Lluvia negra

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Authors: Graham Brown

 

Una antigua leyenda indígena dice que en lo más profundo de la jungla del Amazonas, en la región «donde las muchas muertes caminan en la noche», habitan los Indele. Pero la brillante investigadora Danielle Laidlaw no cree en leyendas. Su empresa la envía al corazón de la selva amazónica con la excusa de una expedición arqueológica para conseguir lo que podría convertirse en la fuente de energía definitiva. Danielle no puede imaginar que su aventura se convertirá en una pesadilla espeluznante. En la selva, ella y su equipo de investigadores descubrirán que el mayor peligro que les acecha no es el grupo de mercenarios que pretende robarles información, sino una amenaza mucho mayor que no les permitirá escapar tan fácilmente con el valioso descubrimiento.

Graham Brown

Lluvia negra

ePUB v1.0

jubosu
10.01.12

Y llegó uno llamado El que Arranca los rostros, que les sacó los ojos

Y llegó uno llamado El Sangrador Súbito, que los abrió en canal y les arrancó las cabezas

Y entonces llegó el torrente: lluvia negra cayendo del cielo cual una resina.

Lluvia el día entero, lluvia toda la noche, y a causa de ella la tierra quedó ennegrecida

El fin de los seres de madera, del libro Maya

Popol Vuh

PRÓLOGO

LA SELVA LLUVIOSA

En lo alto se alzaba la oscuridad de la cubierta de hojas de la selva, con sus densas y enmarañadas capas extendiéndose como una carpa de circo por entre los pilares, cual torres, de los enormes árboles. Ahíta de lluvia, crecía impenetrable y resistente, hogar para millares de especies, la mayor parte de las cuales jamás abandonaba los límites de su elevado abrazo. Pasaban su vida allá, en lo alto de los árboles; el suelo era para las cosas que se arrastraban y para aquello que había muerto.

Billy McCrea permitió que su mirada cayese del exuberante mundo de encima de él al terreno que tenía bajo sus pies. Se puso en cuclillas, examinando un rastro de huellas. Las huellas de pesadas botas eran fáciles de descubrir, pero eran sutilmente diferentes de aquellas que había hallado antes. Éstas eran más profundas en la punta, como si hubieran presionado con más fuerza contra la tierra, y más espaciadas entre sí.

—¿Qué te parece? —le preguntó una ronca voz desde detrás.

La voz pertenecía a Jack Dixon, el robusto líder de la escuadra; era una voz enfadada, la de un hombre muy irritado por los acontecimientos de los últimos dos días. McCrea no tenía ningún deseo de decirle a Dixon lo que creía que era eso: que aquellos a los que seguían ahora estaban corriendo.

Miró a su alrededor, preguntándose si habrían sido descubiertos. Sus sentidos le indicaban lo contrario: el enredado sotobosque bloqueaba la mayoría de las líneas de visión, y por donde uno aún podía ver, la vaporosa niebla agrisaba la distancia hasta el infinito, como si no existiese nada más, ningún mundo más allá, solamente los interminables árboles, el adherido musgo y las lianas colgando flácidas entre la niebla como cuerdas de horcas vacías.

Además, si los hubiesen visto, Dixon y él ya estarían muertos.

Apartó a manotazos los pequeños insectos que trazaban círculos alrededor de su cara y volvió a mirar de nuevo a la amplia extensión de la cubierta vegetal, allá en lo alto. Como la tonalidad oscura de las hojas se movía cansinamente entre un hálito de viento, puntitos de luz se abrían paso entre la masa de hojas. La luz era ahora más blanca que antes, de un brillo difuso, neblinoso, que hacía daño a los ojos más acostumbrados a las sombras. Un frente de chubascos se estaba acercando. Una nueva dificultad que no necesitaban.

—¿Y bien? —le exigió Dixon.

—Algo los ha asustado —admitió finalmente McCrea, con un débil tic mariposeando en su cara.

—Pero no hemos sido nosotros —supuso Dixon.

—No —murmuró McCrea, mirando nerviosamente alrededor—. Nosotros no.

No dijeron nada más y los dos hombres siguieron moviéndose, avanzando aún más lentamente que antes. Cinco minutos más tarde estaban junto a lo que McCrea había comenzado a sospechar: otro muerto yacía justo delante, un muerto reciente y aún sin hedor, aunque los pájaros ya lo habían hallado. Mientras atravesaba los últimos matorrales que lo bloqueaban, McCrea se preguntó qué sería lo que les habían prometido a aquellos hombres, sólo para luego matarlos, uno tras otro, con un disparo por la espalda.

A su llegada la bandada carroñera se dispersó, chillando alarmada y aleteando hacia la seguridad en los árboles.

Su partida en desbandada había dejado expuesto el cuerpo de un hombre, con el mismo uniforme de camuflaje para la jungla que llevaba Dixon. Pero, a pesar de la suposición de McCrea, no habían matado a aquel hombre a balazos: la gran hoja de un arma había abierto tremendos cortes en el costado del cadáver, y en el centro de su espalda se veían los restos rotos de una lanza de madera.

McCrea estudió la escena nervioso, sorprendido, casi mareado. El cuerpo mismo yacía doblado en un ángulo raro. El fusil del hombre se hallaba unos palmos más allá, justo fuera del alcance de una tendida y ensangrentada mano.

A su lado, Dixon casi parecía complacido. Le habló al hombre muerto:

—Esto es lo que has logrado, por tratar de dejarme atrás.

—Pritchard —comentó McCrea—. ¡Maldita sea, vaya lo que le han hecho ésos…!

Ésos eran un grupo de nativos conocidos como los
chollokwan
, una tribu que había estado hostigando a la escuadra desde que había llegado al oeste del río. Semanas antes, en una pelea a tiros, Dixon había matado a varios de los nativos, y desde entonces los miembros de aquella tribu los habían dejado tranquilos. Aunque parecía que ya se había disipado el efecto disuasorio.

—Regístralo —ordenó Dixon.

McCrea se acurrucó junto al cadáver. Valía la pena intentarlo: no habían hallado nada en los otros, pero también era verdad que a los otros les habían pegado un tiro. El diferente final de Pritchard hacía probable que hubiera sido él quien hubiese disparado esos tiros.

En cuclillas junto al muerto, McCrea rebuscó entre sus pertenencias, sacando cosillas de aquí y allí, tirando algunas al suelo, mientras que otras hallaron un camino hacia sus bolsillos.

—¡Olvídate de toda esa mierda! —se impacientó Dixon—. ¿Tiene las piedras o no?

McCrea encendió un pequeño aparato y empezó a pasarlo primero por encima del cuerpo de Pritchard y luego sobre su mochila. Comenzó a crepitar lentamente, produciendo un rápido zumbido cuando alcanzó el punto exacto.

Dejó a un lado el contador Geiger y abrió la mochila del muerto. Mientras hurgaba en ella, un agudo chillido les llegó desde las profundidades de la jungla, haciendo eco entre los árboles. McCrea se quedó helado y alzó la vista. Dixon le echó una mirada aviesa.

—Sólo es otro pájaro —afirmó.

—Suena como…

—Está muy lejos… —gruñó Dixon—.Vamos, coge las malditas piedras.

Notando el peso de la mirada furibunda de Dixon, McCrea volvió al trabajo, y en seguida sacó un trapo grasiento de entre el lío de cosas. Al desplegarlo, quedó al descubierto un grupo de pequeñas piedras grises, que relucían con un brillo metálico apagado. Las piedras eran algo más grandes que terrones de azúcar, pero con doce costados, y octogonales cuando se las miraba de frente. A su lado se hallaba un cristal incoloro y rayado.

Dixon contempló las piedras, el cristal y luego el torturado rostro de su antiguo subordinado.

—Ladrón —murmuró; un pronunciamiento final sobre Pritchard, el epitafio por un hombre que jamás tendría una tumba formal.

McCrea envolvió de nuevo el contenido y lo tendió hacia el otro, pero el amargo alarido sonó de nuevo, Dixon se giró y al instante su mano libre volvió al fusil.

Mientras McCrea prestaba atención, su corazón empezó a latir con fuerza. Ya había oído aquella llamada en otra ocasión, allá en el templo, justo antes de que todo se fuera al infierno. Le hacía tremendamente infeliz el que de nuevo volviera a herir sus oídos.

Se metió el trapo lleno de piedras dentro de la guerrera y luego asió su propio rifle, quitando el seguro justo cuando una segunda llamada produjo ecos a través de la espesura. La nueva llamada era más fuerte, más cercana, un chirrido gimoteante que ya era un castigo en sí mismo, como si de algún modo pasase de largo por los oídos y atravesase directamente el cerebro.

—Eso no es un jodido pájaro —aseguró McCrea.

Dixon no le contestó, pero debía de estar de acuerdo con él: sus ojos fueron saltando de un lugar a otro, apretó con más fuerza el fusil, tanto que se le hincharon las venas en sus poderosos antebrazos. Sacó un machete de la funda que colgaba de su cinto y se adelantó, con el rifle en una mano y la larga hoja de metal en la otra.

Tras él, McCrea estudió la jungla, sintiéndose repentinamente preocupado por la niebla, los árboles y las mismas líneas de visión bloqueadas que habían ocultado su acercamiento. Puso el selector de su arma en tiro automático y luego se deslizó hacia la derecha, guardando el flanco de Dixon y deseando que hubiera alguien para guardarle el suyo. Diez metros más allá se detuvo.

—¿Qué demonios…?

Medio oculto por la maleza yacía otro cuerpo: Vásquez, el último de los traidores que habían huido, abandonándolos. Sólo que su muerte aún era más extraña que la de Pritchard: cortes paralelos corrían diagonalmente sobre su pecho; su camisa y su guerrera estaban empapadas de rojo y su hombro y brazo derechos habían desaparecido, arrancados de su cuerpo por una fuerza inimaginable y lanzados a algún lugar que no se veía. Todo lo que quedaba era una herida abierta, jirones de carne desgarrados y ensangrentados, y prominentes trozos de huesos.

Cosa extraña, los pájaros lo habían ignorado, aunque estaba claro que alguna otra cosa no lo había hecho. Lo rodeaban huellas en el suelo, largas depresiones dobles, como si alguien hubiera clavado un diapasón en tierra y luego lo hubiera inclinado hacia adelante. Las había visto antes pero, por mucho que lo intentase, a Billy McCrea no se le ocurría nada que pudiera dejar unas marcas así.

El penetrante alarido volvió a producir eco a su alrededor.

—Está pasando otra vez —dijo.

—Calla —le ordenó Dixon.

—¿Es que no lo ves? ¡Está aquí!

—¡Calla!

Los pájaros graznaron por encima, y el corazón de McCrea latió con fuerza mientras trataba de concentrarse: la herida, los cortes, las huellas. Sus ojos saltaban de una parte a otra, tratando de hallarle sentido a aquello.

Un rugido llegó hacia ellos por la izquierda.

Alzó la vista y vio a Dixon volverse y disparar, justo mientras una mancha oscura estallaba a través del sotobosque, golpeándole como un tren acelerado.

El fuego del arma atronó por entre la selva y una fina neblina roja se pulverizó sobre las hojas.

McCrea se estremeció, se dio la vuelta y apretó el gatillo de su propio rifle. Sus disparos se abrieron camino por entre el follaje, pero no había nada a lo que alcanzar: ni blanco, ni enemigo, ni Dixon, sólo las frondas bajas, agitándose por los impactos y cubiertas por una pátina de sangre de Dixon.

McCrea la miró, goteando de las hojas.

—¡Dixon! —gritó, mientras sus ojos oteaban alrededor.

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