El patólogo dio por terminados su informe y sus costuras, arrojó los guantes pringosos y brillantes y su instrumental sobre el carro, entre los tapones y el alcohol, y dejó el cuerpo a sus ayudantes.
Ronnie oyó cerrarse las puertas detrás de él cuando se fue. En alguna parte corría agua, que caía a chorros en la pila. Ese ruido le irritaba.
Junto a la mesa sobre la que yacía, los dos técnicos discutían de zapatos. De todas las cosas posibles, escogieron los zapatos. Qué banal, pensó Ronnie, qué banal y qué triste.
—¿Te acuerdas de los tacones nuevos, Lenny? ¿De los que le tuve que poner a los zapatos de ante marrón? No sirvieron para nada. Una birria.
—No me extraña.
—Con lo que me costaron. Mira; échales un vistazo. Se han desgastado en un mes.
—De papel de fumar.
—Desde luego, Lenny, de papel de fumar. Los voy a devolver.
—Eso es lo que haría yo.
—Los voy a devolver.
—Eso es lo que haría yo.
Esa conversación estúpida, después de las horas de tortura, de su muerte súbita, del
postmortem
que acababa de sufrir, le resultaba insufrible. El espíritu de Ronnie empezó a zumbarle en el cerebro como una abeja furiosa encerrada en un jarro de mermelada cabeza abajo; determinada a escaparse y a empezar a picar…
Sin tregua, como la conversación.
—De papel de fumar.
—No me extraña.
—Malditos extranjeros. Las suelas. Las fabricaron en la mierda de Corea.
—¿Corea?
—Por eso son de papel de fumar.
La increíble estupidez de esa gente era imperdonable. Que pudieran vivir, actuar y
ser;
mientras él estaba reducido a zumbar y zumbar, lleno de frustración. ¿Era eso justo?
—Un tiro limpio, ¿eh, Lenny?
—¿Qué?
—El fiambre. El colega, ¿cómo se llamaba?, el Rey del Sexo. Con un agujero en medio de la frente. ¿Te das cuenta? Un tiro y sanseacabó.
El compañero de Lenny por lo visto seguía preocupado con su suela de papel de fumar. No le contestó. Lenny levantó inquisitivamente el sudario de la frente de Ronnie. Las marcas de costuras y de carne rajada eran poco elegantes, pero el agujero de la bala era limpio.
—Mira.
El otro se dio la vuelta y echó un vistazo al rostro del cadáver. Después de que las tenacillas hubieran cumplido con su cometido habían limpiado la herida. Tenía los bordes blancos y arrugados.
—Creía que normalmente apuntaban al corazón —dijo el especialista en suelas.
—No fue una pelea callejera. Fue una ejecución formal —dijo Lenny metiendo el meñique por el agujero—. Es un disparo perfecto. En mitad de la frente. Como si tuviera tres ojos.
—Sí…
Volvieron a correr el sudario sobre la cara de Ronnie. La abeja seguía zumbando, incansable.
—Has oído hablar del «tercer ojo», supongo.
—¿Tú sí?
—Stella me leyó un texto en que se decía que constituye el centro del cuerpo.
—Eso es el ombligo. ¿Cómo va a ser la frente el centro de tu cuerpo?
—Bueno…
—Es el ombligo.
—No, es más bien tu centro espiritual.
El otro no se dignó contestar.
—Exactamente donde está el agujero de la bala —dijo Lenny, admirando una vez más la obra del asesino de Ronnie.
La abeja escuchaba. El agujero de la bala era tan sólo uno de los muchos agujeros que le habían hecho en su vida. Agujeros en que deberían estar su mujer y sus hijas. Agujeros que le guiñaban el ojo como los ojos invidentes de las páginas de las revistas, rosas, marrones y relucientes. Tenía agujeros a su derecha y a su izquierda.
¿Y si hubiera encontrado por fin un agujero del que sacar partido? ¿Por qué no salir por la herida?
Su espíritu se preparó y se dirigió hacia la frente, crujiendo al atravesar el córtex con una mezcla de inquietud y de excitación. Delante de él veía la puerta de salida como la luz al final de un túnel inacabable. Detrás del agujero, la urdimbre y la trama de su sudario brillaban como la tierra prometida. Tenía un buen sentido de la orientación; la luz se hacía más intensa y los ruidos más sonoros a medida que se acercaba a la salida. El espíritu de Ronnie saltó al mundo exterior sin fanfarria: tan sólo fue la pequeña emanación de un alma. Las motas de líquido que arrastraban su voluntad y su conciencia fueron absorbidas por su sudario como lágrimas por un pañuelo de papel.
Había abandonado por completo su cuerpo; ya no era más que una mole fría que no valía más que para las llamas.
Ronnie Glass existía en un mundo nuevo: un mundo de lino blanco. Era una condición que no se habría atrevido a soñar jamás.
Ronnie Glass era su sudario.
Si el patólogo de Ronnie no hubiera sido tan despistado no habría tenido que volver al depósito de cadáveres en ese preciso instante, en busca del diario en el que había anotado la dirección de la viuda Glass; y si no hubiera entrado en el depósito, habría sobrevivido. Pero las cosas fueron de otra manera…
—¿Todavía no habéis empezado con éste? —les espetó a los técnicos.
Farfullaron una excusa. A esas horas siempre estaba malhumorado; se habían acostumbrado a sus rabietas.
—Vamos —dijo, arrancando el sudario del cuerpo y tirándolo al suelo, irritado—, antes de que el cabrón del jefe salga cabreado. ¿No querréis que nuestro hotelito adquiera mala reputación?
—Sí, señor. Digo, no, señor.
—Pues no os quedéis ahí: envolvedlo. Hay una viuda que quiere que lo despachemos cuanto antes. Ya he visto todo lo que tenía que ver.
Ronnie estaba hecho un burujo en el suelo, extendiendo lentamente su influencia por ese territorio recién conquistado. Era una sensación reconfortante tener cuerpo, aunque fuera estéril y rectangular. Haciendo acopio de una fuerza de voluntad que sorprendió al propio Ronnie, se hizo con el control del sudario.
Al principio se negó a vivir. Siempre había sido pasivo: era su forma de ser. No estaba acostumbrado a que lo ocuparan espíritus. Pero Ronnie no se iba a dejar vencer después de tanto esfuerzo. Su voluntad era imperativa. Contra todas las reglas de la naturaleza, estiró y moldeó el triste lino hasta darle una apariencia de vida.
El sudario se irguió.
El patólogo había encontrado su librito negro y se lo estaba metiendo en el bolsillo cuando una sábana blanca le cerró el paso, desperezándose como un hombre que se acaba de despertar de un sueño profundo.
Ronnie intentó hablar; pero sólo logró hacer susurrar el tejido en el aire, fue un ruido demasiado leve e insustancial como para que se oyera por encima de las quejas de aquellos hombres asustados. Y estaban asustados de veras. A pesar de los gritos de socorro del patólogo, nadie le había de ayudar. Lenny y su compañero se escurrieron por las puertas de batientes, boquiabiertos y farfullando súplicas a cualquier dios local que anduviera por ahí.
El patólogo retrocedió hacia la mesa de las operaciones
postmortem,
fuera de sí.
—Fuera de mi vista —dijo.
Ronnie le abrazó estrechamente.
—Socorro —dijo el patólogo, hablando consigo mismo. Pero la ayuda había desaparecido. Estaba corriendo por los pasillos, balbuciendo, dando la espalda al milagro que tenía lugar en el depósito de cadáveres. El patólogo estaba solo, envuelto en un abrazo asfixiante, murmurando unas excusas que arrancó a su orgullo.
—Lo siento, quien quiera que seas. Seas lo que seas. Lo siento.
Pero Ronnie sentía una furia que no se detendría ante conversos de última hora; no pensaba conceder perdones ni indultos. Ese bastardo con ojos de besugo, ese hijo del bisturí había abierto su cuerpo y lo había examinado como si se tratara de una chuleta de buey. A Ronnie le exasperaba pensar lo poco que le importaban a ese cerdo la vida, la muerte y Bernadette. El bastardo iba a morir ahí mismo, junto a sus propios restos mortales. Ése sería el fin de su burda profesión.
Las esquinas del sudario se estaban transformando en toscos brazos, tal y como los recordaba Ronnie. Le pareció natural recrear su antigua apariencia en este nuevo medio. Primero hizo las manos, luego los dígitos, incluso un pulgar rudimentario. Era como un mórbido Adán creado a partir del lino.
Al formarse, las manos agarraron al patólogo por el cuello. De momento no habían recuperado el sentido del tacto, y le resultaba difícil averiguar cuánto estaba apretando la carne palpitante, así que se limitó a utilizar toda la fuerza que pudo reunir. La cara del hombre se volvió negra y la lengua, de color ciruela, le asomó por la boca como la punta de una lanza, afilada y dura. Entusiasmado, Ronnie le partió el cuello. Se rompió de repente, y la cabeza le cayó por la espalda con una mueca de horror. Hacía mucho que había dejado de pedir perdón.
Ronnie lo dejó caer sobre el suelo barnizado y contempló las manos que se había fabricado con unos ojos que aún no eran más que cabezas de alfiler sobre una sábana manchada.
Se sentía seguro en ese cuerpo y, gracias a Dios, era fuerte; le había roto el cuello a ese bastardo sin emplearse a fondo. Al ocupar ese físico extraño, sin sangre, tenía una nueva libertad que le permitía superar las limitaciones de la humanidad. De repente se había vuelto sensible a la vida del aire, notaba cómo le llenaba y le hinchaba el cuerpo. Seguramente podría volar como una sábana al viento o, si le placía, hacerse un burujo y sojuzgar al mundo. Las perspectivas parecían infinitas.
Y sin embargo… presentía que esa posesión, en el mejor de los casos, era temporal. Tarde o temprano, el sudario querría volver a su primitiva forma de vida, a no ser más que un simple trozo de ropa, y su verdadera naturaleza pasiva se volvería a imponer. No le habían regalado ese nuevo cuerpo, sólo se lo habían prestado; sacarle el máximo partido en sus planes de venganza era cosa exclusivamente suya. Sabía cuáles eran sus prioridades. Lo primero de todo era encontrar a Michael Maguire y despacharlo. Luego, si aún le quedaba tiempo, vería a sus hijas. Pero no sería prudente visitarlas bajo la apariencia de un sudario volador. Era mejor perfeccionar su aspecto de ser humano, tratar de sofisticar el efecto.
Había visto lo que se podía hacer con estrambóticas arrugas, crear caras con un cojín aplastado, por ejemplo, o con los pliegues de una chaqueta colgada detrás de la puerta. Todavía más extraordinario resultaba el Santo Sudario, con el rostro y el cuerpo de Jesucristo milagrosamente impresos. A Bernadette le habían enviado una postal del Sudario, con las señales de todas las llagas de lanza y de clavo. ¿Por qué no iba él a poder realizar el mismo milagro? ¿No había resucitado también?
Se acercó a la pila de la morgue y cerró el grifo. Luego observó en el espejo cómo se transformaba bajo los dictados de su voluntad. La superficie del sudario se contraía y abultaba en función de las formas que le exigiera. Al principio sólo consiguió esbozar de forma primitiva la cabeza, que parecía la de un muñeco de nieve: dos hoyos por ojos, un grumo por nariz. Pero se concentró en conseguir que el lino se estirara todo lo que su elasticidad le permitía. Y, por extraño que parezca, funcionó, funcionó de verdad. Las costuras rechinaron pero se doblegaron a sus exigencias, formando una exquisita reproducción de las fosas nasales, de los párpados, del labio superior, del inferior. Trazó de memoria los rasgos de su rostro perdido como un amante solicito y los reprodujo hasta el más mínimo detalle. Luego empezó a moldear una columna para el cuello, llenándola de aire, aunque parecía sospechosamente sólida. Por debajo del cuello, el sudario recreó un torso viril. Los brazos ya estaban listos; las piernas se formaron inmediatamente. Y lo consiguió.
Se había reconstruido a su propia imagen y semejanza.
La ilusión no era perfecta. Por una razón; era absolutamente blanco, salvo las manchas, y su carne tenía la textura de la ropa. Las arrugas de su cara quizá fueran demasiado severas, de un aspecto casi cubista, y resultó imposible obligar a la tela a que imitara la apariencia del pelo o de las uñas. Pero estaba tan preparado para enfrentarse al mundo como podía esperar estarlo el mejor de los sudarios vivos.
Era hora de salir a encontrarse con su público.
—Tú ganas, Micky.
Maguire perdía raramente al póquer. Era demasiado listo, y su viejo rostro demasiado impenetrable; sus ojos cansados e inyectados en sangre jamás revelaban nada. Sin embargo, a pesar de su formidable reputación de ganador, nunca hacía trampas. Se negaba a hacerlas. No tenía emoción ganar si había trampas de por medio. Eso no era más que robar; cosa de criminales. Él era, lisa y llanamente, un hombre de negocios.
Esa noche, en cuestión de dos horas y media, se había embolsado una bonita cantidad. La vida era hermosa. Desde la muerte de Dork, Henry B. Henry y Glass, la policía había estado demasiado ocupada con los crímenes como para prestar excesiva atención a las manifestaciones más depravadas del vicio. Además, tenían las manos llenas de monedas de plata. No podían quejarse de nada. El inspector Wall, un viejo compañero de farra, había llegado a ofrecer a Maguire protección contra el asesino chiflado que por lo visto andaba suelto. La ironía de la sugerencia le deleitaba.
Ya eran casi las tres de la madrugada. Hora de que las malas mujeres y los hombres se fueran a la cama a soñar con los crímenes que cometerían mañana. Maguire se levantó de la mesa, dando a entender que la partida de la noche había concluido. Se abrochó el chaleco y se arregló cuidadosamente el nudo de su corbata amarilla clara.
—¿Echamos otra partida la semana que viene? —propuso.
Los jugadores derrotados asintieron. Estaban acostumbrados a perder dinero con su patrón, pero no había resentimiento en ningún miembro del cuarteto. Tan sólo un poco de tristeza: echaban de menos a Dork y a Henry B. Las noches del sábado solían ser muy alegres. Ahora el ambiente estaba mucho más apagado.
Perlgut fue el primero en marcharse, después de aplastar la punta de su cigarro en el cenicero a punto de desbordarse.
—Noches, Mick.
—Noches, Frank. Dales un beso a los chicos de parte de su tío Mick, ¿eh?
—No te preocupes.
Perlgut se fue arrastrando los pies y con su hermano tartamudo a remolque.
—B-b-b-buenas noches.
—Noches, Ernest.
Los hermanos bajaron las escaleras estrepitosamente.
Norton fue el último en irse, como siempre.
—¿Llega un envío mañana? —preguntó.
—Mañana es domingo —contestó Maguire. Nunca trabajaba los domingos; era un día de vida familiar.