Las tres heridas (77 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

»Un día se presentó en mi casa y me dijo que tenía que ir a Segovia. Nadie puso ninguna objeción a que le acompañase. Con la pesadumbre de que volvía a visitar a Andrés sin llevar a Mercedes conmigo, nos pusimos en marcha hacia el hospital segoviano. Tuve que sufrir las mismas lisonjas, cada vez más directas, sobre las intenciones que Jorge tenía hacia mí, incluso me llegó a decir que había hablado con Mario sobre sus intenciones de cortejarme.

—Algo tendré que decir yo a eso, ¿no crees? —le espeté, molesta.

Pero él actuó como si no me hubiera oído, como si mi opinión no le interesara. Continuó parloteando de nuestro futuro como si ya le perteneciera.

Cuando llegamos al hospital, la monja que nos había atendido nos reconoció y se acercó. En su gesto era evidente la preocupación.

—Menos mal que han llegado. Desde ayer estoy intentado avisarla pero las comunicaciones están muy mal. Se muere. Quiere ver a su esposa.

—No he podido traerla.

La monja movió la cabeza con pesadumbre y se persignó mordiéndose el labio.

—No resistirá ni unas horas, pobre hombre —me miró como si me fuera a contar algo milagroso—. Yo diría que se está manteniendo con vida sólo por verla una última vez.

Con prisa, seguí a la monja por los mismos pasillos y escaleras que recorrimos la primera vez. Jorge decidió quedarse esperando junto al coche. Lo preferí. Llegamos a la sala donde yacía Andrés. Me adelanté a la hermana para alcanzar su cama. Ella dirigió su atención hacia otro enfermo que la reclamó a su paso.

Agarré su mano huesuda como los restos de un armazón. Estaba fría y su piel era áspera y seca. Me conmovió ver sobre su pecho, a la altura del corazón, el anverso de la foto de Mercedes (con la fecha y su nombre escritos a lápiz), como si los dos estuvieran juntos a través de aquella imagen. Mis labios parecían sellados. Cómo decirle que no podría ver a su amada.

Noté una ligera presión y abrió los ojos. Sus labios apenas se movieron pero oí su voz.

—Mercedes…

—No ha podido venir —balbucí con palabras temblonas, sin apenas fuerza—, pero vendrá pronto, me ha dicho… me ha dicho que te ama más que a su vida, y que la esperes.

Se me trabó la voz y callé para evitar el llanto. No le había mentido. Mercedes me había dicho cientos de veces lo mucho que amaba a ese hombre que ahora caminaba al filo de la muerte.

—No puedo…

Su voz era un ligero susurro, pero sus ojos expresaban tanto que, mirarlos, me rompió el corazón.

—Me muero… Dile que… dile que la esperaré siempre… que la quiero y que siento… que siento no haber podido hacerla feliz…

Mis lágrimas se desbordaron sin control, llenando mis mejillas de la ácida calidez del llanto.

—No te mueras, Andrés, no puedes dejarla ahora.

De repente me apretó un poco más la mano, y movió ligeramente la cabeza hacia mí.

—Llévame a Móstoles… quiero que me entierren allí… te lo suplico —sus ojos brillaron y su nuez prominente se movió en la garganta—. ¿Harás eso por mí? ¿Lo harás?

—Lo prometo. Te llevaré a Móstoles.

Cerró los ojos como si se dispusiera al descanso. De entre los párpados, se le escapó una lágrima.

—Allí la esperaré…

No dijo nada más. Su mano se distendió y quedó inerte entre la mía.

Su muerte me trastocó tanto que la monja, al verme desfallecer junto a la cama, hundida en una impotencia demoledora, tuvo que avisar al médico para que me atendiera. Jorge también acudió a la sala, inquieto por mi estado. Después de una hora de confusión, Jorge se brindó solícito a cumplir la última voluntad de Andrés. Realizó de manera rápida y efectiva todos los trámites, y a los dos días regresamos a Segovia para llevarnos el cadáver de Andrés al cementerio de Móstoles. El único inconveniente que surgió fue que no pudo acompañarme hasta mi destino porque tenía algo urgente que resolver en Madrid, por lo tanto, tuve que enfrentarme sola a aquel extraño entierro, llevando como única compañía al conductor de la funeraria, en cuyo coche se trasladaba el féretro. No me dirigió ni una sola palabra en todo el trayecto. Su aspecto era marmóreo y ausente. Supuse que debía de haberse acostumbrado a guardar silencio, a pasar desapercibido en momentos en los que sobran las palabras, en las que es inútil el consuelo, y agradecí ese mutismo obligado. Me sentía rota por dentro. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas pensando en Mercedes, la irreversible quiebra de su vida, la pérdida del único asidero que la había mantenido a flote durante aquellos tres años de terrible y angustiosa espera. Cómo decirle que Andrés, en su último suspiro, la había llamado suplicando su presencia, y que, otra vez, mi familia, la había privado de la despedida definitiva, de las últimas palabras, del último beso. Las lágrimas brotaban de mis ojos y resbalaban por mi rostro, abrasándome la piel con su líquido irritante. Los suspiros se escapaban de mis labios, desesperada por la desolación con la que seguía sembrada mi vida.

Llegamos al cementerio de Móstoles a media tarde. Buscamos la puerta, pero había desaparecido, junto con un tramo de la tapia, por efecto de una bomba. Un montón de escombros se acumulaban a un lado y a otro de lo que, en su día, debió de ser el acceso al camposanto. El conductor detuvo el vehículo funerario y se bajó. Observé cómo se acercaba a un muchacho que salía a nuestro encuentro. Abrí la portezuela y descendí lenta, ajena a lo que los dos hombres hablaban entre sí. A lo lejos, se veían las casas enfoscadas de blanco, con los tejados a dos aguas, irregulares, de teja roja. Me volví para ver el campo detrás del cementerio, seguramente, y según me había contado Mercedes, sería la tierra que labraron las manos de Andrés. Los signos de abandono tras los tres años de guerra eran evidentes, a pesar de que había empeño y prisa porque todo volviera a la normalidad perdida. Se reconstruían las casas destrozadas por las bombas y los saqueos, se volvían a trazar caminos y carreteras, los hombres que habían sobrevivido, regresaban a los campos para sacar de la tierra el fruto de su trabajo; sin embargo, habría de pasar mucho tiempo hasta que las gentes, los campos, el aire, el día y la noche, volvieran a retomar esa normalidad tan anhelada.

Salí de mi ensimismamiento cuando el conductor se dirigió hacia mí.

—Señora, el sepulturero dice que hasta mañana no se le puede dar sepultura porque es tarde y el cura no está disponible para darle el responso. Yo tengo que marchar a Madrid, no puedo quedarme, y mañana ya no podré regresar porque hay mucho trabajo. He acordado con él que le descargamos el féretro y que él se encarga de darle tierra.

Yo lo miraba aturdida, sin conectar demasiado con sus palabras. Me saqué del bolsillo la foto de Mercedes que Andrés había llevado hasta el momento de su muerte. Tenía la intención de dejarla en la sepultura, pero luego pensé que lo mejor sería devolvérsela a ella para que la dejase ella misma. La observé durante un rato bajo la atenta mirada del conductor, que esperaba impaciente mi decisión. Tenía tanta pena y tan pocas lágrimas que sentí una dolorosa punzada de sequedad en la garganta. Levanté los ojos y le miré fijamente.

—No me moveré de aquí hasta que quede enterrado —cerré los labios, intentando mantener una dignidad que se me escapaba por cada poro de mi piel—. Se lo prometí —se me quebró la voz y sentí que me temblaba la barbilla.

—Yo, señorita, lo siento en el alma, pero no puedo esperar, tengo que regresar, y ya le digo, mañana imposible, ni siquiera pasado, hay mucho trabajo y ya he perdido hoy todo el día con este traslado, entiéndalo…

No podía marcharme sin cumplir mi promesa. Mientras escuchaba las palabras de disculpa del conductor, miré por encima de su hombro atisbando al muchacho que esperaba a la descarga del féretro. Era un chico de aspecto despistado, imberbe aún, que no debía de haber cumplido los veinte años.

—¿Ése es el sepulturero? —pregunté al conductor.

—Sí, señora.

—Demasiado joven para esto ¿no?

El conductor se volvió hacia él un instante, como si quisiera comprobar, realmente, su juventud. Encogió los hombros conforme.

—De algo hay que vivir, y teniendo en cuenta los tiempos que corren, mejor ganarse la vida enterrando muertos que no que lo entierren a uno.

Tomé aire y, por primera vez desde hacía días, pisé con firmeza el suelo bajo mis pies y me acerqué a aquel adolescente metido a enterrador.

—Este difunto tiene que ser sepultado hoy mismo.

—Ya le he dicho al de la funeraria que hoy es imposible. Es muy tarde, no hay fosa abierta, no está el cura para el responso, y…

—¿Cómo te llamas? —la interrupción y la pregunta lo desconcertaron.

—Eugenio.

—Eugenio, te pagaré bien si abres una fosa y lo entierras.

El muchacho abrió la boca y la volvió a cerrar cuando me vio hurgar en mi bolso, del que extraje mi cartera. Llevaba días retirando dinero del Banco (y, por qué no decirlo, sisando de lo que veía en casa donde entraban cantidades como si fuéramos ricos) por si acaso lo necesitaba para Arturo; y como no me fiaba de nadie, siempre lo llevaba en mi bolso. Conté el dinero. Eran casi seis mil pesetas. Levanté los ojos para ver a Eugenio mirando absorto los billetes, tres de mil, dos de quinientos, y los sustraídos del cajón de la mesa de mi padre, de cincuenta y veinticinco.

—¿Cuánto necesitas?

Eugenio alzó el rostro para mirarme. Tenía cara de bobalicón y me di cuenta de que, posiblemente, nunca hubiera visto tanto dinero junto a su alcance.

—Pues… yo… verá, es que el difunto, perdóneme usted, pero no tiene sepultura, tendría que mirar si hay algún familiar…

—Compraré una tumba. Si es mía, podré enterrar a quien yo quiera, ¿no?

—Bueno, sí…, pero, entiéndalo, si tengo que ponerme a cavar…

Enmudeció cuando me vio contar los billetes: los tres de mil, más los dos de quinientos.

—¿Es suficiente? —pregunté tendiéndole las cuatro mil pesetas.

Como el chico no se movía (seguramente, no por ser poco, sino por la estupefacción que estaba recibiendo ante lo que le ofrecía), y como mi urgencia era muy superior a todo el oro del mundo, conté otras mil pesetas más, y se las di con insistencia. El sepulturero tomó el dinero en su mano y me miró con la boca abierta, incapaz de hablar.

De esa forma compré la sepultura para que Andrés Abad Sánchez pudiera descansar en una tumba propia y no fuera arrojado, como me estaba temiendo, a una fosa común. Además, le encargué unas misas y un responso por su alma, y una lápida de mármol con su nombre y la fecha de su muerte (recuerdo que se lo apunté todo en un papel que metió en uno de sus bolsillos, junto con el fajo de billetes). Las misas y el responso no sé si se llegarían a celebrar, pero de lo que sí estoy segura es que no encargó la lápida de mármol. Aquel muchacho con aire desangelado no dio razón del enterramiento de Andrés Abad y con ello le condenó a un terrible olvido.

—En realidad, sí lo hizo —aduje—, dejó constancia del enterramiento, del dinero entregado por la sepultura y de la lápida, incluso de las misas.

Le conté el hallazgo casi milagroso que había hecho Martina en el cuaderno del cura, y también de sus propias especulaciones sobre la asignación de «desconocido» a unos restos perfectamente conocidos.

—Ya da igual —añadió a mis palabras—, el daño que causó la palabra «desconocido» sobre su tumba ha quedado enmendado por fin; ya le dije que los muertos no conocen la prisa.

—¿Usted no llegó nunca a enterarse del entuerto?

—No, hasta que regresé a Madrid, tras la muerte de Jorge Vela. El primer día que pisé España, cogí un taxi y me presenté en Móstoles. Tenía que saber si Mercedes había regresado allí. Cuando llegué a la calle de la Iglesia, ya no era de la Iglesia, y no sólo había cambiado el nombre sino toda su fisonomía. En las ruinas de su casa habían levantado un bloque de pisos. Me dirigí al cementerio. Estaba todo tan cambiado que si no hubiera ido en taxi me habría resultado imposible encontrarlo. El cementerio, tragado por la ciudad, había sido ampliado casi al doble, incluso han cambiado el acceso, porque ya no existe la puerta por donde yo entré siguiendo el féretro que portaba el cuerpo de Andrés. Durante un buen rato, intenté encontrar por mí misma la lápida con su nombre, pero no me quedó más remedio que preguntar al sepulturero. Por supuesto, ya no era Eugenio; era otro más joven. Su contestación me desconcertó. En efecto, había una tumba de mi propiedad, pero los datos de los restos enterrados en ella figuraban como «desconocido». Andrés Abad Rodríguez había permanecido allí todos esos años, ignorado y olvidado por todos, velado a la memoria de todos los suyos. Pero yo sabía que él estaba allí, porque yo presencié esa inhumación. Decepcionada por no encontrar noticia alguna que me indicase qué había sido de Mercedes, dejé las cosas como estaban. Mi estancia en España en ese tiempo fue muy limitada y tenía demasiados asuntos que arreglar. Regresé a Argentina y continué con mi vida.

—¿Nunca supo qué fue de Mercedes? —le pregunté extrañado.

Me miró con los ojos llenos de amargura y movió la cabeza negando. Después, aspiró el aire y lo dejó salir poco a poco, con un visaje triste.

—Lo único que pude saber de ella me lo dijo Jorge unos días antes de nuestra boda y, según sus palabras, para acabar de una vez por todas con mi tenaz e impertinente insistencia. Me confesó que no me había dicho nada cumpliendo órdenes expresas de mi hermano Mario, y me suplicó (creo que fue la última vez que me pidió algo), que no dijera ni una palabra sobre el asunto porque los dos (esto me lo remarcó con cierto tono de amenaza) nos la jugábamos. Estaba en la cárcel de Ventas. Se la acusaba de haber dado apoyo y cobijo a un grupo de comunistas que habían testificado contra ella; la acusación, como se puede imaginar, era falsa. El juicio iba a celebrarse al día siguiente. Pero lo peor es que se pedía para ella la pena de muerte. Accedió a mis súplicas y me llevó a la prisión para intentar verla. Fue entonces cuando le llevé los cuadernos escolares, algo de ropa y comida, y también la llevé esta caja de hojalata con las cartas de Andrés y la foto. Además, le escribí una carta muy larga, en la que desbordé todas mis culpas, mis remordimientos y mis pecados hacia ella; le conté la existencia de su hijo, la muerte de Andrés y su último deseo de verla, y sobre todo de que la esperaba en su tierra, Móstoles. Le pedí perdón por todo el daño que la había provocado mi familia, y le prometí que buscaría a su hijo Manuel aunque fuera lo último que hiciera en mi vida, para decirle la clase de padres extraordinarios que tuvo.

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