Los Bufones de Dios (58 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Entretanto creo conveniente que firme los documentos —dijo Hennessy extrayéndolos de su portafolios—. A menos que quiera leer esta montaña de documentos legales, tendrá que confiar en nuestra palabra y aceptar que estos papeles han sido escritos por los mayores talentos que, en materia de Derecho, existen en estos momentos en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.

—Confío en la palabra de ustedes —dijo Jean Marie que ya había comenzado a firmar las primeras páginas—, pero mire: la información contenida en este libelo ha tenido que ser proporcionada por gente que me conoce muy bien.

—Obviamente así ha sido —dijo Waldo Pearson—, pero el hecho de que ofrecieran información a quienes los entrevistaron no hace necesariamente de los informantes enemigos suyos. Usted ignora qué ficciones o engaños se utilizaron para hacer hablar a la gente. Incluso puede haber quien haya pensado que le estaba haciendo un favor. Hay muchas cosas que entran en el dominio de la chismografía. El Vaticano está lleno de rumores. Hennessy y yo somos sus aliados. Pero hablamos de usted. Estoy seguro de que en más de una ocasión he dejado caer opiniones y frases que han debido encontrar su camino hacia toda ésta falsedad… Me temo que no tiene otra alternativa que la de aceptar lo que ha sucedido, dar la mejor pelea posible y decirles a los bastardos que se vayan al infierno. No puede darse el lujo de volverse paranoico.

—Soy un hombre defectuoso —dijo Jean Marie—, no soy un paranoico. A la escala de la Última Catástrofe soy una cantidad mínima. Lo que me ha ocurrido es un no-acontecimiento. No obstante me preocupa la situación de algunas personas, como Roberta que sufrirá las consecuencias de haber visto su nombre ligado al mío en este libelo. Cuando era papa, todo aquel a quien yo tocaba, se sentía bendito. Ahora me he transformado en verdad en un portador de peste, capaz de contagiar aun a mis amigos más próximos…

Esa noche, por primera vez, pidió una droga que le permitiera dormir. Despertó a la mañana siguiente más tarde que de costumbre, pero fresco y con las ideas claras. A la hora de la sesión de terapia, descubrió que estaba caminando con mucha mayor confianza, que su brazo inválido estaba respondiendo bastante bien a los mensajes del centro motor. Su lenguaje había comenzado a conservar una consistente claridad y rara vez encontraba ahora tropiezos en su elección de las palabras. El terapista lo alentó.

—…Esto suele suceder así en los casos en que la prognosis es buena. La mejoría sobreviene rápidamente; luego, las cosas parecen arrastrarse por un tiempo, pero en seguida hay un nuevo repunte de mejoría que generalmente continúa esta vez sin interrupciones hasta la plena recuperación. Entonces… Bien, no apresuremos el proceso. Ahora todo el arte consiste en gozar de lo adquirido, pero sin intentar esforzarse demasiado por adelantar el proceso. Todavía no está en condiciones de jugar fútbol, pero a propósito de eso puede comenzar a nadar…

Jean Marie regresó a su habitación sin ayuda. Al llegar allí se sentía cansado, pero triunfante. Cualesquiera que fueran los terrores que lo esperaban, por lo menos podría afrontarlos afirmado sobre sus propios pies. Deseó que el señor Atha estuviera allí para saborear juntos ésta su primera, su real victoria. Se tendió en la cama e hizo una serie de llamados telefónicos para participar a todos de las buenas noticias. Pero todos los llamados terminaron en nada. El teléfono de Carl Mendelius estaba desconectado; Roberta Saracini estaba en Milán; Hennessy había regresado a Nueva York, Waldo Pearson había ido a pasar unos días al campo. El único con el que logró comunicarse fue su hermano Alain, que llegó hasta el teléfono pero estaba sumido en preocupaciones. Se alegraba —dijo— de saber que Jean Marie estaba progresando. La familia también se sentiría dichosa con las noticias. Por favor, por favor, no perdamos el contacto…

Todo esto tuvo como consecuencia volcar el pensamiento de Jean Marie hacia la consideración de los problemas que debería enfrentar en su futuro personal. Por mucho que mejorara, por muy pequeñas que fueran las secuelas que le dejara su enfermedad, él seguía siendo un hombre de sesenta y cinco años, víctima de un accidente del cerebro, lo que implicaba que, en cualquier momento, estaba expuesto a otro accidente similar.

Por otra parte, y fuera cual fuera el resultado de los juicios en que se iba a ver envuelto, emergería de ellos desacreditado, más aún que si fuera realmente culpable de la mala conducta y los malos hechos que se le atribuían. El mundo amaba a los bribones, pero carecía de paciencia para los incompetentes. El resultado de esto sería que Jean Marie Barette sería exactamente lo que decía su pasaporte:
pasteur en retraite
, sacerdote retirado, cuya mayor esperanza podría residir en obtener el cargo de capellán de un hospital o una pequeña casita en el campo donde podría entretenerse con sus libros y su jardín. Cuando llegó la noche, los demonios negros habían vuelto a apoderarse de él y el doctor tuvo que leerle un trozo completo sobre las oscilaciones de ánimo de los maníaco-depresivos y la forma de manejarlas. La lectura terminó con una sorpresa.

—…He ordenado un encefalograma para pasado mañana. Si revela lo que creo que debe revelar, entonces podremos pensar en darlo de alta dentro de los próximos días. Aquí no hay mucho más que podamos hacer. Continuará necesitando controles cada quince días, deberá mantener sus ejercicios en forma regular y, por lo menos al comienzo, alguna ayuda doméstica. Le ruego que piense sobre esto. Mañana volveremos a hablar. ¿Qué le parece?

Cuando el doctor lo dejó, comprobó la fecha en el calendario de su libreta de apuntes. Era el quince de diciembre. En diez días más sería Navidad. Se preguntó dónde la pasaría y cuántas Navidades más vería el mundo, porque Petrov no había conseguido todo el alimento que necesitaba y los ejércitos soviéticos comenzarían a avanzar en cuanto llegaran los primeros deshielos.

Se hizo reproches a sí mismo. No hacía cinco minutos que el doctor le había dicho que no debía sentarse ahí, solo, rumiando pensamientos tristes. Había llegado la hora de las visitas. Se arregló con mucho cuidado, se cambió de pijama, aunque no fuera sino para probarse que sus nuevas destrezas no eran ilusiones, se colocó la bata y las zapatillas, y cogiendo su bastón comenzó una ostentosa aunque precavida marcha por el corredor saludando al pasar a sus compañeras de las sesiones de terapia.

¿Qué era lo que el señor Atha había dicho? Que debía tener
panache
. Los ingleses siempre traducían aquella palabra por "estilo", pero la palabra francesa tenía algo más que simple estilo, algo como "alarde". Alarde. ¡Qué bien! Ahora estaba coordinando su pensamiento en dos idiomas. Debía tratar de recuperar su alemán también, para así estar en las mejores condiciones para su reencuentro con Carl Mendelius: La última carta de Lotte, ¿qué fecha llevaba? ¿Qué decía con respecto a sus próximos planes? Este último pensamiento lo hizo volverse por el corredor hacia su habitación, recibiendo al pasar las felicitaciones de la enfermera nocturna: "¡Caramba! ¡Es usted un hombre listo!" y el saludo del asistente jamaicano: un brinco, un paso, un deslizamiento del pie y una invitación: "Venga a bailar, hombre".

Revolvió los papeles de su escritorio hasta encontrar la carta de Lotte —lo que implicó una serie de pequeños movimientos que llevó a cabo sin problema alguno— después de lo cual se sentó en su silla de ruedas para leerla. Estaba fechada el uno de diciembre.

"…Nuestro querido Carl se fortalece día a día. Ha desarrollado una gran habilidad en el manejo del aparato que reemplaza su mano izquierda y son muy pocas las cosas que no es capaz de hacer por sí mismo. Desgraciadamente ha perdido la vista de un ojo y lleva, en ese lugar, un parche negro. Esto, sumado al daño que sufrió ese lado de su cara, le da todo el aspecto de un siniestro pirata, lo que ha dado base para una pequeña broma familiar. Cuando necesitemos dinero podremos presentar a papá en una serie de televisión del tipo de la Isla del Tesoro o del Violento Español.

"Johann, Katrin y un pequeño grupo de amigos están en el valle desde hace ya un mes. Están trabajando en los edificios principales para hacerlos habitables y abastecerlos de todo lo necesario antes de la llegada del invierno. Carl y yo pensamos ir a reunirnos con ellos la semana entrante. Hemos vendido la casa de aquí, con todo lo que contiene y sólo hemos conservado, para llevar con nosotros, los libros de Carl y algunos objetos personales que aún significan algo para nuestra vida. Siempre había pensado que dejar Tübingen después de tantos años pasados aquí sería una especie de desgarramiento, pero no lo ha sido. El lugar donde vayamos a vivir ahora —Bavaria o Los Mares del Sur— carece de real importancia.

"¿Y cómo está usted, amigo querido? Hemos recibido todas sus tarjetas y vamos siguiendo sus progresos a través de su letra, y por supuesto, a través de los mensajes de su buen amigo en Inglaterra, Waldo Pearson. Nos estamos consumiendo de impaciencia por poseer un ejemplar de su libro y Carl perece de ganas de conversar con usted sobre él, pero comprendemos muy bien que por el momento prefiera no usar el teléfono. A mí me ocurre lo mismo, especialmente cuando se trata de comunicaciones con el exterior. Balbuceo, tartamudeo y termino gritando para que venga Carl.

"¿Cuándo lo dejarán salir del hospital? Carl insiste —y yo también— para que venga directamente a nuestro hogar en Bavaria. No olvide que somos su familia. Además Anneliese Meissner afirma que es indispensable que cuando salga del hospital pueda refugiarse en algún lugar seguro. Ella pasará con nosotros, en Bavaria, sus vacaciones de invierno. Está muy unida a Carl y su amistad es mutuamente beneficiosa, de manera que he aprendido a no tener celos de ella así como antes aprendí a no tener celos de usted. Tan pronto como sepa la fecha en que lo darán de alta en el hospital, envíe un telegrama a la dirección que le estoy incluyendo aquí. Vuele directamente a Munich y nosotros pasaremos a recogerlo al aeropuerto y lo llevaremos al valle.

"Carl suele inquietarse con respecto a su llegada. Teme que puedan cerrar las fronteras antes que usted esté listo para viajar. La tensión crece en todas partes. Tropas y más tropas americanas e inglesas han comenzado a situarse en toda la región del Rhin. Se ven muchos convoyes militares, el tono de la prensa es francamente chauvinista y la atmósfera de la Universidad se ha vuelto muy extraña, Se están contratando muchos especialistas y por supuesto, se está montando todo el aparato de vigilancia que Carl y Anneliese tanto temieron. Lo más increíble de esto es que muy pocos estudiantes han manifestado su disconformidad con lo que se está haciendo. Ellos también parecen haber sido afectados por la fiebre guerrera y de una manera que jamás hubiéramos esperado. Es verdaderamente chocante oír de nuevo todos los viejos clichés y gritos de combate. Agradezco a Dios que Johann y Katrin estén lejos de todo esto… Porque la locura nos infesta a todos por igual, hasta el punto que a menudo Carl y yo nos encontramos usando expresiones que hemos oído en la radio o en la televisión. Da la impresión de que todas las antiguas deidades teutónicas hubieran abandonado sus cavernas… pero supongo que cada nación tiene su propia galería subterránea de dioses guerreros…"

Una cruda voz transatlántica interrumpió su lectura.

—Buenas tardes, Santidad.

Levantó la vista y vio a Alvin Dolman apoyado contra la puerta sonriéndole. Dolman, como él, llevaba pijama, una bata y sostenía en las manos un paquete envuelto en papel marrón.

La sardónica insolencia del hombre, dejó por un momento atónito a Jean Marie, pero en seguida este sentimiento dejó lugar a otro de inextinguible furia. Luchó contra esta furia en una breve y desesperada oración implorando que su lengua no le fallara y lo dejara avergonzado e inerme frente al enemigo. Dolman entró al cuarto y trepó ostentosamente sobre el borde de la cama. Jean Marie no dijo nada. Había recuperado el control de sí mismo. Esperaría que Dolman declarara sus intenciones.

—Luce muy bien —dijo Dolman amablemente—. La enfermera me informó que muy pronto lo darán de alta. Jean Marie continuó en silencio.

—Vine a traerle una copia de El Fraude —dijo Dolman—, adentro encontrará una lista de la gente que estuvo realmente feliz de ayudar a su descrédito. Me pareció necesario que conociera esos nombres. Claro que no le servirá de mucha ayuda en los Tribunales, pero en realidad, en un caso como éste, nada sirve de ayuda. Cualquiera que sea el veredicto de los jueces, la mugre siempre habrá salpicado. —Depositó el paquete en la mesa de noche, pero en seguida lo cogió de nuevo y lo abrió parcialmente—. Nada más que para probarle que no contiene ninguna trampa como el que envié a Mendelius. Por lo demás, en su caso ya no es necesario ¿no es así? Usted ha quedado definitivamente fuera del juego.

—¿Por que ha venido? —la voz de Jean Marie era tan helada como la escarcha blanca.

—Para compartir una broma con usted —dijo Alvin Dolman—. Pensé que podría apreciarla. El hecho es, que mañana seré operado. Y éste era el único hospital de Londres que podía recibirme y atenderme así, de improviso, inmediatamente. Tengo un cáncer en el intestino mayor, de manera que cortarán una parte de él y me darán una pequeña bolsa que deberé llevar conmigo por el resto de mi vida. En estos momentos estoy considerando si realmente la cosa vale la pena. Por eso he tomado la precaución de proveerme de los medios para un fin rápido e indoloro. ¿No le parece que es muy divertido?

—Me pregunto qué lo ha hecho vacilar —dijo Jean Marie—. ¿Qué hay en su vida o en usted mismo que pueda encontrar tan valioso como para haber vacilado?

—No mucho —dijo Dolman con una sonrisa—, pero hemos estado preparando todo para este infernal gran drama, el gran estallido que borrará todo nuestro pasado y tal vez todo nuestro futuro también. Y he pensado que tal vez valdría la pena esperar un poco para tener un asiento en primera fila. Me quedaría siempre la posibilidad de irme después. Usted es el hombre que profetizó lo que ocurrirá. ¿Qué piensa de todo esto?

—Por poco que importe mi opinión —dijo Jean Marie— esto es lo que pienso: usted está aterrado, tan aterrado que se ha sentido obligado a representar este pequeño acto de tonta burla. Desea que yo me asuste también con usted, de usted. Pero no, no tengo miedo… Más bien estoy triste, porque sé lo que está sintiendo en estos momentos, cómo todas las cosas carecen de sentido y cuan inútil respecto de sí mismo y del mundo puede verse un hombre. Esta es solamente la segunda vez que nos encontramos. Ignoro todo del resto de su vida y lo que pueda haber hecho a otros hombres Pero, ¿cómo se siente por lo que hizo con Mendelius y ahora conmigo?

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