Pablo Jose Miralles, treintañero inadaptado y vacilón, holgazán, misógino, prostibulario, además de pariente pobre y conocido filósofo en la Red, se encuentra con un enigma a resolver en el mismo Barcelona. A bordo de un deportivo, y con un humor inteligente, excéntrico y mordaz, Miralles nos conduce por una intrigante trama salpicada de alegrías etílicas, escarceos venéreos y páginas web de dudoso contenido: el esclarecimiento de la repentina desaparición de su hermano,
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, presidente de Miralles & Miralles, la prospera empresa familiar. ¿Una fuga con la amante?, ¿la venganza de algún competidor estafado?, ¿un secuestro? De la mano de Pablo, conoceremos a muchos personajes pintorescos. Pero lo que empezó como una misteriosa desaparición irá adquiriendo calidades oníricas y terminará llevando a nuestro Pablo Jose hasta la Fortaleza: una invisible ciudadela incardinada en la entraña misma de esta nueva Barcelona de los prodigios.
Pablo Tusset
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
ePUB v1.0
GONZALEZ07.10.11
1.ª edición: febrero de 2001
29.ª edición: marzo de 2006
© Pablo Tusset, 2001
© EDICIONES LENGUA DE TRAPO SL, 2006
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ISBN: 84-89618-62-3
Depósito legal: M-116-2005
Imprime: TOP PRINTER PLUS SLL
Impreso en España
Look for the bare necessities
The simple bare necessities
Forget about your worries and your strife
I mean the bare necessities,
Are Mother Nature's recipies
That bring the bare necessities of life
La canción de Baloo
Terry GILKYSON
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán es que lo unten con mantequilla: eso pensé mientras rellenaba uno abierto por la mitad con margarina vegetal de oferta, me acuerdo. Y me acuerdo también de que estaba a punto de hincarle el diente cuando sonó el teléfono.
Lo hice, a sabiendas de que tendría que contestar con la boca llena:
—Séee...
—¿Estás ahí?
—No, he salido. Graba el mensaje después de la señal y déjame en paz: piiiiiiiiiiiiiiip.
—No empieces con tonterías, ¿qué masticas?
—Estoy desayunando.
—¿A la una del mediodía?
—Es que hoy he madrugado. ¿Qué quieres?
—Que te pases por el despacho. Tengo novedades.
—Vete a la mierda, no me gustan las adivinanzas.
—Y a mí no me gusta hablar por teléfono. Hay dinero. Puedo esperarte media hora, ni un minuto más.
Cortó y me quedé masticando cruasán y pensando si ducharme, afeitarme, o sentarme a fumar el primer Ducados del día. Me decidí por fumar mientras me afeitaba; contando con que nadie se me acercara demasiado la ducha podía esperar, en cambio la barba de tres días me hace parecer un tiñoso a diez metros de distancia. Pero los primeros problemas empezaron enseguida: no quedaba ni café ni camisas limpias, tuve que desmontar media sala de estar antes de dar con las llaves y el cabrón del sol me sacudió en plena cara nada más salir del portal. Aun así mantuve el tipo como un jabato y logré llegar hasta el bar de Luigi.
Entré pisando fuerte, por si acaso:
—Luigi, ponme un cortao. Y a ver si me guardas un par de cruasanes que te sobren que me acabo de comer el último. Por cierto, ¿les haces levantar pesas o qué? Si se te pusiera la polla tan dura como los cruasanes tendrías mejor cara.
—Mira, si quieres cruasanes del día los pagas a precio de barra, si no te jodes y te comes los que buenamente te dé. ¿Te conviene?
—Psss..., no sé si he entendido el negocio. Luego cuando venga a pagar el cortado me lo explicas más despacio. Y dame también un Ducaditos, haz el favor.
—Oye, ¿cómo es que no te envío a tomar po'l saco ahora mismo?
—Porque cuando tengo pasta me dejo diez boniatos en este garito infecto.
—Y cuando no, tengo que fiarte hasta el tabaco...
»Ah, antes que se me olvide: la Fina pasó ayer por aquí buscándote. Dice que la llames. Oye, ¿tú a la Fina te la follas o qué? Tiene unas buenas tetorras...
—Irás de morros al infierno, por adúltero.
El sol persistía en su empeño de tocarle los cojones al personal, pero logré salir del bar y salvar las dos manzanas que me separaban del portal del despacho procurando seguir las aceras en sombra. Treinta y pico escalones después estaba ante la puerta de «Miralles & Miralles, Asesores Financieros». El segundo Miralles soy yo; el primogénito debía de estar dentro, afeitado, duchado y encorbatado desde las siete de la mañana. Lancé un «hola» general a la peña y saludé particularmente a la María con un «qué tal». «Ya ves, hijo, batallando con los teléfonos... Uh, qué gordo te has puesto...» «Es que me cuido. Procuro comer mucha grasa y no moverme demasiado.» Vi que en los despachos del fondo estaban atendiendo a dos parejas de clientes y decidí no armar mucho alboroto con el resto del personal. Sólo el Pumares, que andaba entre las mesas, saludó levantando las cejas. Le devolví el gesto y me fui directo hacia el despacho de Miralles
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.
Me había visto ya acercarme a través de los cerramientos acristalados. Es difícil pillarlo desprevenido.
—A ver si enchufas el aire acondicionado, que tienes al personal agonizando —dije nada más entrar, por si mi Estupendo Hermano había previsto alguna impertinencia de bienvenida.
—Debe de ser el ardor de la resaca, que te da sofocones.
—Si no me estafaras en los balances la tendría.
—Mejor así. Tengo un encargo para ti.
—Pensaba que te bastabas tú solito.
—Alguien tiene que remover la basura, y a ti siempre se te ha dado mejor.
—¿Vas a divorciarte, te mudas de casa...?
—Si no te importa ya me reiré después. Necesito que me averigües algo.
—Supongo que me darás alguna pista. A ver: ¿lo que tengo que averiguar es de color azul?
—Estoy buscando al propietario de un solar..., de una casa vieja en Les Corts. Diez mil duros si me lo tienes para antes del lunes.
Una cosa estaba clara: si
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ofrecía cincuenta mil pelas por un nombre es que esa información daba para hacer un negocio neto de varios millones. No debía de ser nada ilegal —
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no hace nunca nada ilegal—, pero apestaba a diez kilómetros: el perjudicado debía de ser un jubilado, un huerfanito, la última foca monje del Mediterráneo.
Procuré exprimirlo un poco, la mala conciencia tiene un precio:
—Verás, es que ando ocupado estos días.
—¿Te estás dejando crecer las cejas? Cincuenta mil por un nombre con sus dos apellidos, ni un duro más. ¿Te conviene?
En media hora dos veces el mismo ultimátum. Perra vida.
—Necesito algo por adelantado.
—Te pagué los alquileres el día diez: no me digas que ya te has bebido ciento cincuenta mil pesetas...
—También compré el periódico y un tubo de dentífrico. Quiero veinticinco ahora.
—Quince.
Bué: hice gesto de transigir de mala gana. Él echó el sillón de ruedas hacia atrás y sacó del cajón del escritorio la caja del metálico. Tres mil duros eran muchos más de los que esperaba conseguir ese día, y empecé a hacer cábalas sobre la mejor manera de invertirlos mientras Miralles
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completaba la cifra a base de monedas de quinientas. A parte de la silueta modelada en el gimnasio más pijo del barrio y el traje de butic con nombre de cateto carpetovetónico, era talmente el avaro de Dickens.
Di la vuelta a la mesa y me coloqué junto a él para recoger las monedas.
—Gracias, tete —dije, vocalizando lo mejor que puedo, que es bastante.
—Te he dicho mil veces que no me llames «tete».
—¿Crees que a mí me gusta?: lo hago sólo para molestarte.
Me tendió la dirección en un pósit, haciendo un dengue de asco:
—Y a ver si te duchas. Hueles mal.
Esperé a estar cerca de la puerta para contestar:
—Es el tufo de los Miralles, tete: a ti también te ronda.
Salí lo más rápido que pude para dejarlo rabiando bajo su pretaporté de Prudencio Botijero; alcancé a oírle algo, pero se le quedó la voz a mis espaldas.
Uno a cero a mi favor. Y quince mil pelas en el bolsillo.
Lo siguiente era pasarse por el súper a comprar algo. Me apetecía empapuzarme una fuente de espaguetis bien mojaos en nata líquida, y por supuesto había que comprar una pieza de mantequilla de verdad para untar los cruasanes de Luigi. Todo eso se podía conseguir con mil pelas, el resto hasta las primeras cinco mil daba para patatas, huevos, cerdo con clembuterol y ternera de seso espongiforme. Otros cinco papeles iban a caer por la noche en el bar de Luigi; descontando lo que le debía ya sólo podría beber por valor de unas cuatro mil pelas, pero emborracharse en el bar de Luigi con eso es razonablemente posible, mucho más que en cualquier otro garito del barrio con los cinco boniatos enteros (eso sin contar con que a Luigi siempre se le pueden dejar a deber las últimas). El resto hasta las quince mil iba a ser para pillar costo, llevaba al menos cuarenta y ocho horas sin fumarme un triste porro.
Valorando prioridades decidí pasarme por los jardines de la calle Ondina a ver si estaba el Nico y solucionar lo primero el asunto de la medicación. Hubo suerte y allí lo encontré, lo que no siempre es fácil por la mañana —supongo, porque las mañanas no son mi fuerte—. Estaba sentado en el respaldo de un banco, con las botazas sobre el asiento. Reconocí a su lado a ese amigo suyo que parece que acabe de salir de Mathaussen. La gente no tiene término medio: o pretaporté de Silverio Montesinos, o chándal Naik con más mierda que logotipo.
—Qué quieres, picha.
—Cinco taleguitos.
Después de una pausa que me hizo sospechar un acceso autista, se fue caminando hacia el margen del parque con parsimonia de peripatético y me quedé a solas con el compái de Mathaussen, que tampoco parecía muy espitoso que digamos.
—¿Oye, y cuando se pague en euros cuánto valdrán los cinco talegos? —pregunté, más que nada por ver si el tío seguía vivo.
—Yo qué sé, colega: es todo el mismo rollo...
Ahí se quedó el amigo, pero a mí me entraron verdaderas ganas de saberlo. Si seis euros son mil pelas, cinco mil pelas serían treinta euros. Números casi redondos, aunque era seguro que el Nico encontraría la manera de encarecer la mercancía aprovechando la movida. El compái, entretanto, parecía haber entrado en un bucle reflexivo que más valía no perturbar, así que encendí un Ducados y me senté en el banco a fumarlo. Lo bueno que tienen los colgaos es que uno puede sentarse a su lado a fumar en silencio durante media hora y no pasa nada, se distraen solos. En cambio treinta segundos en el ascensor con un Usuario Registrado de Güindous le agotan la paciencia a cualquiera. Claro que los colgaos son fatales para según qué cosas: no dicen nada entretenido, no se les puede pedir dinero, y cuando alguno se mete a guardia de tráfico o profesor de lógica acaba montando unos pollos horrorosos con las preferencias en el cruce y los condicionales contrafácticos. El caso es que saqué del bolsillo el pósit que me había dado
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, por ver si la dirección que le interesaba caía cerca. «Jaume Guillamet n.° 15», había escrito con esa letra suya tan estupenda. Me entretuve en intentar localizar mentalmente el número; conozco bien la calle, el 15 tenía que estar en la parte alta. Ensayé un paseo mental Guillamet arriba tratando de recordar todos los edificios a derecha e izquierda, pero quien intente un ejercicio semejante se convencerá de una de mis más originales hipótesis —erróneamente atribuida a Parménides— según la cual la realidad tiene unos agujeros así de gordos. A todo esto llegó el Nico con la pieza y se acabó el viaje astral. Me despedí de él y del compái con ese simulacro de cortesía con que uno le habla a su camello de cabecera y salí por la parte baja del parque. El día prometía: porros, comida y priva. Sólo la perspectiva de tropezar con la Fina enturbiaba un poco el horizonte. Es sabido que las mujeres son pozos sin fondo, capaces de absorber toda la atención que uno pueda dedicarles; pero me refiero, claro está, a las que no cobran en metálico por el asunto de la jodienda, y lamentablemente la Fina no cobraba, al menos en metálico.