Los asesinatos de Horus (32 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

—Kyembu.

—Kyembu tenía que desaparecer. Antef y tú no veíais la hora de que se marchara. Kyembu se ocultó hasta la reciente guerra contra los mitanni, cuando toda Tebas se vio sumida en el caos. Antef y el resto del ejército marcharon al norte y Kyembu reapareció. Tú y él os reunisteis. Llegasteis a un acuerdo. Kyembu se unió a los seguidores del ejército: aquella horda de ladrones, vagabundos, asesinos, prostitutas y saqueadores que siguen a todos los ejércitos. Cambió su apariencia. Nadie lo reconoció, así que nadie hizo preguntas.

—¡Pero era un cobarde! —exclamó Dalifa.

—Sí, lo era. Kyembu no quería pelear, pero no pudo evitarlo, ¿verdad? Los mitanni atacaron el campamento del ejército del faraón. Kyembu y toda aquella horda de malhechores se vieron envueltos en el combate. Por supuesto, cuando la divina Hatasu logró la victoria, ellos fueron los primeros en ir a recoger el botín.

—Eso es lo que tuvo que suceder —opinó la muchacha—. Kyembu, seguramente, encontró el cadáver de su hermano, le robó las insignias personales, se afeitó, se bañó y se hizo pasar por Antef. Eran idénticos en casi todos los aspectos. Quizá desfiguró el rostro de su hermano. Después, viajó a lo largo del Nilo, antes de regresar a Tebas y contar la historia de la pérdida de memoria.

—Me gustaría creerlo —replicó Amerotke—. Parece lo más lógico y tiene sentido. El impostor regresó a Tebas. Se mantuvo bien lejos del regimiento de Antef. Incluso, si alguien advertía algo extraño, Kyembu siempre podía atribuirlo a las campañas, a sus heridas o a su larga ausencia. Pero tú eras la esposa de Antef. A ti no te podía engañar, ¿no es así? Otro aspecto intrigante es tu relación con el joven escriba del templo. El cortejo fue breve, te casaste…

—Pero lo hice cuando creí que Antef estaba muerto.

Amerotke permaneció callado unos momentos, mientras escuchaba los sonidos del exterior.

—No te creo. Dalifa, estás mintiendo. Esto es lo que ocurrió: Antef se fue a la guerra. Su hermano mellizo no tardó en reaparecer y encontrarse con la adorable Dalifa sola y muy triste.

—Estaba muy feliz.

—¡No, no lo estabas! Antef era un soldado muy rudo, rápido con los puños. Kyembu no era mejor. Una cosa que me sorprende es que a Kyembu se le ocurriera acercarse al regimiento. Sospecho que entre los dos planeasteis la muerte de Antef. A Kyembu se le prometió una recompensa. ¿Quizá te deseaba a ti y a tu riqueza? Así que siguió al ejército sólo para encontrarse inmerso en una batalla. Yo estuve allí, Dalifa. Los combates tuvieron lugar hasta más de una legua alrededor de un oasis. ¿Kyembu encontró a su hermano solo y lo asesinó? —Amerotke hizo una pausa—. ¿O quizá Kyembu volvió a reconciliarse con su hermano? Antef ya lo había protegido antes, ¿por qué no ahora? ¿Te imaginas la escena, Dalifa? ¿Kyembu escudándose detrás de su valiente hermano? Sólo Maat sabe lo que pasó en realidad.

»No fue una coincidencia que Kyembu encontrara a su hermano, sino el resultado de su siniestro plan. En medio de toda aquella violencia, durante las matanzas sin cuartel, Kyembu mató a su hermano o lo remató. Se hizo con las insignias personales de Antef, le desfiguró el rostro, pero dejó las pruebas suficientes para sugerir que Antef había muerto en el combate. Hecho esto, desapareció.

»Ahora bien, Kyembu era un bravucón y un charlatán. Durante un tiempo se comportó como el valiente soldado que ha vuelto de la guerra. Consiguió engatusar a la hija de un mercader y, sin pensar en el mañana, se instaló para disfrutar del beneficio de sus artimañas.

—¿Por qué no regresó a Tebas inmediatamente?

—Oh, ya lo haría en algún momento para recoger su recompensa, ya fuera plata o tus encantos. Sin embargo, un rufián es un rufián. El leopardo nunca cambia las manchas. Kyembu era un delincuente nato. Cuando descubrieron sus robos, lo echaron de Menfis. Tenía que trazar algún otro plan. No podía continuar para siempre con la farsa del valiente soldado que ha perdido la memoria. Por lo tanto, consideró que era el momento oportuno para cobrar su recompensa, o dedicarse al chantaje.

»Kyembu regresó a Tebas, pero la situación había cambiado. La hermosa Dalifa se ha casado y, lo que es más importante, se ha convertido en una mujer rica. Kyembu te quería tener, y desde luego, ansiaba tu riqueza. La única manera de conseguirlo era arriesgándose. Continuó diciendo que era Antes pero se mantuvo bien lejos de su antiguo regimiento. Si alguien notaba algún cambio significativo, ya se le ocurriría una explicación.

—Podría decir que me engañó a mí también —exclamó Dalifa.

—Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? Nadie aceptaría que pudieran engañarte con tanta facilidad. Supongo que Kyembu te abordó, a ti, primero. Podía amenazar a tu nuevo marido, pedir que le compraran su silencio, pero Paneb haría preguntas, ¿no es así? ¿Su esposa derrochaba su riqueza? Kyembu, el jugador, decidió apostar fuerte. Había personas que lo apoyaban: un veterano soldado que se había distinguido por su valor en combate, herido cuando luchaba por su faraón y que regresa a casa para encontrarse con su bonita y joven esposa en los brazos de otro hombre.

—¿Pero tú no lo creíste?

—No, no lo hice. No sé por qué. Algo en la manera en que vosotros dos os arrodillasteis delante de mí en la sala. La prueba se consiguió más por un mero accidente que como resultado de la lógica y la deducción. —Amerotke sonrió—. Bueno, hasta cierto punto, Kyembu fue el responsable de su propia caída. Debió de creer que la victoria sería fácil. Cuando me demoré en resolver a su favor, Kyembu hizo honor a su fama de fanfarrón y pendenciero y me atacó. Había sido testigo de las amenazas de Nehemu y decidió vengarse, hasta que intervino Shufoy.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Dalifa—. Podrían acusarme de asesinato.

—Cuéntame tu historia —insistió Amerotke—. Dime la verdad.

—Mi madre murió cuando ya era poco más que una niña. Quería a mi padre, un hombre muy trabajador. —Dalifa, más tranquila, entrecerró los párpados y se apoyó en la pared—. Mi padre me mimaba. Un día me encontraba con otras muchachas en el mercado, delante del templo de Amón-Ra. Conocí a Antef, el apuesto y valiente soldado. Ya sabes como son los jóvenes. Me enamoré locamente. Mi padre me advirtió de lo que podría pasar, pero yo insistí en casarme.

—¿Estabas enterada de la existencia del hermano mellizo de Antef?

Dalifa se rió con una risa amarga.

—¿Tengo que contarte cómo conocí a Kyembu? Durante los primeros días de mi matrimonio me pareció que había ocasiones en las que Antef se comportaba como si fuera otra persona, sobre todo en los temas de cama. —Las lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha—. Entonces, descubrí la cruel jugarreta. Antef tenía un hermano mellizo. Eran tan parecidos que sólo el tiempo me enseñó a distinguirlos. A ellos les parecía muy divertido. Habían empleado la misma jugarreta con otras mujeres. —Dalifa se enjugó las lágrimas—. Durante semanas me sentí enferma, sentía una profunda repulsión. No me atreví a decírselo a mi padre. Creo que por eso mi vientre se secó. Nunca concebí un hijo.

—¿Te negaste a seguirles el juego? —preguntó Amerotke.

—¿Cómo podía hacerlo? Me llevó tiempo aprender a distinguirlos. Se mofaban de mí. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, fui advirtiendo las diferencias. Antef era un matón. Bebía mucho, me pegaba pero tenía un mínimo sentido del honor. Kyembu —pronunció el nombre con asco—, era peor que un excremento de perro: un jugador vicioso y cruel. El propio Antef comenzó a preocuparse. Kyembu estaba siempre jugando. Una noche, aceptó una apuesta y la perdió. Tuvo que pagar el precio: atravesar la Sala del Mundo Subterráneo. Cuando regresó a nuestra casa, se quitó la máscara. Se mostró como el cobarde que era. Antef dijo que él sería su fiador; después de todo, era un oficial de los nakhtu-aa. Antef le dio a escoger entre tres opciones. Kyembu podía arriesgarse y entrar en la Sala del Mundo Subterráneo. Antef podía matarlo rápida y discretamente, o podía arreglar su huida, con la condición de no regresar nunca más a nuestra casa ni a Tebas.

—¿Kyembu aceptó la última?

—Sí, la aceptó, aunque estaba furioso con Antef. Acusó a su hermano de haberle tendido una trampa con el propósito de echarlo de Tebas. Antef no le hizo caso. Llevó a Kyembu a las Tierras Rojas, le dio una bolsita de plata, algo de comida, y después regresó a Tebas diciendo que nuestras preocupaciones se habían acabado. En realidad, en aquel momento, nuestro matrimonio se había acabado, pero ¿qué podía hacer? Antef tenía sus obligaciones militares y pasaba tiempo fuera de casa. Fue así como conocí a Paneb. —La muchacha tendió las manos—. Pero nuestra relación siempre fue honorable. Había momentos en los que sospechaba que Kyembu había regresado a Tebas con otro aspecto y que nos espiaba. Entonces, el año pasado, los mitanni lanzaron su ataque sorpresa a través del Sinaí y Antef se unió a su regimiento. Lo besé con lágrimas en los ojos, le desee suerte y recé, en silencio, para que no regresara nunca más.

—Pero el que volvió fue Kyembu.

—Apenas se había marchado Antef cuando apareció Kyembu. Estaba de muy mal humor. Me acusó a mí y a su hermano de haber pretendido hacerle a un lado. Intentó violarme. Tenía que hacer algo. Kyembu reclamaba venganza. Estaba viviendo con los rufianes y malhechores, fuera de la ciudad. Dijo que se uniría a los seguidores del ejército y que mataría a su hermano. Yo estaba aterrorizada. Le prometí todo lo que quiso sólo para que se marchara, quería verlo bien lejos. Admito que recé para que los dos murieran. —Se arregló la túnica—. Comenzaron a llegar las noticias a Tebas. En los meses siguientes a la marcha de Antef había conocido la felicidad, a pesar del fallecimiento de mi padre. Ahora duraría: Antef había muerto. No me importó en lo más mínimo si había sido cosa de Kyembu o de los mitanni.

—Sin embargo, tú debías saber que Kyembu estaba vivo.

—No me importaba. Antef era un soldado. Kyembu no era más que una rata escurriéndose por los rincones. Ahora era una viuda rica, muy enamorada de Paneb y él me correspondía. Expuse mi caso a los sacerdotes en el templo de Osiris. Dispusieron que yo era viuda y que tenía el legítimo derecho a casarme con Paneb. ¿Tú estás casado, mi señor Amerotke?

—Sí, y soy muy feliz.

—Yo también. Por primera vez en la vida me veía libre de Antef y su siniestro hermano había desaparecido. No obstante —la muchacha exhaló un suspiro—, un día me encontraba en el mercado, cerca del Nilo. Kyembu salió de las sombras. Creí que estaba ante una aparición. —Parpadeó—. ¿Antef había regresado del Horizonte Lejano para perseguirme? Kyembu iba vestido y caminaba de la misma manera que su hermano. —Soltó una risa aguda—. Claro que había tenido muchos meses para practicar, ¿no te parece? Quería vivir conmigo, le respondí que antes preferiría estar muerta. Entonces, descubrió que había recibido la herencia de mi padre. Intenté satisfacerlo con una parte, pero la quería toda. Amenazó con denunciarme.

—Pero él no podía hacerlo, ¿verdad?

—No, no podía. Quizá podía presentarme como una asesina, pero entonces él también hubiese sido culpable. —La muchacha encogió sus bonitos hombros—. ¿Qué podía hacer? ¿Paneb me creería? Si decía la verdad en el tribunal me acusarían de asesinato. Sólo me quedaba rezar y confiar en que todo saldría bien.

—¿Qué es lo que Kyembu quería de verdad? —preguntó el juez supremo—. ¿Toda tu riqueza?

—Eso creo. Desde luego, yo compliqué todavía más las cosas. La primera vez que se acercó a mí, me puse furiosa. Lo traté de cobarde, aterrorizado de la sombra de su hermano. Le dije que siempre había notado la diferencia en la cama.

Amerotke levantó una mano.

—¿Kyembu te quería a ti, tu riqueza, y además, la venganza?

Dalifa asintió con un gesto.

—Si tú hubieses decidido que yo era la esposa de Paneb, Kyembu, haciéndose pasar por Antef, hubiera apelado.

—¿Y si hubiese dictado que tú eras la esposa del falso Antef?

—Entonces me hubieras condenado a muerte —replicó la muchacha—. Kyembu hubiera disfrutado de mí, me hubiera golpeado a placer y hubiera disipado toda mi riqueza. Cualquier día hubiese tenido un accidente, quizás una caída mortal, o me hubieran asaltado unos delincuentes. —Se frotó la cara con las manos—. Recé y recé, y finalmente ocurrió. Tu sirviente mató a Kyembu en defensa propia. Creí que aquello había sido el final de todo el asunto. —Miró a Amerotke a la cara—. ¿Qué me ocurrirá ahora?

Amerotke le sostuvo la mirada. Dalifa era muy bonita, encantadora, pero ¿era una actriz? ¿Kyembu y ella habían planeado el asesinato de Antef y después el hermano había vuelto para reclamar su recompensa? Pero, ¿qué prueba tenía? E incluso si ella era culpable ¿aquellos dos hombres no habían abusado y ensañado con ella? El juez supremo echó una ojeada a la habitación mientras pensaba.

—Haz una ofrenda —dijo—. A la diosa de la verdad. —Se levantó—. Te seré sincero. Quizás hayas sido partícipe de un asesinato. Quizá sólo tengas una parte de culpa, o bien, puede ser que seas inocente. —Se tocó el pectoral que llevaba colgado alrededor del cuello—. Sólo la diosa lo sabe. Creo que has sufrido, y los mismos dioses ponen un límite al sufrimiento humano. En lo que a mí respecta, Antef y Kyembu están muertos. Tendrán que responder por sus faltas ante los dioses. —Sonrió—. Tú eres la esposa de Paneb. Que tengas una larga vida, salud, y felicidad.

Se acercó a la puerta.

—¿Mi señor Amerotke?

El juez supremo se volvió.

—Haz hecho un acto de verdadera justicia.

Amerotke se encogió de hombros y salió de la habitación.

***

Al anochecer del día siguiente, Amerotke, vestido con las insignias de su cargo, se encontraba en la celda de los condenados, debajo del templo de Maat. Al otro lado de la mesa, Vechlis sostenía una copa entre las manos y hacía girar su contenido con una suave sonrisa en el rostro. La luz de las antorchas hacían bailar las sombras de los guardias y los verdugos, con las cabezas cubiertas con las máscaras de chacal, y daban a la celda el aspecto de una antecámara del mundo subterráneo.

—Supongo que debo darte las gracias por esto. —Vechlis levantó la cabeza—. Has sido muy bondadoso, Amerotke. Es más de lo que me merezco. Pero no me arrepiento de todo lo demás. —Sus ojos brillaron de odio—. Neria me traicionó. Él fue la causa de todo esto. Dispuesto a venderse a la puta real. Yo le amaba. Quizás aquello fue la gota que colmó el vaso. Ya era bastante duro ver como toda Tebas se humillaba delante de Hatasu, pero Neria, el erudito, ¡el hombre que amaba!

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