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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (18 page)

—Lo que han hecho con usted es muy grave. Se ha cometido un delito. De haberle dado en los ojos estaría ciego.

—El que ha disparado, doctor, sabía distinguir perfectamente entre los ojos y el culo. Me ha tirado al culo para avisarme. Déjenos estar, doctor, que aquí en el campo nos arreglamos con nuestro código.

—Pepe tiene razón, doctor —intervino Flora-. Si hay denuncia, el mayor perjudicado será él. Ha visitado el cuartelillo muchas veces, y a pesar de tan frecuente trato, no acaba de caerle bien al cabo comandante. Según el cabo comandante, mi Pepe es un chorizo.

—Bueno, déjenme pensarlo. Por ahora no voy a moverme, pero si hay infección y su salud se resiente, no tendré más remedio que poner la denuncia.

—Gracias doctor. No habrá problema. Pomadita va, pomadita viene, agua que va, agua que viene, y en siete días, mi Pepe podrá correr la maratón esa —prometió Flora.

—Pues nada, a mandar. Ea.

—Ea —dijo el Cigala a modo de agradecimiento.

—Una última cosa —se detuvo el médico-. Aunque sólo sea por curiosidad. ¿Sospechan de alguien como autor de esta bestialidad?

—No sospechamos, doctor. Sabemos quién es. Pero no se preocupe. No habrá venganza ni reyerta. Bastante tiene con el desamor. Mi culo se curará, pero lo suyo es más grave.

—Prométame que no hará una locura, Cigala.

—Se lo juro por mi madre, doctor.

—Ea.

—Ea, y con Dios.

* * *

Llevamos siete copas cada uno. Gran tipo ese Arturas. Ahora, sólo con pensar en Mamá, se pone a llorar. En el cuarto vaso acordamos tutearnos, para facilitar la cercanía.

—Pasado mañana Madrid. De Madrid, a Vilna. Allí, horrible Filipas me espera aeropuerto. De aeropuerto, a casa mía de campo, en bosques de Krivilankas. Ya no más salgo hasta muerte.

—No seas cenizo, Arturas. Estás más fuerte que un abedul.

—Abedules muchos en bosques de Krivilankas. Mueren como los hombres.

—Alturas, toca madera, que hablas de unas cosas que me ponen los pelos de las piernas que atraviesan los calcetines.

—Tú cachonda grande, Cristian. También tu madre muy cachondo.

—No te pases Arturas. Mi madre, de cachonda, nada. Muy fina y muy tiesa.

—De joven era cachondo mayor de academia de baile. Reía sin parar de reír, y movía culo como ardillita
Tambora.

—De verdad, Arturas, que cuanto más me hablas de Mamá, menos la reconozco.

—Me enseñó a decir tacos. Puta, cono, cabrón, leches. Era cachondo, cachondo.

—¿Y de verdad era guapa?

—No guapa, arrebatadora. Junco, flexible, muy pechos duros, sólo cara de pájaro algo.

—¿Salía ya con Papá?

—No, ella no compromiso. Tu padre, luego. Yo, pum pum antes. Lituanos no mentir. Yo a tu madre, seis veces pum pum.

Ni el alcohol podía disfrazar mi escándalo y estupor. O no le comprendía bien, o Arturas Markulonis me estaba soltando en los morros que se había beneficiado a Mamá seis veces cuando era su alumna en la academia de baile.

—Cuando íbamos a pum pum por séptima vez, apareció Filipas y muchos gritos, muchas palabras feas, y nunca más vi tu madre. Llorar meses y meses y años y años. Yo querer que tú entregues paquete misma esta noche. Y beso grande. Pero no cuentes que te he dicho que seis veces pum pum.

—No, Arturas, no le diré nada. Y le daré el regalo.

—Otro vodka, Cristian. Yo borracho. Pero yo quiero más borracho todavía. Tú, otro whisky. Tú también borracho grande. Tú hijo de tu madre seguro. Tu madre borracha. De joven, mucho borracha…

* * *

Ramona se decidió. Lo hizo por Flora, a la que consideraba una compañera divertida e inmejorable, y también por el Cigala, que a pesar de su invencible condición de granuja, le hacía gracia. Ramona se sabía imprescindible en la casa, porque su categoría de cocinera no se podía discutir. Nacida en Zumárraga y criada en Bermeo, poseía todos los secretos de la cocina vasca y era imposible comer en Andalucía como en La Jaralera. No hacía un año que la duquesa de Alba había intentado llevársela a Dueñas, pero Ramona rechazó la magnífica oferta con contundencia.

—Me gusta vivir en campo, señora duquesa, y señor duque no acaba de «convensher». Yo «sinshera». Siento mucho.

Ramona golpeó la puerta del salón con toques pianos. Se oyó la voz de la marquesa viuda, algo lastimera, concediendo el permiso de entrada.

—Con su permiso, señora.

—Hola, Ramona. Me extraña verla por aquí.

—Vengo para que «recapasite», señora marquesa, que esta casa se está convirtiendo en manicomio grande.

—La oigo, Ramona.

—Capellán ha hecho mal, señora. Flora y Cigala besaban, sí, pero hay amor de verdad en ellos. Capellán acusica y chismoso, y además, Cigala es trabajador y activo. No eche, señora marquesa, que es víctima más que culpable.

—Ramona, la moral de esta casa se ha resentido gravemente con la acción de su pinche.

—Amor nunca es inmoral, señora. Si Cigala se va, yo mañana me marcho con duquesa de Alba.

La marquesa no estaba para recibir más bofetadas. Desde que supo, por Tomás, que su hijo se había citado con Alturas Markulonis, su viejo profesor de baile, su mayor y mejor guardado secreto de juventud, la capacidad de su resistencia se hallaba más que deteriorada. Lo de Ramona era la gota que colmaba el vaso de su inseguridad. Sería imposible encontrar a otra Ramona, y su hijo no admitiría su marcha. Menos aún, a Dueñas, donde nunca eran invitados.

—Déjeme pensarlo, Ramona. A propósito, he creído oír gritos y carreras por el jardín.

—Cosas de su edad, señora marquesa. Nada de nada.

—De verdad que lo pensaré, y si puedo echarme atrás de mi decisión sin quebrantar mis principios de autoridad, perdonaré al Cigala. ¿Qué tenemos para comer hoy?

—Cremita de guisantes con curruscos, ternera asada con patatitas y zanahorias, y para don Ignacio, acelgas hervidas. De postre, para ustedes, petisús de crema.

—Gracias, Ramona, buenas noches. El señor marqués no va a cenar. Está en Sevilla. Que Virginia me traiga una bandeja al salón. Y el capellán, que coma en la cocina.

—Yo en «coshina» no quiero a ése. «Deshepsión» grande me he llevado con hombre de Dios.

—Bueno, pues que coma las acelgas donde usted disponga. Pero conmigo, no. No estoy para charlitas.

—Askerrikasko, señora.

—De nada, Ramona.

* * *

Las once y media de la noche. Estoy completamente borracho. Arturas se ha dormido. A ver qué hago con un anciano de noventa y tres años en estado de extrema embriaguez y con el profundo sueño de la cogorza. Ignoro dónde está instalado, y no pienso recorrer Sevilla de hotel en hotel con este cuerpo al lado. Un camarero, por orden mía, ha salido a buscar a Manolo el chófer. La factura, un dolor. Treinta y siete mil del ala. Aquí está Manolo.

—Manolo. Hazte cargo de este cuerpo conservado en vodka y llévalo al coche. Nos vamos a casa.

Manolo, que es fuerte como un caballo, se lo ha echado a los hombros. Arturas ha abierto los ojos y ha pronunciado una frase absurda. Yo, tambaleándome, he llegado al coche de milagro. El portero me ha ayudado a disponer de mi sitio en el asiento trasero. Nada más complicado que entrar en un coche con doce whiskys ingeridos en apenas tres horas. Manolo ha acomodado a Arturas en el asiento delantero. Al sentirse atado por el cinturón, Arturas ha gritado «¡Stalin cabrón!», pero el sopor le ha vencido. He sacado mi manta de viaje, una almohadita monísima que me compré en Biarritz y me he tumbado para dormir un poco la curda durante el camino.

—Buenas noches, señor marqués —ha dicho Manolo.

Al llegar a «marqués», ya estaba dormido.

* * *

Don Ignacio se mostraba indignado.

—De acuerdo con las acelgas, de acuerdo con mi promesa de comer sólo verduras, de acuerdo con respetar que la señora marquesa desee cenar sin mi compañía, pero no puedo tolerar, en nombre de lo que represento, que se me sirva la cena en el pasillo del servicio.

—Pues no cena, don Ignacio.

—Pues ceno. Venga las acelgas, Ramona.

—Por favor.

—Las acelgas, por favor, Ramona.

—Así está mejor.

—¿Y de postre?

—Manzanita reineta sin pelar.

—¡Joé!

Virginia, la sustituta hasta que Flora fuera perdonada, ayudaba a la marquesa a acostarse.

—La estampa de la madre Maravillas, Virginia.

—Ahora mismo, señora.

—La reliquia de san Martín de Porres y el solideo de Pío XII.

—Aquí están, señora.

—Este solideo es el de Juan XXIII, que era muy cabezón.

—Perdone, señora…

—Apague el pasillo cuando se vaya.

—Descuide, señora marquesa.

—Y el cuadrante.

—El cuadrante para que respire mejor, señora. Ahuéquese. ¡Muy bien! Buenas noches, señora.

—Hasta mañana, Virginia.

La marquesa viuda cerró los ojos. Rezó más que otra noche cualquiera. Algo le decía, corazón adentro, que las cosas se estaban poniendo difíciles. Se acomodó el solideo de Pío XII en la cabeza, apretó con fuerza la reliquia de san Martín y, tras besar la estampa de la madre Maravillas, se durmió. No pudo ver, a través de la ventana, las luces del coche que traía a su hijo de Sevilla.

* * *

Manolo frenó dulcemente frente a la puerta de casa. La cabezada del viaje me había venido muy bien. Seguía completamente borracho, pero conservaba la lucidez. Debe de ser la diferencia entre el whisky y el vodka, porque el pobre Arturas permanecía resueltamente tajado y dormido. Tomás, que tiene sus cosas pero es un gran mayordomo, salió a nuestro encuentro al oír el golpe de las portezuelas.

—Buenas noches, señor marqués. Si lo prefiere, no me corresponda al saludo. Tiene usted un aspecto grotesco.

—Estoy borracho como una cuba, Tomás.

—¿Se acordó de mi entradita para ver a Curro?

—Un ojo de la cara me ha costado. En el bolsillo derecho de la chaqueta. La otra es para Manolo, que gracias a él no he entrado en el bar del Colón con la bayoneta puesta.

—Señor marqués, lamento comunicarle que se han traído hasta aquí a un venerable anciano. Hay un señor dormido en el asiento delantero, señor.

—Está mucho más borracho que yo, Tomás. Preparadle un cuarto del ala principal. Que te ayuden Flora o Virginia. Es don Alturas Markulonis, con quien me une una estrecha amistad. Subidlo con mucho cuidado. Ha sufrido una barbaridad en la vida. Tiene una mujer con poco culo que se llama Filipas. Estuvo en un campo de concentración de Stalin, y la señora marquesa viuda fue, y creo que lo sigue siendo, su gran amor. Tratadlo con cariño, como si fuera de casa.

—¿Le ayudo a subir, señor?

—No, Tomás, preocupaos de los restos humanos de don Alturas. Yo, mal que bien, llegaré hasta mi cuarto. Buenas noches, Tomás. Gracias, Manolo.

—Que descanse, señor.

—De nada, señor marqués… ¡vaya curda!

* * *

Vuelta sobre vuelta. La almohada hecha un gurruño. Una gotita de sudor —la primera en su vida-, tuvo el atrevimiento de manifestarse por su frente. Murió en la primera arruga de su airado ceño. La marquesa no podía dormir. Nervios, vergüenza, quizá ilusión. ¡Ay, Arturas! ¡Qué ruptura más absoluta con la firmeza! ¡Qué descomposición en los principios y en las enseñanzas! La marquesa luchaba contra la memoria y la claridad de los tiempos felices. Aquellos diecisiete años de luz y mentira, de misal y velo, de baile ceñido al cuerpo del hombre casado que corregía sus pasos y movimientos. Nunca más supo de él. Cuántas veces, desde su silencio melancólico, había pensado en Arturas, en su sonrisa abierta, sus brazos de hierro, su cuerpo atlético, su… (perdón Dios Mío, su… nada, su… nada). Más de sesenta años pensando en su tumba, en su rincón amado de la heroica Lituania, en su buen Arturas. Y estaba ahí, en Sevilla, a menos de una hora, ahí Arturas, Arturas del alma, su único pecado, su secreto, su humillación, su vergüenza. No podía dormir, no quería dormir, le asustaba dormir y perder la tibia compañía de la memoria. Pero no podía aceptar que Arturas la viera. Huiría de su vejez, y lo que es peor, la llevaría hasta el abismo. Perdería su autoridad y probablemente su prestigio de mujer cristiana y honesta. No, Arturas. No y no. La marquesa viuda de Sotoancho no estaba dispuesta a dejarse hundir en el fango del pecado vencido. No iría a Sevilla, no iría. No, Arturas… amor, amor, amor, Arturas de los años rubios y simulados. No iría a Sevilla, jamás, hasta que Arturas se fuera… qué dolor, aquí y se va. Tantos años y aquí, pero es mejor… que se vaya, amor, Arturas, tu gacelita picarona, tu… no, Arturas. Un hijo, la decencia, el Purgatorio… No iría a Sevilla…

* * *

Marisol desayunaba. Bajo la bata, su desnudez bravía y noble. Tenía cuerpo de rica, huesos de rica, andares de rica. Lucas la miraba asombrado. ¿De dónde habrá sacado esta niña ese empaque y tamaña buenez? Su pobre madre, que Dios aguante en su Gloria, era patizamba y rechoncha, culibaja y percherona. Él, Lucas, igual de poca cosa. Y ella, Marisol, la niña, había nacido como de las nubes, de un sueño lejano, y llegó rubia y esbelta, con cuerpo de rica y una inteligencia luminosa. El marqués había abusado de ella, estaba seguro, y con el capricho cumplido, abandonado por otra. ¡Maldito marqués! Porque la niña, aunque resuelta y alegre, llevaba un tiempo con la mirada entre nubes, «las venas con poca sangre / los ojos, con mucha noche», que algo así recordaba de una leyenda antigua. Lucas retiró la mirada, que le daba vergüenza, vergüenza honda, pensar que estaba analizando a su hija, ahí desnuda bajo la abierta bata, como si no fuera de su sangre.

—¿Un café, padre?

—No, hija. Y cúbrete, que estoy harto de tus desnudeces.

—¿No se levanta, padre?

—No, hasta que te vistas.

—Está usted muy raro, padre. Para mí, que acojonaíto con lo del Cigala.

—¿Por qué no subes a la casa y te enteras, niña?

—¿De qué, padre? ¿De la salud del Cigala o de su persecución policial?

—De lo segundo, hija. A mí, lo que le pase al Cigala…

* * *

A mis años, diez o doce whiskis se notan. Frente a mi cama cuelga una preciosa marina de Regoyos. Los que entienden de estas cosas dicen que vale un dineral. Para Mamá, que Regoyos era un estafador, porque todo lo dejaba a medio pintar. Mamá es tan suya con el arte como con el resto de las cosas. Una noche en Madrid, en casa de los Sueca, ante el retrato de la condesa de Chinchón de Goya, no se pudo aguantar.

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