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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (27 page)

—¿Vais a interrogar a Lillian Andrews? —pregunté.

—Es necesario. Tenemos que llegar al fondo de esto, Lennox.

—Escucha, Jock. Te he mostrado mis cartas, ahora enséñame las tuyas. ¿Qué querías decir con eso de que yo no sabía en qué me estaba metiendo?

Ferguson volvió a cubrir con la sábana la cara aplastada de John Andrews, empujó la bandeja con el cuerpo hacia el cubículo y cerró la puerta. Pensé en el Bentley de Andrews, en su enorme casa y en sus muebles estilo Contemporary, en sus trajes caros. Ahora lo único que tenía a su nombre era una sábana retorcida y un frío gabinete metálico, e incluso esos elementos eran un préstamo. Eso me hizo pensar en lo que ocurre cuando conoces a alguien en la guerra que luego termina muerto: todo lo que esa persona te contó sobre su vida, todas las conversaciones que habías tenido con él, se volvía irreal cuando yacía delante de ti como un montón de carne picada.

—Confía en mí, Lennox: no tienes la menor idea de en qué te estás metiendo. La verdad es que yo tampoco. Lo único que sé es que se trata de algo político. McNab tiene una avispa metida en el culo porque alguien se la metió allí, y yo creo que esa avispa vino zumbando directamente desde el gobierno central británico, desde Whitehall.

—¿Qué? —Negué con la cabeza, incrédulo—. Estamos hablando de los McGahern, no de Burgess y Maclean. Un par de ladrones y una puta. ¿Qué puede haber de político en eso?

La verdad era que lo que Ferguson acababa de decirme había hecho sonar toda clase de alarmas. No era sólo algo relacionado con la política, sino que era política de Oriente Medio. Yo ya tenía mis sospechas respecto de dónde venían el hermano menor de Fred MacMurray y sus amiguitos, pero no se me ocurría de qué forma aquello podía tener algo que ver con el pequeño y sórdido reino de los McGahern.

—No sé cuál es la historia —dijo Ferguson—. Lo que sí sé es que aparecieron algunos tipos de las Divisiones Especiales por la calle St. Andrews, y algún que otro militar.

—Yo me topé con McNab el otro día. O más bien él se topó conmigo… accidentalmente adrede. Llevaba a un par de policías militares a rastras. Me comentaron una gilipollez sobre uniformes robados.

—No es ninguna gilipollez —dijo Ferguson—, pero yo no veo que esté relacionado con esto. La Policía Militar está metida porque alguien robó un par de uniformes del ejército, pero a McNab lo que le preocupa son los uniformes de la policía. Está cagándose encima ante la idea de que alguna banda intente un robo haciéndose pasar por policías. Cuando aparecen delincuentes vestidos como agentes, el público se pone muy nervioso y hay que enfrentarse a un montón de problemas políticos. Y McNab ya está bastante ocupado con el asunto de los McGahern.

Salimos de la sala del depósito de cadáveres y subimos polla escalera. Una vez que estuvimos fuera, en la calle, los dos aspiramos unas bocanadas profundas y simultáneas del aire de Glasgow. No podía decirse que fuera fresco, pero al menos no olía a rancio o a jabón carbólico.

—Sigo sin entenderlo, Jock. Quiero decir, ¿cómo es posible que todo este asunto de los McGahern tenga que ver con la política?

Estaba presionándolo. Todo aquello empezaba a cobrar sentido para mí: envíos falsificados a través de una empresa que ya trataba con el Medio y Lejano Oriente. Pero quería saber todo lo que Jock Ferguson sabía.

—No puedo contarte más porque no sé nada más.

—Pero desde el primer momento ésa fue la razón por la que me advertiste que no me metiera en el caso de los McGahern, ¿verdad?

Me ofreció un cigarrillo. Los dos encendimos uno y yo miré a mi alrededor con actitud de serenidad. Divisé el Talbot aparcado al otro lado de la calle, unos ciento cincuenta metros más arriba. «Por favor, Deditos —pensé—, no se te ocurra actuar como un chófer psicópata y venir a recogerme».

—¿Quieres volver? —preguntó Ferguson—. Puedo hacer que el chófer te deje donde vayas. Yo me quedo aquí, a la vuelta de la esquina. —Se refería a la calle St. Andrews, a una manzana de distancia, donde estaba el cuartel principal de la policía de Glasgow.

—No, gracias. Tengo ganas de caminar. —El Talbot no se había movido. Tal vez el
Reader's Digest
estaba estirando la concentración de Deditos con palabras de tres sílabas como si fuera un prisionero en el potro de tortura—. Jock —dije tentativamente—, tengo que pedirte un favor.

—Muy propio de ti, cabrón.

—¿Puedes posponer el interrogatorio de Lillian Andrews? Al menos unos días. Quizás una semana.

—Claro. Ningún problema. Y si necesitas que miremos para otro lado cuando veamos pasar un coche lleno de ladrones que escapan de un asalto, házmelo saber. Incluso podríamos hacer que algún policía urbano pare el tráfico para dejarlo pasar. —El sarcasmo es una de las bellas artes. Estaba claro que Ferguson era un pintor aficionado de fin de semana—. Andrews fue asesinado, y todo apunta a que Lillian Andrews está detrás de ello. ¿Por qué debería posponerlo?

—De acuerdo; nos quitamos los guantes, Jock. Si te lanzas directamente ella se saldrá con la suya. Andrews no me caía bien; nada de él me gustaba. Pero era mi deber ayudarlo y le defraudé, y quiero que esa perra sea ahorcada por ello. Tú sabes que puedo averiguar más en una semana por mi cuenta que lo que una brigada de tus policías de pies planos podrían averiguar en seis meses. Conmigo hablan personas que a ti no te darían ni la hora. A ello hay que añadirle que tenemos razones para creer que probablemente Lillian tiene contactos dentro del departamento de policía. Dame un par de semanas y te entregaré a Lillian Andrews y a quienes sean sus cómplices envueltos para regalo.

Ferguson le dio una última calada a su cigarrillo y dejó caer la colilla sobre la escalinata del depósito de cadáveres. Luego la aplastó con la punta de su zapato y la contempló.

—De acuerdo: dos semanas. Pero no quiero quedarme con las manos vacías. Si la cagas y Lillian Andrews se esfuma, entonces seré yo quien envuelva tus testículos para regalárselos al superintendente McNab.

—Es justo.

Esperé a que Ferguson diera la vuelta a la esquina antes de cruzar el Saltmarket y comenzar a caminar en dirección a High Street. Después de unos cientos de metros Deditos aparcó a mi lado y yo me metí en el asiento del copiloto. Me sentía claustrofóbico aplastado junto a la mole de Deditos, e imaginé lo cómodo que sería estar acompañado de él y también de Pequeñito Semple. Le indiqué que me dejara en mi residencia y que fuera a buscar a Pequeñito.

—Vamos a hacer una visita —le expliqué.

Capítulo veintitrés

Cuando era un chaval en New Brunswick mi escuela era la Rothesay Collegiate School para Chicos, que era de lo más pijo que había en Canadá. Yo jugaba en el equipo de hockey sobre hielo y se me daba muy bien. Tanto, que empecé a albergar ambiciones de convertirme en jugador profesional.

Un día tuvimos que competir contra otro colegio privado, el King's Collegiate. El King's estaba ubicado en Windsor, Nueva Escocia, y eso mismo ya tendríamos que haberlo visto como un mal presagio, puesto que se supone que el hockey sobre hielo se inventó precisamente en Windsor. En cualquier caso, había un chico llamado MacDonald, no lo bastante grande como para ser un delantero potente pero rápido como un demonio, que jugaba en el ala derecha y era mi oponente en el partido.

Por lo general uno no relaciona el concepto de elegancia con el hockey sobre hielo, pero MacDonald estaba realmente lleno de ella. Cada vez que yo iniciaba una carrera, él se me acercaba y me quitaba el disco. Sin verificar nada, sin hacer contacto; apenas un fulgor rojo y el disco desaparecía. Lo que fuera que yo decidiese hacer, él lo predecía. Lo que fuera que yo había pensado, él lo había pensado antes. Me sentía sobrepasado en nivel y en capacidad de maniobra, un sentimiento que no me gustaba.

Ahora Lillian Andrews estaba haciéndome sentir de la misma manera.

Llegamos a la casa de los Andrews y la encontramos desierta, aunque no se trataba de una evacuación apresurada inspirada por la inesperada complicación de la muerte de Andrews. El cartel de la agencia inmobiliaria que pasamos junto a la entrada para coches y las ventanas sin cortinas me indicaron quise habían tomado muchas previsiones y se habían hecho muchos planes antes de que esta gallina hubiera ahuecado el ala.

Aparqué en la entrada para coches y hubiera podido jurar que la suspensión del Atlantic se elevó varios centímetros cuando Deditos y Pequeñito consiguieron salir del vehículo. Le indiqué a Pequeñito que se apoyara contra una puerta que había detrás de la casa y tardamos sólo diez minutos en confirmar que la habían vaciado completamente. No había ni muebles ni elementos personales, y tampoco era necesario que me pusiera a levantar las tablas del suelo o a arrancar azulejos de la bañera para saber que no habría ningún tesoro oculto con dinero y pasaportes.

Me quedé de pie en el salón, ahora despojado de los muebles bajos estilo Contemporary, y contemplé desconcertado a Deditos y a Pequeñito mientras trataba de deducir qué tendría que hacer a continuación. Los dos me devolvieron una mirada igualmente desconcertada. Les dije que no tenía sentido quedarse allí y los llevé de regreso hasta mi casa, donde Deditos había dejado el Sunbeam. Les informé de que por ese día habíamos terminado y que telefonearía a Sneddon si volvía a necesitarlos. En realidad lo que necesitaba era librarme de mi escolta de gorilas por un rato; me vendría bien tener tiempo para pensar. La huida de la casa de Bearsden no había sido apresurada ni improvisada, y como había una inmobiliaria implicada en la venta de la propiedad, los beneficios tenían que ir a parar a algún lado. Suponía que todo formaba parte de la agenda organizada por Lillian, y tal vez el repentino desvío que John Andrews había cogido en la carretera también era parte de esa agenda.

Volví a pensar en cómo Lillian bailaba a mi alrededor de la misma manera en que lo había hecho MacDonald, mi enemigo adolescente sobre patines que me había hecho parecer un peatón en la pista de hockey. MacDonald fue contratado por los Senators de Ottawa antes de que empezara la guerra, y luego una mina le voló las piernas en Anzio. No creo que los Senators le renovaran el contrato.

Yo tendría que arrancarle las piernas a Lillian.

* * *

No tenía ganas de ir al Horsehead, pero aun así fui allí en busca de un par de copas. Tal vez debido a que había estado pensando en las piernas de Lillian Andrews, de pronto me encontré ansiando alguna compañía más agradable de la que podría encontrar en el bar.

May Donaldson era la clase de mujer que es bueno que un hombre conozca: tan servicial como poco exigente. La mayoría de las mujeres te obligan a trabajar antes de darte el billete de entrada. May por el contrario, te entregaba un billete para toda la temporada directamente. Y además añadía algunos partidos adicionales.

El apartamento de May Donaldson estaba en el West End, no muy lejos del mío, en una de las ubicuas casas de vecinos victorianas que se arremolinaban en torno al negro corazón de Glasgow. Yo no sabía mucho del pasado de May, pero no era la habitual historia de las clases trabajadoras de la ciudad en la que las cosas le salen mal a una chica. Había oído por ahí que había estado casada con un granjero. Al parecer, él la había dejado para arar un surco diferente.

Como yo era un caballero nunca le había preguntado la edad, pero suponía que andaría por los treinta y cinco, tal vez un par de años más que yo. La actitud de Gran Bretaña respecto del divorcio era la misma actitud de todos los demás lugares cien años antes y probablemente podían restarse un siglo o dos más en Escocia. Aquí, ser una divorciada convertía a May en mercancía de segunda mano, y las posibilidades de que volviera a casarse eran mínimas. Como consecuencia, cumplía la triste y desesperada función de la chica para pasar un buen rato. May y yo éramos ocasionales compañeros de juegos. No era la más profunda de las relaciones pero, como ya he dicho, era conveniente.

Si parece que me opongo a las leyes de divorcio de Escocia espero que no se me malentienda: tenía buenas razones para estarles agradecido. Cuando no trabajaba para uno u otro de los Tres Reyes, ayudaba a parejas de clase media a realizar la legalmente obligatoria pantomima de un divorcio. Por lo general seguía siendo el marido quien sacrificaba su reputación, hasta en los casos en que él no era la parte infiel. Caía sobre su propia espada, por así decirlo, incluso aunque su esposa hubiera caído sobre la de otro.

May me ayudaba con los casos de divorcio. La coreografía requerida consistía en que yo hacía que May y el marido reservaran una habitación en un hotel, se pusieran ropa de dormir encima de la ropa de diario, se metieran en la cama y yo apareciera con un miembro del personal del hotel para testificar que la
delicio
era realmente
flagrante
. La camarera o el asistente de la gerencia luego firmaban una declaración, recibían su parte de las ganancias y el inminente ex cónyuge desaparecía. No había ningún negocio sórdido que fuera más sórdido o más negocio.

Cogí un taxi desde el Horsehead y atravesé la ciudad hasta la casa de May. Luego podría ir caminando hasta mi propia casa. May me sirvió un whisky tan pronto llegué y nos sentamos juntos en el sofá. No era bonita, pero el maquillaje sacaba lo mejor de unos rasgos bastante comunes. Del cuello para abajo, en cambio, era una verdadera obra de arte. Cuando llegué estaba vestida con una blusa blanca y una falda negra y estrecha que le abrazaba sus partes más abrazables.

—¿Cómo va todo, Lennox? —preguntó.

—Bien. ¿Y tú, qué tal?

—Como siempre. ¿Tienes trabajo para mí?

—No —respondí—. Al menos por ahora no. Y cuando surja, probablemente no se trate de un divorcio.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó. La insinuación de un tono de hastío en su voz me irritó.

—Sólo he pasado a saludar —dije—. ¿Hace falta un motivo?

—No, si dices que no lo hay.

Se levantó y se sirvió otra ginebra. Yo seguí acunando mi whisky escocés. Era algo que ya había notado antes en May: siempre tomaba dos o tres copas antes de pasar a la acción. No se emborrachaba del todo, sólo lo suficiente para quitarle hierro a lo que ambos sabíamos que íbamos a hacer. Ese pensamiento no hizo mucho por mi autoestima.

—¿Sigues trabajando en el hotel?

—Sigo.

Seguramente era imposible, por alguna ley física, que aquella charla casual y sin importancia se volviera todavía más casual y todavía con menos importancia, así que después de mi segundo whisky y su cuarta ginebra me abalancé sobre ella. May me hizo pasar al dormitorio y entró en el cuarto de baño para colocarse el diafragma. Me desnudé y me tumbé sobre la cama, fumando un Player's. El papel que recubría las paredes era amarillo y con flores, aunque supuse que alguna vez había sido blanco: May fumaba incluso más que yo. Había algunos intentos dispersos de refinamiento en los muebles y en los adornitos. De pronto me sentí deprimido.

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