manzanas a la luz de la luna» —respondió alguien.

En este momento Nicholas Farringdon se hallaba en su trigésimo tercer año de vida. Tenía fama de anarquista, pero en el club May of Teck nadie se lo acababa de creer, dado lo corriente de su aspecto. Es decir, tenía la apariencia algo disipada del bala perdida procedente de una buena familia inglesa, cosa que era, por cierto. A mediados de la década de 1930 abandonó Cambridge. Sus hermanos —dos contables y un dentista— lo describían como «un poco desastre, la verdad», algo que no sorprendía a nadie.

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