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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (27 page)

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Ahora ya los conocíamos. Sabíamos cómo conducía el delgaducho, con sus acelerones, sus giros cautos, su costumbre de calcular mal la anchura del camino de entrada de la casa de los Lisbon y por ello aplastarles el césped con las ruedas. Conocíamos la inflexión del sonido que emite una sirena al pasar, fenómeno que Therese había identificado correctamente como efecto Doppler la tercera vez que se presentó la ambulancia, aunque no la cuarta porque entonces también ella había encontrado su punto de inflexión, girando hacia abajo, lejos, en lentas espirales, sensación análoga a sentirse engullido por los propios intestinos. Sabíamos que el gordo tenía la piel sensible y que la navaja de afeitar le llenaba la cara de mataduras, que llevaba una cuña metálica en el tacón del zapato porque tenía la pierna izquierda más corta que la derecha y que cuando pasaba por el camino de entrada arrancaba de la gravilla una especie de ruidito irregular. Sabíamos que el delgaducho tenía el cabello graso porque el día que vinieron a recoger a Cecilia llevaba los cabellos largos como Bob Seger, mientras que ahora, un año después, ya no tenía todo aquel plumón y parecía una rata ahogada. Ignorábamos sus verdaderos nombres, pero estábamos empezando a intuir la condición de sus vidas de sanitarios, el olor de los vendajes y de las máscaras de oxígeno, el sabor de cenas previas a calamidades sobre bocas resucitadas, el perfume de la vida desvaneciéndose más allá de sus caras hinchadas, la sangre, las salpicaduras del cerebro estallado, las mejillas azules, los ojos desencajados y —en nuestro mismo vecindario— la sucesión de cuerpos fláccidos con brazaletes mágicos y relicarios de oro en forma de corazón.

Cuando llegaron por cuarta vez, ya estaban perdiendo la fe. La ambulancia hizo la misma parada brusca, los neumáticos chirriaron, las puertas se abrieron, pero cuando los sanitarios bajaron ya habían perdido su aspecto gallardo y quedó claro que ahora sólo eran dos hombres que temían ser humillados.

—Son los dos de siempre —dijo Zachary Larson, cinco.

El gordo miró al delgaducho y ambos se encaminaron hacia la casa, aunque esta vez sin equipo alguno. La señora Lisbon, con la cara lívida, abrió la puerta. Señaló con el dedo hacia el interior, pero no dijo nada. Cuando entraron los sanitarios, se quedó junto a la puerta y se ciñó el cinturón de la bata. Por dos veces rectificó con el dedo del pie la posición de la estera de bienvenida junto a la puerta. Los sanitarios salieron en seguida, ahora diferentes y electrificados, y descargaron la camilla. Un minuto después trasladaban en ella a Therese, colocada boca abajo. Llevaba el vestido levantado y arrollado a la cintura revelando la impropia ropa interior, del mismo color de los vendajes atléticos. Le habían saltado los botones de atrás y la abertura revelaba un trozo de espalda del color de las setas. Le colgaba la mano fuera de la camilla, pese a que la señora Lisbon insistía en colocarla en su sitio.

—¡Quieta! —ordenó, como si hablara con la mano.

La mano volvió a caer. La señora Lisbon no insistió más, se le vencieron los hombros, pareció renunciar. Un segundo después echó a correr, se agarró al brazo de Therese y dijo en un murmullo lo que a algunas personas les pareció: «Ella no, Señor». Pero la señora O'Connor, que había hecho teatro en la escuela, aseguró que había dicho: «Qué crueldad, Señor».

En aquel momento ya estábamos en la cama fingiendo que dormíamos. Fuera, el sheriff se había puesto una máscara de oxígeno para entrar en el garaje y levantar la puerta automática. Al abrirla (por lo menos eso dijo la gente) no salió nada, ni humo como se esperaba ni un rastro de gas que pudiera hacer temblar la imagen, como en los espejismos. La ambulancia continuaba estremeciéndose y, como el sheriff había golpeado accidentalmente otro conmutador, el limpiaparabrisas se movía locamente. El gordo entró en la casa para descolgar a Bonnie del techo, colocando para ello en equilibrio una silla sobre otra, igual que hacen los equilibristas en el circo. A Mary la encontraron en la cocina, no muerta pero casi, la cabeza y el torso dentro del horno como si estuviera limpiándolo. Llegó una segunda ambulancia (fue la única vez), en la que iban otros dos sanitarios más eficientes que el sheriff y el gordo. Entraron corriendo en la casa y le salvaron la vida a Mary. Al menos durante un tiempo. No pudieron hacer otra cosa.

Técnicamente Mary sobrevivió más de un mes, pese a que todo el mundo opinaba lo contrario. Después de aquella noche la gente hablaba de las hermanas Lisbon en pasado y, si mencionaban a Mary, lo hacían con el velado deseo de que la muchacha se diese prisa y acabase todo de una vez. De hecho, los suicidios finales sorprendieron a muy pocos. Incluso nosotros, que habíamos intentado salvar a las chicas, acabamos por considerar que habíamos sufrido un episodio de locura temporal. Considerándolo en retrospectiva, la baqueteada maleta de Bonnie perdió sus asociaciones con los viajes y las fugas y pasó a convertirse simplemente en lo que era: un peso muerto para un ahorcado, como los sacos de arena en las viejas películas del Oeste. Sin embargo, aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que los suicidios se produjeron de forma tan predecible como las estaciones o la vejez, nunca conseguimos ponernos de acuerdo sobre su explicación. Los suicidios finales parecían confirmar la teoría del doctor Hornicker acerca de que las muchachas habían sufrido una tensión postraumática, si bien el doctor Hornicker se apartaría más adelante de aquella conclusión. Aunque el suicidio de Cecilia desencadenó conductas imitativas, esto no explica por qué Cecilia se quitó la vida. En una reunión convocada precipitadamente en el Lions Club, el doctor Hornicker, orador invitado, mencionó la posibilidad de que existiera un enlace químico y adujo un nuevo estudio de «índices de un receptor plaquetario de serotonina en niños suicidas». El doctor Kotbaum, del Instituto Psiquiátrico Occidental, había podido comprobar que muchos suicidas tenían una deficiencia de serotonina, neurotransmisor esencial para la regulación del estado anímico. Como el estudio de la serotonina fue publicado después del suicidio de Cecilia, el doctor Hornicker no llegó a medir su nivel de serotonina. Examinó, sin embargo, una muestra de sangre de Mary en la que sí se apreciaba una ligera deficiencia de serotonina. La sometieron a medicación y, después de dos semanas de análisis psicológicos y de terapia intensiva, volvieron a hacerle otro análisis de sangre. Aquella vez el nivel de serotonina resultó normal.

En cuanto a las demás hermanas, se les practicó la autopsia en obediencia a una ley estatal que exigía un estudio de todas las muertes por suicidio. La ley daba libertad a la policía en tales casos y, debido al fallo que habían tenido anteriormente al no ordenar que se practicara la autopsia a Cecilia, muchos creyeron que se sospechaba que el señor y la señora Lisbon habían hecho un juego sucio o deseaban sentirse presionados para mudarse de vecindario. Un forense, que llegó de la ciudad con dos fatigados ayudantes, abrió el cerebro y las cavidades corporales de las muchachas y escrutó el misterio de su desesperación. Se sirvieron de un sistema parecido al de una línea de montaje: los ayudantes se iban pasando las chicas y las trasladaban al médico, quien utilizaba la sierra de mesa, la manguera, la aspiradora. Se sacaron fotografías, pero no llegaron a revelarse, aunque hay que decir que tampoco habríamos tenido estómago para examinarlas. Pese a ello, leímos el informe del forense, escrito en un estilo florido que convertía la muerte de las hermanas Lisbon en algo tan irreal como la propia noticia. Hablaba de la increíble limpieza de los cuerpos de las muchachas, los más jóvenes en los que había trabajado en su vida, y que en ellos no se apreciaban signos de desgaste ni de alcoholismo. Sus corazones azules y lisos parecían globos de agua y el resto de sus órganos poseía una diafanidad similar a la de los libros de texto. En la gente mayor o en la que está crónicamente enferma, los órganos tienden a deformarse, a distenderse, a cambiar de color, a establecer conexiones con órganos con los que no tienen ninguna relación, por lo que la mayor parte de las vísceras, como dijo el forense, parecen «un trozo deforme de goma. Como un objeto expuesto». Sin embargo, entristecía al forense perforar y despedazar aquellos cuerpos inmaculados, y más de una vez sintió que la emoción lo vencía. En un margen garrapateó una nota para su uso particular: «Diecisiete años en este trabajo y me he convertido en un inútil». No obstante, perseveró y encontró el amasijo de píldoras medio digeridas en el íleon de Therese, la sección estrangulada del esófago de Bonnie y la irrupción de monóxido de carbono en la tibia sangre de Lux.

La señorita Perl, cuyo artículo apareció en el periódico de la noche, fue la primera persona en señalar la importancia de la fecha. Resultaba que las hermanas Lisbon se habían suicidado el 16 de junio, aniversario del día en que Cecilia se había cortado las venas. La señorita Perl sacó partido del suceso y habló de «ominoso presagio» y de «pavorosa coincidencia», e inició por su cuenta aquel frenesí que alimentaría las especulaciones que han continuado hasta hoy. En sus posteriores artículos —uno cada dos o tres días durante dos semanas— varió el tono, que pasó del registro comprensivo de la persona que guarda luto a la acerada precisión de lo que nunca consiguió ser: una periodista dedicada a hacer reportajes. Recorriendo el vecindario en su Pontiac azul, compuso con los recuerdos una conclusión herméticamente cerrada, mucho menos verídica que la nuestra, llena de agujeros. Tras el emético que suponían las insistentes preguntas de la señorita Perl, Amy Schraff, la antigua amiga de Cecilia, vomitó un recuerdo correspondiente a los días que precedieron al suicidio: una tarde aburrida, Cecilia le había pedido que se tumbase en su cama debajo del móvil del zodíaco.

—Cierra los ojos y manténlos cerrados —le había dicho.

De pronto se abrió la puerta, las demás hermanas entraron en la habitación y pusieron sus manos sobre la cara y cuerpo de Amy.

—¿Con quién quieres establecer contacto? —preguntó Cecilia.

—Con mi abuela —respondió Amy.

Sentía las manos frescas en la cara. Alguien hizo quemar incienso, ladró un perro. No sucedió nada. Basándose en aquel episodio, que no indica un fenómeno más espiritista que la tabla de Ouija girando entre los Milton Bradley de turno, la señorita Perl alegó que los suicidios eran un ritual esotérico de autosacrificio. Su tercer artículo, que apareció bajo el titular «Es posible que los suicidios obedecieran a un pacto», subraya la teoría general de una conspiración, que sostiene que las chicas planificaron los suicidios en concierto con un hecho astrológico indeterminado. Cecilia se había adelantado mientras sus hermanas esperaban entre bastidores.

El escenario estaba iluminado por las velas. Cruel Cux comenzó a lloriquear en el foso de la orquesta. El programa que el público tenía en las manos mostraba una imagen de la Virgen. La señorita Perl se había encargado de la magnífica coreografía. Lo que nunca llegó a explicar, sin embargo, fue la razón de que las hermanas Lisbon escogieran la fecha del intento de suicidio de Cecilia y no su suicidio real, tres semanas más tarde, el 9 de julio.

Pero aquella discrepancia no detuvo a nadie. Una vez que se produjo la imitación de los suicidios, los medios de comunicación se lanzaron a la calle sin interrupción. Nuestros tres canales de televisión local enviaron nuevos equipos e incluso apareció un corresponsal nacional, que viajaba con su caravana. Se había enterado de los suicidios en una parada de camiones del extremo sudoccidental de nuestro estado y decidió acercarse para hacer las comprobaciones oportunas.

—Dudo que cace nada —dijo—. Se supone que soy el de la casaca de color.

Aun así, aparcó la caravana cerca de la casa y a partir de ese momento lo vimos instalado en sus asientos a cuadros o cociendo hamburguesas en la minicocina. Sin dejarse arredrar por la delicada situación en que se encontraban los padres, los equipos de noticias locales empezaron a infundir de inmediato una serie de rumores. Fue entonces cuando vimos la filmación de la casa de los Lisbon, tomada unos meses antes, un hueco del tejado empapado de agua y una puerta frontal desnuda, todo lo cual conducía a una recapitulación por la que todas las noches desfilaban las cinco caras: Cecilia en su fotografía del anuario, seguida de sus hermanas en las suyas. En aquellos tiempos las retransmisiones en directo todavía eran algo nuevo y a menudo los micrófonos se quedaban mudos o las luces se fundían dejando a los periodistas hablando a oscuras. Los espectadores, a los que la televisión todavía no aburría, se peleaban para salir en el cuadro. Los periodistas intentaban entrevistar cada día al señor y a la señora Lisbon, pero nunca lo consiguieron. No obstante, a la hora del espectáculo pareció que habían logrado acceder a las habitaciones de las chicas dados los íntimos tesoros que exhibieron. Un periodista mostró un vestido de novia confeccionado el mismo año que el de Cecilia y, aparte de que no tenía el dobladillo cortado, por lo demás habría sido imposible distinguirlo del original. Otro periodista terminó su emisión con la lectura de una carta que Therese había escrito a la oficina de solicitudes Brown, «irónicamente —según dijo—, sólo tres días antes de que pusiera fin al sueño de ir a la universidad... o de cualquier otra cosa». Poco a poco, los periodistas comenzaron a referirse a las hermanas Lisbon por sus nombres de pila, dejaron de entrevistar a expertos en cuestiones médicas y optaron por acumular recuerdos. Se convirtieron, como nosotros, en guardianes de las vidas de las muchachas y, de haber realizado su labor a nuestra plena satisfacción, es posible que no nos hubiésemos visto obligados a vagabundear interminablemente por los vericuetos de las hipótesis y de la memoria. En lugar de eso, los periodistas se preguntaban cada vez menos por qué se habían matado las hermanas Lisbon y, en cambio, hablaban más de sus aficiones y méritos académicos. Wanda Brown, del Canal 7, desenterró una foto tomada en la piscina del centro comunitario, en la que una Lux en biquini conseguía que un salvavidas abandonase su silla para aplicar óxido de zinc en su nariz de conejillo. Cada noche los periodistas revelaban alguna anécdota o alguna nueva fotografía, si bien sus descubrimientos no guardaban relación alguna con lo que nosotros sabíamos que era verdad, hasta el punto que pronto nos pareció que hablaban de personas diferentes. Pete Patillo, del Canal 4, se refirió al «amor de Therese por los caballos», pese a que jamás la habíamos visto junto a ningún caballo, en tanto que Tom Thomson, del Canal 2, a menudo se hacía un lío con los nombres de las muchachas. Los periodistas citaban como hechos probados versiones de cosas apócrifas y confundían detalles de anécdotas que eran básicamente ciertas (de ese modo, la ropa interior negra de Cecilia apareció mezclada con la cera que el imbécil de Pete Patillo atribuyó a Mary). El hecho de que el resto de la ciudad aceptara las noticias como el evangelio no hacía sino desmoralizarnos todavía más. Para nosotros, las personas ajenas no tenían derecho alguno a referirse a Cecilia como «la loca» por el simple hecho de que no habían obtenido sus notas a través de una larga destilación de informes de primera mano. Por primera vez en nuestras vidas comprendimos al presidente, pues advertimos lo mal representada que estaba nuestra esfera de influencia por aquellos que no estaban en posición de saber qué había ocurrido realmente. Hasta nuestros propios padres parecían aceptar cada vez más la versión que de las cosas daba la televisión y prestaban oído atento a las sandeces que soltaban los periodistas, como si éstos pudiesen ponernos al corriente de la verdad de nuestras vidas.

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