—Hombrecillo, en mi juventud fui un amemet. Durante un tiempo los dirigí; entonces los dioses me castigaron. Yo quitaba vidas, ellos me quitaron la mía. Así que me fui a las Tierras Rojas. Volví para redimirme. Trabajo para los muertos. Embalsamo los cadáveres de los pobres y no pido ningún pago, excepto vino y comida para mí y mis sirvientes. Conozco a los amemets, Nehemu no era uno de ellos.
—Recibí una tortita de semillas de algarrobo —manifestó Amerotke.
—¿Y qué que hayas recibido una tortita de semillas de algarrobo?
—¿No es esa una advertencia de los amemets?
—Dime cómo llegó.
—En una caja de sándalo y envuelta en un trozo de papiro.
Lehket se echó a reír a mandíbula batiente al oír estas palabras.
—Si esto fuera cosa de los amemets, puedes estar seguro que no malgastarían en una caja de esa calidad. Te pueden enviar lo que sea: una maldición, una tortita, pero siempre se entrega personalmente, en mano. La persona que te envió la tortita, mi señor juez, no era más miembro de los amemets de lo que podría ser Asural, el jefe de la guardia de tu templo. El gremio de los asesinos se ha desbandado, su sanguinario trabajo se ha detenido. Busca entre tus enemigos, juez supremo, allí encontrarás al remitente y, quizás, a tu asesino. Ya estoy enterado de tu viaje a través del Nilo.
Amerotke le dio las gracias y amagó levantarse.
—Ah, una cosa más —dijo el leproso.
El juez lo miró.
—La Sala del Mundo Subterráneo, el laberinto que construyeron los hicsos en las Tierras Rojas El hijo de Omendap está acusado del asesinato de dos de sus compañeros, ¿no es así?
Amerotke asintió.
—Cuando yo era un amemet, y los dioses saben que la sangre todavía me pesa en el alma, llevamos allí a un mercader, a un hombre que nos contrató pero que no nos quiso pagar. Lo empujamos al laberinto.
—¿Y? —preguntó Shufoy.
—No volvió a salir jamás.
—¿Qué le pasó?
—No lo sé, mi señor Amerotke. Pero esperamos tres días. De haber salido, hubiéramos dado por saldada la deuda. Enviamos a un hombre por encima de las piedras, pero no pudimos encontrarlo. Juro que no entró ningún animal salvaje, y desde luego, nadie volvió a salir.
***
Amerotke y sus compañeros regresaron al templo de Horus. En cuanto desembarcaron en el muelle, el sumo sacerdote Hani y la dama Vechlis salieron a recibirlos a la Sala de las Bienvenidas. Ambos parecían muy perturbados, lo mismo que Prenhoe, quien permanecía en el umbral balanceando el peso del cuerpo de un pie al otro, ansioso por escuchar lo que había ocurrido. Vechlis cogió la mano de Amerotke y le miró a la cara.
—Nos enteramos de la noticia por uno de los marineros. Demos gracias a los dioses por haberte salvado.
—Sí, y gracias otra vez. —El sumo sacerdote Amón, seguido por Isis, Osiris y Anubis, apareció en la puerta. Los sacerdotes apartaron a Prenhoe y entraron con los ojos brillantes ante la perspectiva de nuevos debates y enfrentamientos—. Seguramente, recordarás tus palabras de anoche —añadió Amón, que no pudo disimular el rencor en su voz—. Sabes muy bien, mi señor Amerotke, que esa embarcación nunca llevaría una carga de sangre en la bodega. Fue puesta allí con toda intención, para que tuvieras una muerte blasfema.
—¿Todavía nos aconsejas que permanezcamos aquí? —preguntó Osiris.
—No pude evitar lo sucedido —interrumpió Hani. Miró furioso a sus colegas—. Cualquiera pudo subir a la embarcación y llenar los cántaros con sangre.
Amerotke se apartó un paso y observó a los sumos sacerdotes, se fijó en las cabezas afeitadas y los rostros afilados. Aparte de Hani, parecían hermanos, unidos en la malicia y la perfidia. Se preguntó si todos ellos estarían involucrados en los asesinatos, que cada uno encubriera a los demás, para provocar el máximo daño posible y sembrar el miedo, dejando que se transmitiera por los muchos cauces de rumores que atravesaban Tebas. Las expresiones de sus rostros dejaban claro que estarían encantados si el consejo interrumpía la sesión en estos momentos; así podrían regresar a sus templos con la satisfacción de haber visto cómo el éxito coronaba sus malévolos planes, dejando que el pobre Hani cargara con todas las culpas.
—¿Has realizado una investigación a fondo? —le preguntó el juez a Hani.
El sumo sacerdote de Horus sacudió la cabeza.
—El Santuario de los Botes está abierto a cualquiera. Al anochecer es un lugar desierto. Los marineros prepararon la embarcación, se aseguraron de que estuviera lista para la mañana y después se fueron a sus casas.
Vechlis volvió a coger la mano de Amerotke y se la apretó con afecto.
—Todos lo lamentamos muchísimo —manifestó con lágrimas en los ojos—. ¿Debemos informar a la divina Hatasu?
—Probablemente se enteró antes que nosotros —se mofó Amón.
—Éste es sin duda un lugar de muerte. —Isis sacudió la cabeza—. Mi señor Hani, me han dicho que también ha muerto uno de los servidores del templo.
—Como consecuencia de una apoplejía —replicó Hani, en el acto—. Todos lo tenían por un borracho.
—¿Quién era? —preguntó Amerotke, aunque estaba seguro de saber la respuesta.
—Sato —le informó Vechlis—. Mi señor Amerotke, lo encontraron muerto en su habitación, poco antes del mediodía. El cadáver ya se lo han llevado a los embalsamadores. En cuanto a la estancia, mi esposo dispuso que no tocaran nada hasta que tú la inspeccionaras. ¿Quieres darte un baño y purificarte?
Amerotke asintió. Se sentía cansado y oprimido por estos sacerdotes que lo rodeaban como buitres. Quería marcharse, pero por encima de todo quería visitar la habitación de Sato. No se creía, en absoluto, que la muerte del rechoncho sirviente se debiera una apoplejía. Agradeció cortésmente el interés de todos por su bienestar y salió de la Sala de las Bienvenidas para dirigirse a la torre. Prenhoe corrió detrás de su pariente.
—Anoche tuve un sueño, mi señor —exclamó el escriba, muy agitado.
—Si no me dejas en paz ahora mismo —replicó el juez con un tono furioso—, será el último sueño que tendrás—. Se detuvo, tan bruscamente, que Prenhoe tropezó con él—. ¿Tienes alguna otra noticia?
—Mensajes de la corte —respondió Prenhoe—. Los ojos y oídos del faraón insiste en que se le permita presentar su acusación contra el joven Rahmose. Se disculpa, pero dice que, como tú, él también debe responder a las presiones.
—Sí, no me cabe la menor duda. —Amerotke se pasó la mano por la túnica para secarse el sudor—. ¿Qué más?
—Omendap.
Amerotke cerró los ojos. Omendap, el comandante en jefe de los ejércitos del faraón, le estaba presionando para que archivara el caso. Abrió los ojos.
—¿Qué tenía que decir el mensajero del general?
—Que transcurren los días y que él está ansioso por proclamar la inocencia de su hijo por toda Tebas.
—Pues tendrá que esperar —afirmó Amerotke—. ¡Shufoy, busca a un sirviente! Quiero inspeccionar la habitación de Sato.
Cuando llegaron, la habitación estaba desierta y casi vacía. Amerotke comprendió que los otros sirvientes del templo no habían tardado nada en repartirse las humildes posesiones del difunto. Sin embargo, quizá porque Hani lo había ordenado, el vaso y la jarra de vino tumbada estaban sobre la mesa, donde el líquido derramado formaba un charco oscuro que atraía a las moscas.
—¿Quién dijo que fue un ataque de apoplejía? —preguntó Amerotke, que se acercó a la ventana para mirar al exterior.
—Los físicos del templo vinieron aquí y examinaron el cadáver a fondo —respondió Prenhoe—. No era ningún secreto que el rechoncho Sato era muy aficionado al vino. Pero he estado muy ocupado en tu nombre, mi señor.
Amerotke se volvió hacia el escriba. Se sentó en el alféizar.
—¿Hasta qué punto, Prenhoe?
—Sato salió esta mañana. Según he oído decir, en busca de una muchacha, una cortesana que le había vendido sus favores.
—Sí, sí, recuerdo que la mencionó. ¿Alguien sabe quién es?
Prenhoe sacudió la cabeza.
—Cuando regresó… —El escriba hizo una pausa al escuchar unos sonoros ronquidos y miró por encima del hombro. Asural montaba guardia en el exterior, pero Shufoy se había acomodado en un rincón y ahora dormía profundamente.
—El pobre está agotado —comentó Amerotke en voz baja—, y muy afligido por la pérdida de todas sus pócimas y remedios. Esta mañana luchó como un auténtico guerrero. Estoy tan cansado que ni siquiera he tenido tiempo para agradecerles como es debido a él y a Asural todo lo que hicieron. Continúa, Prenhoe.
—Sato regresó al templo. Al parecer estuvo bebiendo y, según dicen los sirvientes, había estado buscándote. Dijo que tenía algo que contarte. Ya sabes como se ponen los sirvientes cuando tienen alguna noticia importante que comunicar.
Prenhoe siguió la mirada de Amerotke. El juez supremo miraba la pared. Se acercó para observar atentamente las marcas de unas manos.
—Son frescas —murmuró Amerotke—. Hay seis o siete. Mira, Prenhoe. Al parecer, Sato mojó las manos en el vino y después las apoyó en la pared.
—Los físicos dijeron que pudo hacerlo mientras agonizaba.
—¿Dónde encontraron el cuerpo?
Prenhoe señaló el zócalo.
—Allí, hecho un ovillo. Tenía las manos manchadas de vino.
Amerotke había visto a más de un hombre morir de apoplejía. Eran muertes súbitas. Volvió a observar la mesa, el vaso y la jarra tumbada. Sato había estado sentado a la mesa cuando bebió el vino. Después, se había acercado a la pared. El juez observó una vez más las manchas rojizas.
—¿Han comprobado el vino?
—Vine aquí cuando los físicos todavía estaban examinando el cadáver —contestó el escriba—. Olieron el vino, el vaso y la jarra. Incluso probaron el vino. Era de lo más puro, sin mácula.
El juez supremo se acercó a la mesa. El vino parecía espeso como la sangre. Advirtió que el líquido no había afectado para nada a ninguna de las moscas que se posaban en el alcohol derramado. Las criadas de su casa a menudo utilizaban los restos de vino picado como un matamoscas muy eficaz. Se sentó en un taburete y continuó observando la mesa.
—¿Hay algo que está mal, mi señor?
Como si se lo hubieran preguntado a él, Shufoy soltó un ronquido tremendo y chasqueó los labios, murmurando algo en su sueño.
—Sí, lo hay, Prenhoe. Mira. —Amerotke le indicó con un ademán que se situara al otro lado de la mesa—. ¿Qué ves que te llame la atención?
Prenhoe levantó la jarra, el trozo de cordel y la tapa de papiro.
—¿Sato hubiera podido permitirse el lujo de un vino tan caro? —preguntó.
—Bien dicho —aprobó Amerotke—. Pero la jarra es barata. —Mojó un dedo en el vino y lo olió—. Mira la mancha.
Prenhoe obedeció a su pariente.
—¡Hay dos manchas! —exclamó, al tiempo que señalaba una segunda más descolorida—. Quizá Sato derramó un vaso de vino en alguna ocasión anterior.
—No lo creo. Estoy convencido de que fue el asesino quien derramó el vino después de matar a Sato. ¿Sabes lo que creo que pasó, Prenhoe? Esta mañana, Sato fue de aquí para allá proclamando que quería verme. El asesino se enteró. Quizá ya tenía decidido matar a Sato por si hubiera visto algo que pudiera acusarlo, así que deja una jarra de vino envenenado en la habitación. Sato regresa, cansado y desilusionado. Como buen borrachín, le parece increíble tener tanta suerte cuando ve el vino. Alguien caritativo le ha regalado una jarra de vino. Quizá creyó que se lo había enviado yo mismo, o la prostituta que buscaba con tanto anhelo. Un hombre como Sato no hace preguntas, llena un vaso y se lo bebe de un trago, llena otro, pero ya tiene el veneno en el estómago, y empieza a hacer su efecto. Tumba la jarra, deja caer el vaso. Es consciente de dos cosas: que se está muriendo y que lo han envenenado, probablemente, por lo que quería decirme. Se acerca a la pared. —Amerotke miró por encima del hombro las manchas que al secarse ya no eran tan nítidas, aunque todavía se notaba el contorno de las palmas y los dedos separados—. Me pregunto que intentaba decir. —Sacudió la cabeza—. El pobre Sato muere, el veneno detiene su corazón, tiene todo el aspecto de un ataque. Dudo que mi señor Hani insistiera demasiado en averiguar las causas de la muerte; lo último que desea nuestro sumo sacerdote es que alguien mencione la palabra asesinato.
—¿Está ocultando alguna cosa? —preguntó Prenhoe.
—Podría ser. —Amerotke se levantó para acercarse de nuevo a la ventana—. Pero, aquí también, la explicación más sencilla es la más probable. Hani no quiere que la muerte de Sato se considere sospechosa. Estoy seguro de que los físicos no indagarán demasiado a fondo, y hay polvos y pócimas que no se pueden rastrear. —Se encogió de hombros—. ¿A quién le importa saber cómo murió el gordo Sato, un sirviente del templo? Pueden llegar a decir que murió de tristeza aunque, por supuesto, siempre habrá alguien que murmure.
—Pero el vino no está corrompido.
—No, no lo está. Es probable que el asesino esperara aquí el regreso de Sato. Es una parte solitaria y abandonada del templo, el criminal esperó, subió las escaleras. Si Sato aún vivía, le convencería para que se bebiera el vino, pero, por supuesto, su víctima estaba muerta. El asesino llevaba una bolsa, otra jarra de vino y un trapo; retiró la primera jarra, limpió la mancha de vino envenenado y lavó el vaso.
—Y después, derramó el vino de la segunda jarra, ¿no es así? —apuntó Prenhoe.
—Muy bien, mi avispado escriba. Así que tenemos un cadáver y vino puro. Se llevan rápidamente el cadáver de Sato sin que nadie denuncie que fue un asesinato.
—¿Cuándo acabará todo esto? —preguntó Prenhoe, con voz cansada.
—Muy pronto —replicó Amerotke—. La respuesta la tiene Neria; él fue el primero en morir. Si descubrimos el motivo, descubriremos al asesino.
A
merotke cogió a Shufoy en brazos, salió de la habitación y cruzó los jardines para ir a sus aposentos. El enano dormía plácidamente, roncando como un cerdo. El juez lo acomodó en la cama y cerró el mosquitero para evitar que lo molestaran los insectos.
—Asural, quédate aquí y vigila a Shufoy. —Miró a Prenhoe de arriba abajo, y caminó lentamente alrededor del joven—. ¿Te importa mojarte?
—¿Cómo dices, mi señor?
—¿Qué soñaste anoche?
—Soñé que estaba nadando en el Nilo en compañía de dos muchachas desnudas. Me puse de pie allí donde tocaba fondo. Una de las muchachas se puso delante de mí, la otra detrás y comenzaron a apretarme con los pechos.