Los asesinatos de Horus (10 page)

Read Los asesinatos de Horus Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

—Por lo tanto —manifestó Hatasu—, la única manera que tiene el hijo de Omendap de escapar a la sentencia es que se encuentren a los dos oficiales, vivos o muertos. Si aparecen vivos se acabaron los problemas, y si aparecen muertos, Rahmose continuará siendo sospechoso hasta que se aclare que no participó en los asesinatos.

—¿Es por eso que estoy aquí? —preguntó Amerotke, con un tono vivo—. ¿El divino faraón me concederá la gracia de su infinita sabiduría?

Hatasu inspiró con un silbido agudo.

—¡No interfiero en el trabajo de mis jueces! —afirmó tajantemente.

«No, no, a menos que lo consideres necesario», pensó Amerotke. Hizo girar el anillo del cargo en su dedo. Si Hatasu intentaba forzarle, renunciaría al cargo, y se habría acabado todo. No quería convertirse en el hazmerreír de las tabernas y que lo tuvieran por un títere de Hatasu, un hombre al que se podía comprar y vender.

—Calma, Amerotke —murmuró Senenmut, apoyando una mano en el brazo del juez—. Quiero que te formules una pregunta. ¿Rahmose es un asesino?

—He conocido a más de un villano, mi señor, de rostro amable. Dicen que las aguas más calmas esconden las profundidades más traicioneras. Estás preocupado, ¿verdad? Si Rahmose es culpable, perderás la amistad y el apoyo de Omendap, tu comandante en jefe. Si el caso se archiva, perderás la riqueza y el soporte de Peshedu, el padre de los dos jóvenes desaparecidos.

—¿No se puede llegar a un compromiso? —preguntó el Gran Visir.

—Mi señor, tendríamos que esperar a disponer de más pruebas, y ver si se puede llegar a un compromiso.

—¿Irás allí? —preguntó Hatasu—. ¿Irás a investigar tú mismo la Sala del Mundo Subterráneo?

—Por supuesto, mi señora. Sólo los dioses saben lo que hay en el laberinto.

—Pero no vayas demasiado pronto —dijo Hatasu, en voz baja. Se acomodó la túnica de forma tal que dejó al descubierto uno de sus perfectos pechos, con el pezón pintado de color oro. Amerotke se apresuró a desviar la vista, y la reina se rió con coquetería—. La dama Norfret te mantiene ocupado, mi señor juez.

—Nunca tanto como tú, mi señora.

La risa juvenil se escuchó de nuevo.

—El hijo de Omendap puede esperar —añadió Hatasu pausadamente—. He enviado a los exploradores a las Tierra Rojas a ver qué pueden encontrar. Tengo otros asuntos para ti, Amerotke. ¿Has escuchado los rumores que circulan sobre la reunión de los sumos sacerdotes?

—Ah, sí, su encuentro en el templo de Horus.

—Es algo muy importante —declaró Senenmut. Se quitó el pectoral, lo apoyó en la rodilla y siguió con el dedo, delicadamente, el contorno de oro que representaba la figura del dios Osiris—. Tú conoces la situación, Amerotke. Hatasu es faraón por decreto divino. Hereda el trono como hija de Tutmosis I, además de haber sido concebida por el dios Amón en el vientre de su madre.

Amerotke mantuvo el rostro impasible. Ésta era la exaltación que se escuchaba por toda Tebas, se veía en las pinturas de los templos, en los pilares y en las plegarias escritas en los santuarios y los monumentos reales. Hatasu no sólo era de descendencia divina por parte de padre sino que había sido concebida por el propio Amón en persona.

—La gran victoria de nuestra divina señora en el norte —añadió Senenmut—, la destrucción de sus enemigos, la aclamación del pueblo han confirmado su verdadero destino.

—Sólo tienes que esperar a la confirmación de los sacerdotes —señaló Amerotke—, y todo quedará sellado.

—Quiero que mañana asistas a su reunión —manifestó Hatasu con una mirada divertida en sus ojos azules—. Tú hablarás en mi nombre, Amerotke. Tú serás el paladín de mi causa. Tú, el sumo sacerdote de Horus, Hani, junto con su esposa la dama Vechlis.

—No tendrás partidarios mejor dispuestos —afirmó Amerotke—. Es muy cierto que los asuntos de la Sala de las Dos Verdades pueden esperar, pero ¿qué más hay?

—Verás, Amerotke —respondió Hatasu con una amplia sonrisa—. Uno de tus viejos amigos ha decidido intervenir en el tema.

El juez la miró, intrigado.

—El asesinato —explicó la reina—. ¡La mano de Seth, el dios pelirrojo!

C
APÍTULO
V

A
merotke tuvo que esperar un tiempo. Senenmut apiló los cojines y acomodó las sillas para que todo tuviera un aspecto más formal.

—Lo único que cuenta son las apariencias —comentó con un tono zumbón.

Hatasu estaba sentada en una silla, como si fuera un trono, con Senenmut y Amerotke sentados ante ella en unos taburetes más bajos, cuando hicieron pasar al sumo sacerdote Hani y a Vechlis. La reina acabó rápidamente con las formalidades, permitiendo al sumo sacerdote y a su esposa que le besaran el pie antes de indicarles los taburetes para que se sentaran.

—Majestad, venimos directamente del templo —dijo Vechlis—. El padre divino Prem ha sido víctima del más espantoso de los asesinatos.

Describió brevemente las circunstancias que rodeaban la muerte del anciano sacerdote. Su marido estaba visiblemente agitado. Conocido por su cargo con el nombre de Horus, el rostro de Hani se parecía muy poco al del dios halcón a quien servía. Vechlis estaba hecha de otra pasta; de rostro duro, sus ojos brillaban cada vez que miraba a Hatasu. Amerotke escuchaba, fascinado. La mayoría de los asesinatos eran torpes, maliciosos, sin ninguna preparación previa. Éste era diferente. Cuando Vechlis terminó su relato, Hatasu miró a Amerotke.

—De acuerdo con las pruebas, juez supremo —manifestó la reina—, el padre divino murió atacado por un felino salvaje. Sin embargo —Hatasu miró al supremo sacerdote—, ¿había algún rastro de la presencia de una bestia en la habitación?

Hani sacudió la cabeza.

—¿Se sabe de alguien que deseara su muerte?

El sumo sacerdote volvió a negar.

—Era muy querido —señaló Vechlis—. Un anciano erudito. ¿Quién querría matar a un pobre viejo de una manera tan siniestra?

—Y, por supuesto, está la otra muerte —intervino el Gran Visir.

—Sí, mi señor Senenmut, efectivamente —respondió Hani—. Neria, nuestro archivero y bibliotecario mayor, bajó a los antiguos pasadizos debajo del templo. En el centro, como sabéis, se encuentra la tumba del más antiguo de los faraones de Egipto, Menes, de la línea del Escorpión. Fue el día que Su Divina Majestad visitó el templo. —Hani hizo una pausa—. Todos los visitantes e invitados descansaban después de la fiesta, un sirviente vio el humo que subía por el hueco de las escaleras que llevan a la tumba y dio la voz de alarma. —Sacudió la cabeza.—. Una visión espantosa —murmuró—. Neria debía de estar subiendo las escaleras, cuando alguien abrió la puerta, lo roció con aceite y después le prendió fuego. Sólo quedaron restos carbonizados.

—¿Crees que estos asesinatos tienen algo que ver con la reunión de los sumos sacerdotes en tu templo? —preguntó Amerotke.

—Quizá —contestó Hani—. Pero todos son hombres santos, mi señor Amerotke. Llevan los nombres de los dioses de Egipto: Isis, Osiris, Amón, Anubis, Hathor. Cinco en total, seis si me contáis a mí.

—Pero los asesinatos comenzaron con su llegada —insistió el juez—. ¿Cuánto tiempo llevan allí?

—Dos o tres días. Hasta ahora sólo hemos discutido temas mundanos: las ganancias, los impuestos, el funcionamiento de las academias de la Casa de la Vida, los ritos y normas de los diferentes templos. —Hani parecía avergonzado—. Comenzamos a discutir el tema del divino faraón pero, en realidad, avanzamos muy poco.

—¿Quién insistió en que la reclamación de Su Majestad al trono de Egipto fuera tema de un debate posterior?

—No lo sé, mi señor Amerotke. —El hombre se encogió de hombros.

—Oh, venga, venga —intervino Senenmut, impaciente—. Es bien sabido, mi señor Hani, que los sumos sacerdotes, aparte de ti y tu esposa, no se han mostrado muy entusiasmados a la hora de aceptar la voluntad de los dioses. Nosotros —el Gran Visir desvió la vista un segundo hacia Hatasu—, hemos decidido presionar un poco inquiriendo su opinión. —Se encogió de hombros—. Algunas personas lo consideran un error. No es nuestro caso. Al menos, el tema ahora es de dominio público, pero —añadió con un tono de advertencia—, exigimos su apoyo.

—Son tradicionalistas —se lamentó Hani—. Han visto las turbulencias provocadas por… —Vaciló, mientras miraba a Hatasu con una expresión de miedo.

—Dilo, mi señor —dijo la reina, con un tono firme—. Escupe las palabras que llevas en el corazón.

—Los hicsos han sido rechazados —continuó Hani, que más que hablar farfullaba—. Durante los últimos sesenta años, la Tierra de los Dos Reinos ha conocido la paz, la seguridad, y el poder en el extranjero. ¿Por qué han de aceptar a una reina como faraón, cuando hay un… —La voz de Hani se quebró.

—Heredero. El hijo de tu marido, Tutmosis —acabó Vechlis por su esposo—. Mi señora, sólo repito lo que escucho. Los sumos sacerdotes creen que el niño debería llevar la doble corona de Egipto.

—¿Dónde comenzaron tales rumores? —preguntó Amerotke.

—Se nos tiene a las mujeres por unas terribles chismosas, pero no somos nada comparadas con un rebaño de sacerdotes. —Vechlis esbozó una agria sonrisa.

—¡Ésa no es manera de hablar de tus hermanos! —le reprochó Hani.

Vechlis lo miró con una expresión de desprecio, antes de desviar la vista.

—¿Cómo seguirá el debate? —preguntó Amerotke—. ¿Qué convencerá a este, como tú acabas de llamar, rebaño de sacerdotes que Hatasu reina por decreto divino?

—Un estudio del pasado —respondió Hani en el acto—. Un examen de los archivos, de los antiguos manuscritos.

—Ah. —Amerotke levantó una mano—. Así que ya tenemos el motivo para los asesinatos de Neria y Prem. Ambos eran eruditos especializados en la historia de Egipto, ¿no?

Hani asintió.

—Apostaría un tarro de incienso dorado —añadió Amerotke—, que sus simpatías eran bien conocidas.

—Eran de la misma opinión que nosotros —señaló Vechlis—. Que Hatasu fue concebida divinamente, que su extraordinaria victoria sobre los mitanni, como sus triunfos sobre los enemigos interiores, son señales evidentes del derecho de la divina Hatasu a gobernar.

—Hatasu controla al ejército, al pueblo —opinó Amerotke—. ¿Qué puede decir esta camarilla de sacerdotes? ¿Qué ella no tiene ningún derecho? ¿Van a despojarla del cayado, el látigo, la corona, y el
nenes
?

—No, no. —Vechlis jugó con uno de los canutos de plata de la peluca—. Estoy segura de que no serán tan atrevidos ni estúpidos. Su Majestad sabe lo que sucederá.

—¿Una campaña de rumores? —sugirió Senenmut.

—Sí, mi señor. Su oposición no será fuerte como el viento, sino como una brisa suave y persistente que buscará cualquier descontento o disensión, atenta a las señales de mal agüero y los portentos.

—Por supuesto, estos asesinatos —manifestó Hatasu, acalorada—, serán considerados como señales del reproche divino.

—Precisamente, Majestad —afirmó Hani—. Ve al mercado, a los muelles, al Santuario de los Botes, a las tabernas, cruza el Nilo para ir a la Necrópolis, o incluso aquí, en la Casa del Millón de Años, y verás a aquellos que propalan los rumores, ocupados como serpientes, que reptan atentos a cualquier oportunidad. Esperan al acecho.

—¿Cómo podré acabar con ellos? —preguntó Amerotke—. Majestad, no soy un erudito ni un teólogo.

—Tú eres el símbolo de nuestra divina voluntad —le contestó Hatasu—. Tienes la mente clara y un ingenio vivo. Tú defenderás mis derechos y atraparás al asesino. —Hatasu apretó los puños y se irguió en la silla, con los ojos brillantes de pasión—, ¡Créeme, me ocuparé de que el culpable acabe crucificado en la muralla de Tebas!

Amerotke movió un poco el taburete para mirar a Hani y a su esposa.

—Estas muertes tienen varias cosas en común —comento—. Ambas víctimas eran miembros de tu templo; ambos tenían un profundo interés en la historia de Egipto; ambos murieron en circunstancias muy misteriosas.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Hani.

—Que el asesino debe de ser alguien que conoce muy bien el templo de Horus.

—Te olvidas de una cosa —apuntó Vechlis—. Todos los sacerdotes de Egipto han estudiado en nuestra Casa de la Vida y en su Escuela de Escribas.

Amerotke asintió; había olvidado el detalle. El templo de Horus era famoso por la calidad de sus profesores y, porque guardaba el cuerpo del primer faraón de Egipto, el misterioso dios Escorpión, se lo consideraba como un lugar especialmente sagrado, un santuario, una lugar de peregrinación.

—Dices —Amerotke jugó con el anillo que llevaba en el meñique— que este debate sobre la sucesión del divino faraón ha causado una gran controversia entre los sacerdotes. Excepto para ti, mi señor Hani, y tu esposa, que como bien es sabido, sois sus más fervientes partidarios.

—Pero, ¿quiénes no lo son? —replicó Hani en el acto.

—Los otros sumos sacerdotes —exclamó Hatasu—, ellos no ocultan su hostilidad.

—¿Y quién más? —preguntó Senenmut.

—Lo sabes muy bien, mi señor —contestó Vechlis—. Sengi es el jefe de los escribas en nuestra Casa de la Vida. Ante los eruditos, ha manifestado abiertamente su oposición.

El rostro de Hatasu enrojeció de ira ante la mención del nombre de Sengi. Incluso en la Sala de las Dos Verdades, Amerotke había oído hablar de este brillante erudito que había sido uno de los protegidos del difunto marido de Hatasu, el divino Tutmosis II. Sengi no pertenecía a ninguna facción, pero siempre ponía en duda como una mujer podía sentarse en el trono de Egipto.

—Sengi cuenta con la ayuda de un erudito errante —añadió Vechlis—, un hombre famoso por su dominio de la retórica y el debate. Este viejo amigo de nuestro jefe de los escribas se ha apresurado a venir a Tebas para ofrecer su asistencia.

—¡Pepy! —exclamó Hatasu.

—Sí, mi señor, Pepy.

Amerotke entrecerró los párpados. Recordaba el tiempo que había pasado en la Casa de la Vida, en el templo de Maat. Ah, sí, Pepy. Un erudito visitante que se dejaba crecer el pelo, la barba y el bigote para mofarse de las modas de los sacerdotes y los escribas; alto, delgado, con ojos de mirada burlona y labios de acero. Los eruditos murmuraban que Pepy no creía en nada. Para él no había Horizonte Lejano, dioses o Campo de los Benditos. Proclamaba que la momificación de los cuerpos era un desperdicio de tiempo y valiosos tesoros, que los muertos se convertían en partículas que se llevaba el viento del desierto.

Other books

Danny Dunn on a Desert Island by Jay Williams, Jay Williams
Tug by K. J. Bell
A Place of Execution by Val McDermid
Tortuga by Rudolfo Anaya
Long Gone Girl by Amy Rose Bennett
Mujercitas by Louisa May Alcott
California Hit by Don Pendleton