Los Bufones de Dios (36 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—No soy experto en descifrar sueños; pero la grabación me dijo sin embargo algo. Esa mujer se siente culpable. Posee un secreto que teme comunicar a nadie. De manera que lo sueña, o construye un sueño sobre ello y así se lo cuenta a usted. Sea lo que fuere lo que sabe, está conectado de alguna manera al atentado contra Mendelius… ¿Cómo voy hasta aquí,
Frau Professor?

—Hasta aquí, muy bien. Continúe, por favor.

—Pienso —dijo Jean Marie con deliberada intención—, que usted tiene el mismo problema que su paciente. Hay algo que usted no está dispuesta o no está en condiciones de comunicar.

—No estoy dispuesta porque no estoy del todo segura de las conclusiones de mis conocimientos. Y no estoy en condiciones de hacerlo porque en ello está involucrada mi integridad profesional. Es un problema muy similar al que usted tiene con el secreto de la confesión.

—Ambas razones constituyen un excelente motivo para su reticencia —dijo secamente Jean Marie.

—Hay otros motivos además. —Ahora ella estaba irritable y combativa.

—¡Por favor! ¡Un momento! —Jean Marie levantó la mano en signo de advertencia—. No se altere. Usted me invitó aquí. Yo le he dado plenas garantías respecto de todo secreto que tratáramos. Si quiere contarme lo que en estos momentos la está perturbando, estoy dispuesto a escucharla con toda mi atención. Si no desea hacerlo, permítame entonces disfrutar del vino.

—Lo siento. —Era visiblemente muy duro para ella expresar cualquier forma de disculpa—. Estoy tan acostumbradla a hacer el papel de Dios en mi consultorio que suelo olvidar la mínima cortesía… Tiene razón. Estoy profundamente preocupada. Y no se qué puedo hacer respecto de lo que me atormenta sin poner al descubierto un nido de víboras. De todos modos, he aquí el primer punto. La mujer de la grabación es a la vez vulnerable y posesiva. En su calidad de joven divorciada en una ciudad universitaria ha tenido más aventuras amorosas de las que es capaz de manejar. Uno de sus romances más serios fue el que mantuvo con Johann Mendelius que sólo terminó este verano, poco antes que él se fuera de vacaciones. Felizmente ni Cari ni Lotte llegaron a enterarse de nada. Pero yo lo supe, porque ella era mi paciente y así tuve que escuchar el relato de todo el gran drama. El punto dos es precisamente aquél que me inquieta. Su ex-marido es un hombre —¿cómo podría explicárselo?— un hombre tan improbable que tiene que ser auténtico. Poseo una serie de grabaciones sobre la relación entre ellos. El es la persona que en estos momentos está vendiendo armas a Johann y su grupo; y si esta grabación significa lo que dice, es decir lo que yo he descifrado y pienso, él es también el que envió la bomba a Carl… Me doy cuenta de que todo esto parece absurdo, pero…

—El mal es el último absurdo —dijo Jean Marie Barette—, es la última y más triste de las bufonadas: el hombre sentado sobre las ruinas de su propio mundo, envuelto en su propio excremento…

Cuando abandonó el apartamento de Anneliese eran ya cerca de las seis y media. Al cerrar la puerta tras de sí, le llamó la atención una placa colocada sobre el muro del edificio de enfrente, una vigorosa hostería construida en la primera mitad del siglo XVI, cuando los burgueses de Tübingen solían llegar allí para comer y beber. La placa anunciaba, en caracteres góticos: "Cervecería del Viejo Castillo. Aquí vivió el profesor Michael Maestling de Goppingen, maestro del Astrónomo Johannes Kepler".

La inscripción, que mencionaba el nombre del desconocido maestro antes que el del célebre pupilo, le agradó. Le recordó también el temor que tanto había preocupado a su antecesor: que Tübingen pudiera transformarse en el centro de una segunda revuelta anti-romana. En cuanto a él mismo, jamás había alimentado semejantes temores. Siempre le había parecido, al contrario, que aplicar la censura eclesiástica a una herejía académica no constituía sino un ejercicio tan estéril como exhibir las sábanas manchadas de sangre después de la noche de bodas. Por otra parte, en aquel momento pensó que a él debía corresponderle proveer el vino para la cena de aquella noche. De manera que empujó la pesada puerta y entró.

La mitad de la sala estaba llena de estudiantes dedicados a beber y una docena de voluminosos ciudadanos se acodaba al bar. Jean Marie Barette siempre se había dado a entender perfectamente en alemán, pero ahora se sintió totalmente confundido ante la poco familiar nomenclatura de los vinos que el "barman" le recitaba en el dialecto local. Se decidió finalmente por un agradable y seco blanco de Ammertal, compró dos botellas y buscó la salida. Pero un llamado desde una mesa de un rincón lo paró en seco.

—¡Tío Jean! ¡Aquí! ¡Mire aquí! Venga y siéntese con nosotros. —Johann cogió las botellas y empujó a sus compañeros a lo largo del banco para hacer sitio para Jean Marie. Alegre y rápidamente hizo las necesarias presentaciones: —Franz, Alexis, Norbert, Alvin Dolman. Este es mi tío Jean. Franz es el novio de mi hermana. Alvin es americano y un buen amigo de papá.

—Encantado de conocerlos, caballeros, —Jean Marie era la personificación de la cordialidad—. ¿Me permiten que les pague un trago?

Llamó a la muchacha que atendía las mesas y ordenó una ronda de bebidas para todos y un vaso de agua mineral para sí mismo. Johann preguntó:

—¿Y qué andaba haciendo en este rincón de la ciudad, tío Jean?

—Había venido a ver a la Professor Meissner. Nos habíamos encontrado en el hospital. Y la acompañé a casa.

—¿Cómo estaba mi padre hoy?

—El doctor dice que está mejor. Ha bajado su temperatura y su pulso se ha regularizado.

—¡Qué magnífica noticia! Magnífica. —Alvin Dolman parecía haber bebido más de la cuenta—. Te ruego que me avises en cuanto sea posible verlo, Johann. Me parece que he encontrado algo que le gustaría. Es una talla de San Cristóbal, gótico temprano. Y en cuanto esté en condiciones de levantarse y tomar algún alimento, la tendrá gratis.

Instantáneamente, Jean Marie se sintió intrigado.

—¿Es coleccionista, señor Dolman?

—No, señor, comerciante. Pero tengo buen ojo para el negocio. Y en este campo, el ojo es muy importante.

—En verdad, parece que así es. ¿Vive aquí?

—Vivo aquí y trabajo aquí… Incluso estuve casado aquí. Fui yerno del alcalde, sí. Pero no resultó. Los viejos perros como yo no deben casarse. Como se suele decir, somos como loza desechada… Y a propósito, su profesora Meissner es una gran amiga de mi mujer. Después del divorcio, fue ella quien la ayudó a recuperarse.

—Me alegro de oírlo —dijo Jean Marie—. ¿Y en qué consiste su trabajo, señor Dolman?

—Soy artista. Para decirlo en forma más sencilla, hago dibujos técnicos. Trabajo para casas editoriales que se dedican a la educación, a todo lo largo del Rhin. Por otra parte, y como trabajo agregado, me dedico al arte antiguo… En pequeña escala, por supuesto. No tengo dinero para la cosa grande.

—Pensé que la compañía le proveía de fondos.

—¿Cómo?

La reacción había sido infinitesimal, mínima, apenas un imperceptible pestañeo, pero Jean Marie había conocido y había tenido que enfrentarse a lo largo de su vida, con demasiados clérigos y con toda clase de sutiles adversarios, de manera que la reacción no le pasó inadvertida. Alvin Dolman sonrió y movió la cabeza.

—¿La compañía? Temo que no me ha comprendido. Trabajo estrictamente solo. Acepto encargos y porcentajes como lo haría un retratista. No, señor. La única compañía por la que yo haya trabajado alguna vez es el tío Sam.

—Perdóneme —Jean Marie sonrió al pedir disculpas—. Cuando se habla un lenguaje extranjero se cometen errores aun sobre las cosas más sencillas… Johann, ¿cuál es la hora de comida en la casa de tu madre?

—Nunca más tarde de las ocho. Terminemos nuestras bebidas y regresaré con usted. Estamos sólo a cinco minutos de casa.

—Debo irme también —dijo Alvin Dolman—. Tengo una cita en Stuttgart. Mientras esté aquí veré lo que puedo hacer por ustedes, muchachos. Pero recuerden. El pago será siempre al contado.
Wiedersehen
para todos.

Se puso penosamente de pie y Jean Marie hubo de levantarse para dejarlo pasar y salir de la mesa. Cuando se dirigía hacia la puerta, Jean Marie lo siguió y al encontrarse fuera, en la desierta calle, dijo en inglés:

—Quiero hablar una palabra con usted señor Dolman.

Dolman se dio vuelta para enfrentarlo. Ya no sonreía y sus ojos lo miraban con desembozada hostilidad.

—¿Sí?

—Sé quién es usted —dijo Jean Marie Barette—. Sé quién es y conozco también la compañía para la cual trabaja, así como conozco el espíritu del mal que lo habita. Si le contara a estos muchachos lo que sé de usted lo matarían con las mismas armas que usted les ha vendido. De manera que cuide su vida y váyase de aquí. Vaya ahora.

Por un momento, Dolman se lo quedó mirando y luego rió.

—¿Y quién se cree usted que es? ¿Dios Todopoderoso?

—Usted sabe quién soy, Alvin Dolman. Sabe todo lo que se ha dicho y escrito sobre mí… Y sabe que todo ello es verdad. Ahora, en nombre de Dios, váyase.

Dolman le escupió la cara y luego giró sobre sus talones y comenzó a descender cojeando, por la empedrada senda. Jean Marie limpió su mejilla y regresó al interior de la "Cervecería del Castillo".

—Desháganse de esas armas. Cada una de ellas está marcada especialmente para inculparlos. Dispersen a
La Jacquerie
. De todos modos ya están al descubierto. Dolman los ha hecho caer en la trampa clásica de los servicios de inteligencia: concentrar a todos los disidentes en un solo grupo que sea posible golpear y deshacer de una sola vez. Entretanto los ha estado usando para cubrir sus propios rastros de asesino…

Era la una de la mañana y se encontraban solos en el gran estudio de Mendelius en el ático de la casa. Fuera, los primeros vientos helados de un temprano otoño se enroscaban en torno del campanil de la Stiftskirche. En el piso de abajo Katrin y Lotte dormían pacíficamente, ignorantes por completo del misterioso juego que se había estado tramando a su alrededor, Johann, aunque cansado y avergonzado, no se resolvía sin embargo a abandonar la discusión.

—…Pero no logro comprender. Lo que dice parece no tener sentido. Dolman es un revendedor muy astuto que negocia con cualquier cosa. Es un payaso que ríe cuando una anciana señora se cae del autobús y muestra sus calzones. Pero un asesino, no.

—Dolman es el perfecto agente —dijo Jean Marie amonestándolo con paciencia—. Como dice la Professor Meissner, es tan improbable que tiene que ser auténtico… Más aún. Como agente de una potencia amiga que se siente especialmente preocupada y concernida por la frontera Este de Alemania, es el instrumento perfecto para las tareas más sucias así como en el caso de la bomba destinada a su padre… Pero eso no es todo. He conocido hombres con larga práctica de la violencia y que sin embargo no eran tan malos como sus acciones. Simplemente estaban condicionados, inclinados como esos arbustos que ya no es posible enderezar. En suma, en esos casos, se trataba de personas que, habiendo perdido un componente clave de su personalidad jamás podrían volver a ser de otra manera que como ya eran. Pero Dolman es diferente. Dolman sabe quién es y lo que es, y desea que las cosas continúen tal como están. En otras palabras es verdaderamente, según el viejo dicho, el habitáculo mismo del mal.

—¿Cómo puede saberlo? Usted sólo lo ha visto una vez. Puedo comprender que la Professor Meissner tenga una opinión formada sobre él porque ella ha oído todas esas historias que le ha contado su mujer. Yo las oí también, muchas veces, mientras estaba en cama con ella; pero nunca las creí, porque Dolman sabía que yo me estaba acostando con ella y él mismo me alentaba a disfrutarlo y me preparaba para terminar con el asunto en la forma mejor posible, cuando ya me hubiera cansado. ¿Pero usted? ¿Un solo encuentro? Lo siento, tío Jean. Lo que ha dicho carece de sentido, a menos que sepa algo más de lo que me ha querido contar.

—Sobre Alvin Dolman mismo sé mucho menos que usted. Pero en cambio sé mucho, mucho más sobre el demonio de mediodía. —Juntó las manos detrás de la cabeza y se reclinó profundamente en el sillón de Mendelius—. En los importantes lugares en que solía vivir era un visitante muy asiduo y su compañía era siempre perturbadora.

—Eso es demasiado sencillo y fácil, tío Jean. No puedo aceptarlo.

—Muy bien. Déjeme entonces decirlo de otro modo. Cuando usted jugaba al amor con la mujer de Alvin Dolman ¿habría invitado a un niño a presenciar lo que hacía?

—Por supuesto que no.

—¿Por qué no?

—Bueno, porque…

—Porque reconoce la existencia de algo llamado inocencia, aun cuando no pueda definirla. De la misma manera, puede reconocer al mal; pero cierra los ojos ante él. ¿Por qué?

—Yo… supongo que debe ser porque no quiero aceptar la realidad del mal que yo mismo llevo adentro.

—Por fin hemos llegado al meollo del problema. Ahora, ¿querrá aceptar un consejo de su tío Jean?

—Trataré.

—Tan pronto como su padre pueda viajar, lléveselo de aquí. Si le es posible finiquitar la compra de la propiedad alpina y hacerla habitable, vaya allí. Trate de mantener unida a la familia: su padre y su madre, Katrin y su joven también, si es que quiere acompañarlos… Dolman se ha ido. Y no regresará, su compañía no volverá a usarlo en esta región; pero la compañía sigue en el negocio, y siempre asociada con el demonio de mediodía.

—¿Y adonde irá usted, tío Jean?

—Mañana a París a ver a mi familia y arreglar mis asuntos financieros. Después de eso… ¿quién sabe? Estoy esperando el llamado.

Johann continuaba inquieto e irritable. Objetó.

—¿De manera que estamos de vuelta en la revelación privada y en la profecía y en todas esas cosas?

—¿Bien?

—No creo en nada de ello. Eso es todo.

—Pero cree en un hombre que trató de matar a su padre. Y no cree la verdad que la esposa de ese hombre le contó mientras estaba en cama con ella. No sabe cómo distinguir el bien del mal. Y todo eso ¿no le dice nada acerca de sí mismo, Johann?

—Verdaderamente usted sabe cómo atacar directamente a la garganta, ¿no es así?

—Despiértese, muchacho, y madure —Jean Marie se mantenía implacable—, estamos hablando de la vida, de la muerte y de lo que viene después. Nadie puede escaparse de la realidad.

Aquella noche, Jean Marie tuvo un sueño. Estaba caminando en la plaza del mercado de Tübingen. Se detuvo en un escaparate de frutas que vendía bellas uvas negras. Probó una: era dulce y satisfactoria. Pidió a la mujer que las vendía que le diera un kilo. Ella lo miró horrorizada, levantó las manos frente a su rostro y huyó de él. La gente, que colmaba la plaza del mercado no tardó en imitar a la vendedora, hasta que él se encontró, con un racimo de uvas en la mano, aislado de todos, en medio de un círculo de personas hostiles. Trató de hablar tranquila y pacíficamente, preguntando cuál era el motivo de lo que ocurría. Pero nadie le contestó. Caminó entonces, acercándose a la persona más próxima. Pero fue interceptado por un hombre muy grande armado con un cuchillo de carnicero. Se detuvo entonces y gritó:

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